Por: Luis Reed Torres
A medio año de las elecciones generales en México, probablemente las más importantes de nuestra historia en virtud de las agudísimas crisis que padece el país en todos los órdenes, Andrés Manuel López Obrador se siente ya triunfador, incluso de manera holgada, sobre el resto de sus oponentes. Su aire de suficiencia, innegablemente presente en todas sus manifestaciones públicas, refleja la altivez, el desdén y hasta el menosprecio de un individuo que parece regodearse frente a una supuesta pequeñez de sus adversarios. Que su manido discurso, contenido en una oratoria pobre, chata y cuadrada, carezca en verdad de sustancia y hasta de sindéresis, en realidad poco importa para sus enfervorizados seguidores, que más bien parecen una fanática feligresía que no sólo lo absuelve de cualquier señalamiento que se le haga –por más que se halle debidamente fundamentado–, sino que acomete como feroz jauría a todo aquel que ose o pretenda incomodarlo, así sea con el pétalo de una declaración contestataria.
Desde luego, a quien tal se atreva se le señalará con flamígero índice como miembro, cómplice, secuaz, colaborador, compinche, participante, asociado y un sinfín de etcéteras, de «la mafia del poder», aunque en realidad nada tenga qué ver, ni remotamente, con semejante congregación. Simple y llanamente es la manera, de suyo absurda desde luego pero muy efectiva para encender a la masa, de descalificar todo intento de oposición, y que por añadidura tiene la ventaja de ahorrar toda molestia de refutar o debatir con argumentos valederos y sólidos cualquier cuestión de que se trate.
Ignoro si las encuestas que presentan a López Obrador con una considerable ventaja sobre sus adversarios sean confiables o no, pero lo que sí me atrevo no sólo a escribir sino a vaticinar es que si este personaje llega al poder hará todo lo posible por quedarse en él ad infinitum.
Me explico: tras largos años de estar en campaña permanente por la presidencia de la República, resulta imposible convencerse de que, tan sólo seis años después y ya transcurrido su sexenio, el tabasqueño se retire mansa y pacíficamente a su casa, haya hecho o no un buen gobierno. Su admiración confesa –todo está grabado y publicado para quien se tome la molestia de investigarlo– por Fidel Castro y Hugo Chávez, así como por los regímenes de Bolivia –con Evo Morales– y de Nicaragua –con Daniel Ortega– , y la sempiterna solidaridad de su aliado PT con la dictadura norcoreana, me llevan a suponer con bastante fundamento que López Obrador encarna esa tendencia de encaramarse a la cúspide para no bajar de ella jamás. Díganlo si no Fidel Castro y Hugo Chávez, sólo retirados del poder cuando les alcanzó primero una enfermedad y luego la muerte a pesar de que cada uno en su momento prometió entregarlo a su debido tiempo, y que hasta designaron herederos en sus respectivos tronos sin que tal cosa sonrojara a los izquierdistas disfrazados de demócratas; díganlo si no Evo Morales, eternizado en el gobierno boliviano, y Daniel Ortega, igualmente perpetuado en Nicaragua y quien impuso ya a su esposa como segunda al mando de la nación.
En otras palabras, estoy convencido que votar por López Obrador es votar por ese espíritu dictatorial y represor, intolerante a la crítica más mínima y adherido sin interrupción al poder con delirante obsesión.
Se me podrá objetar que semejante escenario no es posible en México porque la Constitución prohíbe la reelección presidencial bajo cualquier circunstancia o modalidad. Respondo: se olvida que en el potencial sexenio de López Obrador habrá elecciones intermedias y en ellas se puede maniobrar, sea o no de forma válida, para que el Presidente obtenga mayoría en el nuevo Congreso, y éste, fiel ejecutor de sus deseos, modifique el artículo 83 constitucional en favor de la reelección (así hizo Evo Morales en Bolivia, por ejemplo); otra manera es como lo realizó Nicolás Maduro en Venezuela, es decir hacer a un lado el Congreso legalmente constituido –opositor a él– e integrar otro por designación, obsecuente con las pretensiones del gobernante. En todo caso, López Obrador puede ampararse en el primer caso en la consabida afirmación de que la soberanía radica esencialmente en el pueblo ¿Y quién representa legalmente a éste? Pues…¡¡los diputados!! Y si los tiene a su favor resulta que es «el pueblo» y no él el que desea que permanezca en su sitial. Impecable, ¿no? De aquí a un previsto desastre económico peor que el actual sólo media un paso si estudiamos con seriedad todas las medidas sugeridas por el candidato de Morena, es decir no a la Reforma Energética, no a la Reforma Educativa (o sea que a la turbulenta CNTE se le devuelva el manejo discrecional de plazas), no al necesario nuevo aeropuerto, dinero a raudales a ninis (que naturalmente saldría de los impuestos que todos pagamos), etcétera.
Por lo demás, a todos aquellos que de alguna u otra forma manifiesten su rechazo a semejante intentona se les motejará ¡¡cómo no!! de huérfanos nostálgicos de la antigua «mafia del poder». Y así quedarán automáticamente descalificados, cuando no censurados y hasta reprimidos.
En fin, este escenario me parece horrendo para mi país y espero de todo corazón que no se vea inmerso en él, pues podría derivar en una tragedia en la que nos faltarían lágrimas para llorarla bastante.
Por último –y antes de que se me lancen a la yugular–, asiento categóricamente que no albergo simpatía ninguna por Meade, Anaya, Margarita, El Bronco y cuantos compiten o compitan contra López Obrador. Estoy cierto que todos éstos son parte de los mismos males que han resquebrajado a México durante ya largo tiempo. Existe un axioma que reza: siempre hay posibilidad de…¡empeorar! Y eso es precisamente –y no otra cosa– lo que estoy afirmando. No sugiero por quién votar, pero sí por quién NO hacerlo.
No cambiemos las tribulaciones de una pulmonía por las desgracias irreparables de un cáncer…