Por: Luis Reed Torres
Como se comprenderá, la sociedad mexicana esperaba con ansia el regreso de don Porfirio al poder tras los latrocinios de Manuel González, y en 1885 gozaba de amplia popularidad, reforzada aún más por el recuerdo de su primer buen gobierno de 1877 a 1880. En 1885, don Porfirio estaba recién casado, en segundas nupcias, con la joven Carmen Romero Rubio, hija de don Manuel, un antiguo rival de Díaz, de quien luego sería ministro.
Con cincuenta y cinco años a cuestas, don Porfirio tenía ya ideas fijas sobre los grandes problemas de México: el religioso, el hacendario y la política exterior. Con habilidad fue sorteando todos ellos y el país empezó a surgir de nuevo vigorosamente. En su gabinete de aquel tiempo se pueden citar, entre otros, al ya mencionado Romero Rubio, a don Ignacio Mariscal, a don Pedro Hinojosa, a don Manuel Dublán y a don José Ceballos, este último gobernador del Distrito Federal.
Por lo demás, conocedor de lo delicado que resultaba el asunto religioso a pesar del triunfo absoluto de la República liberal pocos años antes, el General Díaz evitó radicalismos en ese sentido y optó por hacerse el disimulado con las Leyes de Reforma. Esto le dio margen al Presidente para aprovechar el período de paz en la planeación de obras de infraestructura y en la apertura al capital exterior que venía a invertir en ausencia de una industria nacional. De paso le dio igualmente oportunidad de acrecentar su prestigio personal.
(Desde su primera presidencia entre 1877 y 1880, don Porfirio pugnó por una política de reconciliación con los antiguos conservadores y partidarios del Segundo Imperio y así, entre otras medidas, accedió a que regresara al país el General Manuel Ramírez de Arellano, comandante en jefe de la artillería imperial en el Sitio de Querétaro e íntimo amigo del desaparecido General Miguel Miramón, Desafortunadamente para él, Arellano murió en Italia antes de poder embarcarse de vuelta a México; el coronel Pedro González, segundo comandante del Regimiento de la Emperatriz, ascendió a General durante el régimen porfirista, y el teniente coronel Agustín Pradillo, oficial de órdenes de Maximiliano en Querétaro, también llegó más tarde al generalato y fue nombrado Intendente de las Residencias Presidenciales, esto es Palacio Nacional y Castillo de Chapultepec)
De ese modo, con el inicio del segundo período presidencial de don Porfirio, el país empezó a vivir en un fondo de paz y de bonanza material. La vida política intensa propiamente dicha fue dejada de lado paulatinamente y hubo momentos en que desapareció por completo. La vida social, en cambio, cobró un impresionante auge y, dentro de ese apacibilidad, se vivía despacio en el quehacer cotidiano. Los hechos de los que la gente se percataba eran pocos por lo general y nada perturbadores. Era que en 1885 empezaba a reinar lo que más tarde se conocería como «la paz porfiriana».
Por otro lado, a pesar del triunfante liberalismo, la escena familiar era tranquila y cristiana; las diversiones, moderadas pero atrayentes; y la fidelidad y honestidad personales constituían ciertamente la mejor carta de presentación.
En cuanto a la moda femenina, se caracterizó por el talle ajustado, la cintura reducida y el poco pliegue al frente con aumento visible hacia atrás que formaba cola. La complicación en el corte de los vestidos se hacía presente tanto en el talle como en la falda y en la complejidad de los adornos.
Fundado en 1881 y ocupante del edificio que fue del Conde del Valle de Orizaba –conocido como la Casa de los Azulejos–, el Jockey Club era en 1885 obligado centro de reunión del círculo más aristocrático de la ciudad de México. Entre sus iniciadores figuraron el General Pedro Rincón Gallardo, los hermanos José, Manuel y Javier Algara, el General Francisco Z. Mena, don José Manuel Cuevas y Rubio, don Manuel y Pablo Escandón, don Manuel Saavedra y varias personas más.
Asimismo, los socios del Jockey Club acordaron comprar un terreno para edificar un hermoso y amplio hipódromo, y se escogió para tal efecto el de la salida de Peralvillo, entre las calzadas de la Ronda y la Villa de Guadalupe, propiedad a la sazón de la señora Soledad Azcárate de Tavera, quien recibió 7,226 pesos. Los gastos originados en la construcción de tribunas, pistas, pozos, cuadras, etcétera, ascendieron a 62, 660 pesos. Asistían al Hipódromo de Peralvillo distinguidas damas como doña Carmen Romero Rubio de Díaz, Catalina Cuevas de Escandón, Anita Vinet de Romero de Terreros, Juana Rivas de Torres Adalid, Refugio Romero de Terreros de Rincón Gallardo, Luisa Rincón Gallardo de Cortina, María Cañas de Limantour y muchas más.
