Por: Luis Reed Torres
Desde muchos años atrás, la Universidad Nacional Autónoma de México registra en su interior (o mejor dicho padece) diversos actos delictivos que no sólo no amainan sino que, con el paso del tiempo y la permisividad e indolencia de todas las autoridades, se incrementan considerablemente. Es cosa frecuente escuchar noticias de violaciones, asaltos a estudiantes, tráfico de drogas y hasta asesinatos en el campus universitario. Los servicios de vigilancia interna que operan en la UNAM brillan, con refulgente cotidianidad, por su ausencia, y el joven alumnado es así presa fácil de cualquier tipo de hechos ilícitos.
En este orden de ideas, por ejemplo, el funcional auditorio Justo Sierra, de la Facultad de Filosofía y Letras, inaugurado en 1954 y escenario de múltiples acontecimientos culturales como mesas redondas de literatura, obras teatrales, funciones cinematográficas y musicales, conferencias magistrales y demás, fue «rebautizado» ilegalmente como «Che Guevara» y, desde antes del año 2000, ocupado por grupos radicales de izquierda, zapatistas, frentes populares, brigadas de choque, hippies y otros individuos de similar pelaje. Es decir, pura gente fina y elegante.
En su interior, el otrora bello lugar luce sin butacas ni alfombras, las paredes se hallan agrietadas y el conjunto todo aparece destrozado. Es de dominio público, además, que en el sitio se expenden profusamente alcohol y drogas, y son comunes los escándalos que allí se suscitan. ¿Cuántas personas tienen tomado el auditorio como «territorio ocupado» y lo utilizan para diferentes desmanes? Lo ignoro, pero estoy cierto que no deben pasar de dos o tres decenas. Y sin embargo…
Han pasado casi veinte años de este abierto acto delictivo y es hora que NINGÚN rector, incluido el actual, ha movido jamás un dedo para rescatar el citado inmueble y devolvérselo a la comunidad universitaria para que sea rehabilitado y sirva de nuevo a los propósitos culturales que motivaron su edificación.
Con el sacrosanto estribillo de esgrimir la autonomía universitaria como patente de corso para sustraerse al orden legal que debe imperar en toda sociedad, tanto los diferentes rectores universitarios como las propias autoridades públicas se rehúsan, con indeclinable firmeza digna de mejor causa, a rescatar a la Universidad de sus impunes captores, por más que la situación se agrave día con día.
Al dejar de lado que la autonomía universitaria se refiere única y exclusivamente a cuestiones académicas y administrativas, se ha permitido que la UNAM se constituya como un estado dentro de otro estado y opere en un marco de extraterritorialidad que la daña gravemente e impide su propio rescate.
Ya el actual rector Enrique Graue Wiechers puso el grito en el cielo y se rasgó las vestiduras ante la sola posibilidad de que la fuerza pública acuda en auxilio de nuestra máxima casa de estudios y ponga orden en el campus porque, dijo, «quisieran ver a la UNAM militarizada». En realidad es obvio que no se trata de eso y Graue lo sabe bien. Pareciera, entonces, que su propósito es que las cosas sigan igual o peor sin que nadie ose ponerles remedio. ¿Ingenuidad o connivencia del funcionario universitario de mayor rango?
A mayor abundamiento, el propio Graue rechazó tajante la vigilancia armada de las autoridades –«no es opción para la UNAM», dijo–, aunque no tuvo empacho en reconocer que el problema de las drogas en el campus es un problema que viene desde hace medio siglo.
Por último, movería no a risa sino a carcajada la declaración final del rector sobre este asunto si el caso no revistiera tintes dramáticos, como en verdad los tiene. Así, aseguró que la autoridad universitaria actuará «con estricto apego a la legalidad, cuidando de nuestras instalaciones (?), mejorando nuestra capacidad de disuasión (¡) y vigilancia (?), y denunciando a los delincuentes. Seguiremos la colaboración cercana con las autoridades competentes para identificar a quienes cometen ilícitos en nuestras instalaciones, a fin de entregarles los materiales (?) que les permitan detenerlos afuera de los campus de nuestra Universidad (¡¡ !!)».
¡No, bueno!
Pongo punto final con una sola pregunta: ¿Es o se hace el señor rector?