Por: Luis Reed Torres
–XI–
Cuando Lázaro Cárdenas ascendió al poder el primero de diciembre de 1934, la violencia iba cediendo el paso a la tranquilidad, la reconstrucción nacional se había emprendido y el Partido Nacional Revolucionario integraba prácticamente a todas las corrientes políticas, obreras, sociales y militares, lo que suprimió ambiciones personales al margen de lo que empezó a llamarse «la familia revolucionaria» y evitó tentaciones golpistas. Esto fortaleció el poder de Cárdenas y le permitió maniobrar con mayor flexibilidad para conducir una política propia.
Así, en 1935, a instancias del general Francisco J. Múgica, a la sazón Secretario de Economía, se redactó un proyecto de Ley de Expropiación por causa de utilidad pública (o sea la reglamentación del párrafo octavo del artículo 27 constitucional) que entró en vigor en 1936, como aviso de los tiempos por venir. Por otra parte, como quiera que la política seguida por las compañías petroleras dañó siempre de manera grave a los trabajadores mexicanos, éstos se fueron paulatinamente organizando y para 1936 constituyeron un sindicato general bautizado como Sindicato de Trabajadores de la República Mexicana, el cual presentó un proyecto de contrato colectivo de trabajo que, como era de esperar, fue rechazado por las empresas. Los obreros intimaron la huelga y, para evitarla, el gobierno instó a que se realizara una convención obrero-patronal que, a pesar de haber trabajado durante ciento vente días, no llegó a acuerdo alguno.
«Los representantes de las compañías petroleras –consigna un estudio– se oponían a tres puntos fundamentales: a las cláusulas que afectaban la dirección y organización de las actividades de las compañías (como la reducción de puestos de confianza); a las innovaciones de carácter social (indemnizaciones, atención médica, vacaciones, condiciones de trabajo, etcétera), cuyo costo resultaba difícil de calcular; y, por último, al tabulador de salarios, el cual representó la parte más discutida y el mayor obstáculo para que conciliaran trabajadores y patrones» (El Petróleo en México, México, Secretaría del Patrimonio Nacional, 1963, pp. 527-531, citado en Celis Salgado, Lourdes, La Expropiación, en La Expropiación Petrolera, un Debate Nacional, México, Petróleos Mexicanos, 1998, 543 p., pp. 45-46).
Acto seguido estalló una huelga que duró trece días y que fue apoyada por la Confederación de Trabajadores de México (CTM), de Vicente Lombardo Toledano. A los cuatro días de iniciada, los efectos comenzaron a sentirse.
«El petróleo destinado al público empezó a ser objeto de especulación; gran cantidad de petróleo crudo y gasolina se quedó en las terminales de Tampico, Cárdenas, Ébano, Minatitlán y Tierra Blanca; la circulación de automóviles, tanto privados como ‘ruleteros’ y camiones de la ciudad de México empezó a disminuir, y se creó un caos en el transporte público; los trenes eléctricos fueron abarrotados por el público usuario; la Compañía de Tranvías de México, S.A. puso en circulación todos los carros que se encontraban en sus depósitos de Indianilla, sin lograr cubrir la demanda; los precios de alimentos y artículos de primera necesidad sufrieron incrementos por la especulación que se desató como consecuencia de las dificultades para su distribución; comercios e industrias (cuyas maquinarias funcionaban a base de derivados de petróleo), así como las de tejidos de lana y algodón y las de artículos de seda y artisela temían por la paralización de sus actividades; el turismo, afectado también por la escasez de transporte, regresaba a su país o cancelaba su visita» (El Nacional, 30 de mayo de 1937, 1° de junio de 1937, 3 de junio de 1937 y 8 de junio de 1937; Excélsior, 28 de mayo de 1937 y 9 de junio de 1937, citados en Celis Salgado, La Expropiación…, pp. 46-47).
A pesar de la escasez del energético, acrecentada en buena parte por las compañías que buscaban desprestigiar al movimiento obrero, lo cierto es que gran parte del público se solidarizó con las demandas de los trabajadores y aun manifestó su abierta simpatía. Por su parte, el Presidente Cárdenas no actuó contra los huelguistas y, por el contrario, declaró que los obreros ejercían un derecho en su lucha por mejorar sus precarias condiciones de vida, si bien llamó a las partes involucradas en el conflicto para que consideraran lo perjudicial que era para el país lo que estaba sucediendo.
La empresas afirmaban que las exigencias obreras eran muy altas, setenta y cinco millones, y que sólo pagarían trece o catorce. Semejante ofrecimiento fue desde luego rechazado por el sindicato petrolero. A su vez, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje declaró existente la huelga a pesar de las protestas de los patrones.