Y entretanto, ¿qué sucedía en estos años porfiristas en nuestro vecino del norte?
En realidad, 1885 parece haber sido un año tranquilo para Estados Unidos. A principios del mismo Grover Cleveland asumió la presidencia del país y solamente en mayo se registró un incidente interno: resulta que los apaches de la reserva de Arizona, San Carlos, protestaron por ciertas reglamentaciones del gobierno en cuanto a castigos corporales a las mujeres y a la fabricación de un licor de maíz denominado «tiswin». Al parecer, temiendo que hubiese represalias, el indio Jerónimo convenció a 38 guerreros y a muchas mujeres con sus hijos a huir con él a la Sierra Madre, en México. Un año después negociaron un pacto por medio del cual serían llevados a Florida por espacio de dos años. Pero convencidos por un contrabandista que serían asesinados si se rendían, 18 guerreros y 19 mujeres con sus hijos prefirieron escapar. Durante cinco meses Jerónimo y su gente eludieron la persecución militar del General Nelson A. Miles, quien finalmente ordenó la construcción de una compleja red de estaciones hilográficas para rastrear a los indios por medio del código Morse. Al cabo, los indios fueron sometidos.
El 23 de julio de 1885, por otro lado, fallecía de cáncer el General Ulysses Simpson Grant, ex Presidente de Estados Unidos, a la edad de sesenta y tres años. Grant, comandante en jefe de los ejércitos de la Unión durante la guerra civil, recibió los máximo honores y su cadáver fue colocado en el Salón de la ciudad de Nueva York, donde un incontable número de personas desfiló durante noventa y seis horas consecutivas. El General fue sepultado en lo que hoy se conoce como la Tumba de Grant, en Riverside Drive, y junto a su monumento fue plantada una enredadera traída especialmente de la tumba de Napoleón en Santa Elena.
¿Y qué sucedía en otras partes del mundo en ese año de 1885, cuando en México empezaba a asentarse la paz porfiriana? Veamos.
En una rápida sucesión de acontecimientos, en Sudán las fuerzas dirigidas por el rebelde El Mahdi capturaron Kartum y fue muerto el General Charles Gordón, del ejército inglés; Kartum fue liberada dos días después que los británicos abandonaron Sudán y luego sobrevino en esa tierra el dominio derviche.
Por otra parte, fuerzas belgas del rey Leopoldo II se establecían en 1885 en el Congo, en tanto que Alemania convertía en protectorado el norte de Nueva Guinea y ocupaba Tangañika y Zanzíbar en el norte de África. A su vez, los ingleses imponían protectorados en Nigeria, norte de Bechuanalandia y sur de Nueva Guinea.
Como se aprecia con claridad, el conseguir colonias aquí y allá, o por lo menos zonas de influencia, estaba en su apogeo y todo esto desembocaría, tres décadas más tarde, en la Primera Guerra Mundial.
Tres importantes pasos para la humanidad se registraron, a pesar de todo, aquel 1885: Luis Pasteur vacunó por primera vez y con éxito total a un niño contra la rabia; Karl Benz dio a conocer en Alemania un automóvil de tres ruedas; y William Burroughs inventó en Estados Unidos una máquina de sumar.
Un hecho luctuoso acaecido el 22 de mayo ensombreció el año 1885: en París moría Víctor Hugo y sólo quedaba en pie su obra universal. El Senado y la Asamblea de Francia decretaron exequias nacionales para el primero de junio, día en que dos millones de personas se echaron a la calle para acompañar el cortejo fúnebre o para asistir a su paso. De semejante manera entraba a la leyenda un personaje sentido por el hombre de la calle. Novelista palpitante de Los Miserables, gallardo opositor del hombre a quien bautizó como Napoleón el Pequeño, exiliado irreductible y mitad poeta y mitad anarquista, Víctor Hugo pasaba a la inmortalidad.
Todo lo anterior eran, pues, México y el mundo en 1885. A lo que se ve, los mismos problemas, vicios y virtudes. Sin embargo, es indudable que en aquellos tiempos se enfrentaban las cosas quizá con mayor tranquilidad y acaso con más sabiduría. La sociedad, genéricamente hablando, ni estaba corrompida ni pendía sobre su cabeza amenaza alguna de desaparición. Todo se tomaba con más calma, serenidad y paciencia. Hoy, la agitada y convulsionada vida del hombre moderno le hace transitar en veinticuatro horas lo que debería hacer en cuarenta y ocho o en setenta y dos. Y el hombre actual teme. A todos y a todo. Y con justa razón. Sólo lo mantiene alerta su instinto de supervivencia y un afán de no desaparecer sin haber disfrutado algo de todo lo bueno que tiene la vida. Cierto que la moderna tecnología le facilita grandemente al hombre las cosas; pero cierto también que, paradójicamente, ha hecho algo más: le ha aniquilado la necesaria y sana convivencia.