Por: Miguel Ángel Jasso Espinosa
Hacia el final de la década 60, del siglo XIX, Fiodor Mijailovich Dostoyevski reveló la trama interna de toda una era: la aparición del nihilismo moderno. Si bien su interpretación de la época que le tocó vivir se concentró en la Rusia zarista del siglo XIX, como increíble profeta, vislumbró los problemas de los siglos venideros no solo para Rusia sino también para Occidente.
El nihilismo como pandemia mortal cundiendo por toda Europa. Su principal legado: la idea de la muerte de Dios.
El escritor ruso aportó una exhaustiva penetración analítica de los efectos desmoralizantes de la disolución de las antiguas estructuras sociales y familiares de su nación por parte de los revolucionarios o «hombres nuevos» de la generación del 60. En contraposición de estos últimos, Dostoyevski expuso un pensamiento preventivo que advirtió de las consecuencias de envenenar las fuentes mismas de la vida rusa. Destruir al zar y destruir la Iglesia Ortodoxa, como lo proponían los nihilistas, significaría –por lo primero– dejar a Rusia en la orfandad, no por accidente o por proceso natural sino por parricidio, repudiar al «principio» era desistir al «final», al menos a un final digno. Por lo segundo, significaría renunciar al sino de Rusia. Si este pueblo era el que «llevaba a Dios en el alma», de ningún modo debía renegar del Cristo ruso ni de su Iglesia Ortodoxa. No se debía renunciar al último refugio de Cristo ni dejar de lado el llamado para conciliar Occidente con el Oriente. Era la última esperanza, de lo contrario vendría la era del caos, no sólo para Rusia sino para el mundo entero.
Para comprender el pensamiento preventivo de Dostoyevski hacia los nihilistas, es necesario primero explicar el papel de la conciencia mesiánica que siempre estuvo presente en su pensamiento, en sus actitudes y en el engranaje de sus últimas novelas.
En el periodo comprendido entre 1825 y 1904, hay un núcleo central de dos décadas y media que representa el momento culminante del período de esplendor de la novela rusa. Período que comienza con el Rudin (1856) de Turgueniev y concluye con Los hermanos Karamazov (1880) de Dostoyevski. En ese tiempo aparecieron las novelas más importantes del Tolstoi, La guerra y la paz (1865-1869) y Ana Karenina (1875-77); las cuatro obras maestras de Dostoyevski, Crimen y castigo (1866), El idiota (1869), Demonios (1870-1872) y Los hermanos Karamazov (1876). Oblomof de Goncharof, y seis novelas de Turgueniev, Rudin, seguido por Nido de Hidalgos (1859). En vísperas (1860), Padres e hijos (1862), Humo (1867) y Tierras vírgenes (1877).
Por lo tanto, la época áurea de la novela rusa coincide con el gobierno imperial de un solo zar, Alejandro II, que rigió de 1855 a 1881, como si una vez más se hubiesen confabulado la historia y la literatura para formar un conjunto homogéneo.
A esta época áurea de la literatura rusa también se le ha dado una clasificación para facilitar su estudio, se habla de la época de La escuela realista o El realismo ruso.
La escuela realista nace al final de la primera mitad del siglo XIX y se extingue hacia 1881, el año del asesinato de Alejandro II, que es también el de la muerte de Dostoyevski; Turgueniev moriría dos años después y Tolstoi experimentó en esos años una especie de muerte literaria.
Los escritores rusos incluidos en este grupo tienen ciertas características comunes. Entre otras, la inclinación a retratar la vida de la Rusia de esa época, la sencillez y la claridad en el estilo y una tendencia a describir con mucha minuciosidad los paisajes, el vestido y el aspecto físico de sus personajes; pero quizás la más importante cualidad de los grandes realistas rusos y la que más contribuye a amalgamarlos, sea la actitud que todos toman respecto a sí mismos y al mundo en que viven -la importancia que dan a su misión en el más fino sentido de la palabra-. Con la mayor seriedad se enfrentan con el problema del hombre y del destino del hombre.
La mayoría de los escritores rusos del siglo XIX procedían de las clases más altas de la sociedad. Algunos incluso de la que se tenía porélite de esas clases altas, es decir, de los terratenientes.
Ser fuerte terrateniente significaba en esos momentos situarse en el nivel más alto de la jerarquía social. Con tal posición se aseguraban los privilegios de bienestar económico y un ilimitado dominio sobre siervos.
Los escritores rusos del siglo XIX, tan preocupados por la condición humana y por ciertos problemas filosóficos, éticos y religiosos, entendían poco de materias económicas, como les ocurre tantas veces a los que se interesan por las tareas del espíritu. Pero esto no quiere decir que no pensasen nunca en el dinero. Vivían en el mundo de la realidad además del de la imaginación y con frecuencia se daban cuenta de que ellos y sus familias necesitaban casa y comida. De manera que se puede afirmar que la mayoría de los escritores rusos del siglo XIX eran autores profesionales que vivían, al menos en parte, de lo que ganaban escribiendo.
Lo que es un hecho es que estos escritores nunca se desatendieron de la política, ni de los problemas sociales que aquejaban a la población en general. Su interés por las decisiones gubernamentales y las opiniones que llegaron a expresar por estas, provocó que se les considerase a algunos como reaccionarios o conservadores y a otros, radicales.