Empero, a instancias del Presidente Cárdenas que preparaba nuevos planes, se aceptó poner fin a la huelga el 9 de junio de 1937, no sin que antes Eduardo Soto Innes y Carlos G. Flores, máximos líderes del sindicato petrolero, enviaran un documento al Grupo Especial número 7 de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, en el que demandaban a dieciocho empresas –entre ellas Compañía de Petróleo El Águila, S.A., Huasteca Petroleum Company, California Standard Oil Company de México, Compañía Petrolera Agwi, S.A., Mexican Sinclair Petroleum Company, etcétera– el establecimiento de nuevas y mejores condiciones de trabajo, el pago de los salarios correspondientes a los días de huelga y el pago de daños y perjuicios ocasionados al sindicato por el rechazo empresarial a establecer nuevas condiciones laborales.
Inmediatamente después, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje designó una comisión de expertos para que, en un mes, investigara exhaustivamente y dictaminara si las compañías estaban o no en condiciones financieras de satisfacer las demandas obreras. Así, Efraín Buenrostro, subsecretario de Hacienda y Crédito Público; Jesús Silva Herzog, consejero del Secretario de Hacienda, y Mariano Moctezuma, Secretario de Economía Nacional, fueron los principales integrantes de ese cuerpo, quienes contaron con la asesoría de Ezequiel Ordóñez, Joaquín Santaella y Gustavo Baz, por parte de las empresas, y de Juan Gray y José Colomo, por parte del sindicato y del gobierno.
Tras presentar el 3 de agosto de 1937 un informe pormenorizado que cubría prácticamente todo lo referente a la industria petrolera (historia, empresas, producción, consumo, comercio, transportes, precios y salarios, condiciones de trabajo, impuestos y otros importantes rubros), la Comisión de Peritos dictaminó, entre otras cosas, que en las regiones petrolíferas el valor real del salario había descendido drásticamente merced a que el costo de los productos de primera necesidad era superior al de otras regiones del país; que sólo un reducido número de obreros calificados recibía mayor salario que sus compañeros, pero que el mismo sólo ascendía a una tercera parte del que obtenían los trabajadores petroleros de igual categoría en Estados Unidos; que las compañías mentían al declarar el monto de sus ganancias, pues éstas eran muy superiores a las que consignaban en libros; que se valían de métodos de dudosa moralidad para alterar los estados financieros, y que, sin duda ninguna, las compañías habían recuperado desde hacía más de diez años el capital invertido y recibían ahora cuantiosas ganancias con las cuales podían fácilmente cubrir de manera anual veintiséis millones de pesos a los trabajadores petroleros, o sea el doble de lo ofrecido por las empresas.
El informe de la Comisión de Peritos ilustraba que las sucursales en México de Standard Oil y de Royal Dutch obtenían casi un diecisiete por ciento de utilidades en promedio, es decir 77 millones de pesos anuales, mientras en Estados Unidos ganaban menos del dos por ciento; y que en tanto en el país del norte los salarios eran cuatro veces más altos y habían aumentado en nueve por ciento desde 1934, en México el descenso de los mismos era de 23 por ciento. En esa tesitura, las empresas bien podían aplicar aquí alrededor de la mitad de esas enormes utilidades a través del aumento salarial de los trabajadores mexicanos en las cantidades requeridas por el sindicato y que sumaban anualmente 26 millones de pesos. Por lo demás, otra parte de aquellas cuantiosas ganancias podía aplicarse a beneficios sociales de educación, atención médica, viviendas y otros servicios (Zorrilla, Luis G., Historia de las Relaciones Entre México y los Estados Unidos de América, 1800-1958, México, Editorial Porrúa, S.A., Tercera Edición, 1995, Tomo II, pp. 470-471).
En otros puntos medulares, las conclusiones de la Comisión de Peritos establecían que las empresas petroleras no habían favorecido el desarrollo industrial ni la prosperidad económica de México y que, por el contrario, se habían concretado solamente a extraer la riqueza petrolera de acuerdo a los dictados de los países de donde procedían. Asimismo, era evidente su falta de cooperación con las autoridades mexicanas y su sistemática oposición a las leyes y los reglamentos técnicos provenientes del gobierno mexicano. Adicionalmente, se señaló que en la adquisición de concesiones y derechos de explotación, así como en la compra de terrenos o contratación de arrendamientos, las compañías habían operado ilegalmente (Celis Salgado, La Expropación…, p. 51).
Naturalmente, las compañías petroleras pusieron el grito en el cielo y, lejos de atender o comprender las razones aducidas, declararon, primero, cuando se planteó el conflicto de orden económico ante la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, que quedaban sin efecto sus proposiciones anteriores a la huelga en las que concedían aumentos de trece millones de pesos y, segundo, cuando la Junta estudiaba el examen de los peritos, que se rehusarían «a aceptar la decisión de los Tribunales del Trabajo si está concebida en los términos que señalan los peritos nombrados por el gobierno o se nos impone algo más de lo que hemos ofrecido conceder. El siguiente paso tendrá que darlo el gobierno» (El Universal, 11 de noviembre de 1937).
Semejante orgullo retador significaba, ni más ni menos, un acto de abierta rebeldía y una encubierta amenaza revestida de menosprecio y prepotencia…
(Continuará)