No se debe olvidar que, en un país como la Rusia zarista del siglo XIX, no existía libertad política plena; la autocracia zarista impedía un desenvolvimiento natural de la sociedad obligándola a ser estrictamente jerárquica; pocos intelectuales eran los llamados a la crítica abierta del régimen zarista. Los literatos, mediante el ejercicio crítico de la literatura, evidenciaban las equivocaciones del régimen autocrático. En ocasiones, muy sutilmente, los intelectuales exhibían que el régimen del Zar, “apestaba ya de puro estancado”, pero muchas veces, al referirlo se encontraban ante la constante amenaza de la censura.
De aquí que en Rusia se considerase al escritor como una especie de “sabio”, un ser con habilidades especiales para resolver los grandes problemas sociales que aquejaban a la Rusia zarista.
Dentro de este contexto, resaltan las obras de Dostoyevski que constituyen un material precioso para el conocimiento de la historia social de la Rusia del siglo XIX.
Las obras de Dostoyevski, no sólo encierran un gran valor literario. A partir de una lectura sistemática también pueden encontrarse las notables diferencias que existen entre los conceptos de nihilismo y terrorismo, así como del populismo.
Concretamente, Dostoyevski no hizo esas definiciones, pero sus textos sugieren hipótesis de observación que, sumadas al análisis histórico de esa época, ayudan al conocimiento histórico y a una mejor definición de los distintos movimientos revolucionarios rusos.
El pensamiento y la actitud de Dostoyevski no es separable de su época. Si alguien quiere interpretar en todo su esplendor la cosmovisión dostoyevskiana, es necesario comprender al siglo que le tocó vivir, es decir, una centuria caracterizada por el abandono de la fe hacia Dios; fenómeno aislado en el siglo XVIII, que se tornó manifestación masiva en el siglo XIX, comenzando en las capas cultas europeas.
En Rusia, Dostoyevski manifestó los peligros a los que se halla expuesta toda cultura terrenal privada de su sustancia religiosa. Pero el punto más importante de su actitud y de su ataque frontal es la forma en que puso al descubierto a los nihilistas de su época. Reveló que su aventura criminal, violenta y patológica no era esencia, sino la consecuencia de una peligrosa situación histórica, que permitió el exuberante crecimiento en todas direcciones de la negación absoluta, del pesimismo sin límite, la impasibilidad y el crimen sin escrúpulo ni contrición.
Cuando Dostoyevski observó la meta última a la que aspiraban los nihilistas: la negación y la destrucción del orden establecido apoyándose en el extremismo del crimen, fue entonces cuando se presentó el dilema para Dostoyevski: ¿capitular o combatir? ¿Combatir la propaganda insistente exclusiva de los «hombres nuevos» o quedarse impávido? extinguiéndose serenamente mirando desencantado cómo se desvanecían ante sus ojos los valores más preciados que conocía.
Pero en esos destructores espirituales y sociales de Rusia que se apoyaban en el extremismo del crimen sin escrúpulo ni contrición y que llamaban a su movimiento nihilismo, Dostoyevski observó una verdadera hipocresía que albergaba en el fondo el apetito voraz por el crimen, la búsqueda de legitimación del asesinato por unos cuantos revoltosos; para el novelista eso era en realidad, un movimiento revoltoso en vez de revolucionario, constituido por un fanatismo destructivo y derrotista.
De acuerdo con Dostoyevski, el nihilismo viene a significar la negación de todo: la idea de Dios, el Estado, la familia, la piedad, la fe. Es tal la negación que habita en algunos seres humanos, que el escritor ruso los llama “desalmados”, precisamente por haber sido creados sin alma. Incapaces de creer siquiera en la bondad o en el amor.
De acuerdo con Dostoyevski, a esa generación de nihilistas, no le interesaba el sentimentalismo romántico de años anteriores, sino la negación práctica, la demolición del Estado ruso y del Dios ruso, el crimen sin conciencia ni arrepentimiento. En una palabra, la revolución. Esta sólo había de existir atacando por todas las formas y por todos los medios a Rusia. Había, sobre todo, que herirle en su fe en Dios y en su concepto del honor; los respectivos puntales de su vida religiosa y política. De aquí que los nihilistas de Demonios, identificaran al Estado con Dios. Combatir a Dios era combatir al Estado ruso; y por eso toda revolución había de empezar por el ateísmo. Destruir el concepto de honor era también herir en su punto vital al feudalismo eslavo. Había que acabar con la fe en Dios –que representaba la Rusia religiosa– y con la fe en el honor, que equivalía a la Rusia caballeresca.
A juicio del novelista, los nihilistas conducían más que el caos a la Rusia zarista, el cataclismo; no eran más que los destructores espirituales de Rusia, los alentadores de la quiebra de valores, de jerarquías, de tradiciones. Eran negadores y destructores rotundos que se apoyaban en el crimen sin circunspección ni arrepentimiento.
Dostoyevski supo muy bien advertirnos de los problemas que enfrentaría Rusia si no se frenaba a la generación del 60 del siglo XIX. En lo que nunca estuvieron a la altura otros escritores de su generación y la mayoría de los filósofos occidentales, fue en comprender el alcance del nihilismo. Éste pasó de Rusia a Occidente.
Y fue en Occidente en donde mostró que a la vida se le otorga un no valor, o un valor de nada.
Con excepciones como Nietzsche o Martín Heidegger, pocos intelectuales pudieron entender la trascendencia del nihilismo. Quizás nadie previó la caída del ser humano durante el siglo XX en el terrible ateísmo y mucho menos en la sacralización del poder político en la construcción de los totalitarismos, peor aún, en las más modernas formas de terrorismo.
BIBLIOGRAFÍA
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