Por: Graciela Cruz Hernández
Anacleto nació en Tepatitlán, Jalisco, el 13 de julio de 1888 era el segundo hijo del matrimonio de Valentín González Sánchez y María Flores Navarro. Tuvo ocho hermanos y tres hermanas.
Inició sus estudios en su pueblo natal como alumno del profesor Heriberto Garza, nacidos en un ambiente familiar y social de extrema pobreza que para subsistir se dedicaron a la fabricación de rebozos, los cuales Anacleto salía a vender en el pueblo y en las cercanas rancherías. Aprendía rápido y tanta era su capacidad para desenvolverse ante el público que el alcalde le encomendaba que amenizara las fiestas patrias en el pueblo. Anacleto era un joven alegre, tenía una fuerte energía de carácter y ya desde su juventud era un líder entre sus amigos, enemigo de los pleitos, era admirado, estimado y respetado por sus grandes cualidades. Tenía un sentido fuerte del honor, de la libertad y de su propia dignidad.
En 1905 un día escuchó a un misionero llegado de la ciudad de Guadalajara, él asistió a la plática del misionero no tanto por la misión sino por la gran afición que tenía por la oratoria y escuchar al misionero era otra oportunidad de aprendizaje para él; pero en los planes de Dios estaba que lo que escuchara Anacleto por medio de ese misionero no sólo aprendería oratoria sino que encausaría su vida para gloria de su Creador, Anacleto sin dejar su amable y alegre carácter se volvió piadoso y reflexivo, se hizo el propósito de asistir cotidianamente a misa, a comulgar con frecuencia, propósito que nunca dejó de cumplir.
Fue tan notorio su cambio de vida entre los años 1905 y 1908 que un sacerdote allegado a su familia, don Narciso Cuellar, le propuso cursar el bachillerato en el Seminario de San Juan de los Lagos. Este mismo sacerdote obtuvo el permiso de la familia y se comprometió a solventar el pago de la pensión de la escuela.
En el seminario estudio religión, historia, latín, griego, filosofía, matemáticas, francés, sociología y astronomía. Estudiaba con tanta determinación, que a los tres meses, podía sostener una conversación en latín con su profesor y al año siguiente ya podía sustituir a algún profesor que por cualquier motivo faltara a su clase. Fue entonces cuando sus compañeros, admirados, le pusieron el sobrenombre del «maistro», que le venía tan bien, y era tan revelador de la personalidad de Anacleto que se le quedó para siempre. «Es insólito e inexplicable humanamente», escribía D. Efraín González Luna, su pariente y testigo de su vida. «Solo una vocación providencial especialísima es la clave de la vida de Anacleto».
Después de cuatro años de permanecer en el seminario de San Juan de los Lagos pasó a estudiar la preparatoria, al de Guadalajara, obteniendo excelentes calificaciones en todos sus exámenes y todos veían en él algo prometedor para la patria. Terminó sus estudios en el seminario y sabiendo que su vocación no era el sacerdocio en 1913 se matriculó en la escuela libre de Leyes de Guadalajara. Para su sustento Anacleto, comenzó a dar clases de Apologética e Historia, en algunos colegios particulares.
El 8 de julio de 1914, Guadalajara fue tomada por las tropas carrancistas del general Álvaro Obregón. Anacleto se quedó sin trabajo y se vio obligado a desempeñar diferentes oficios. Ya muy adelantados sus estudios en leyes, el gobierno decretó que no eran válidos los estudios preparatorios que no se hubieran hecho en los colegios oficiales
En 1916 regresa a Guadalajara y reanuda su profesión de maestro y sus estudios de abogado. En 1922, con gran esfuerzo a sus 34 años se pudo titular en abogado y ese mismo año se casó con María Concepción Guerrero Figueroa, el 17 de noviembre de 1922 en la capilla de la ACJM de Guadalajara, Jal. El matrimonio fue bendecido por el arzobispo Orozco y Jiménez. Él tenía 34 años y su esposa 27.
Fue miembro activo de la Unión de Católicos Mexicanos, llamada simplemente la “U”, de la que llegó a ser director en el estado de Jalisco. La Unión había sido creada por el obispo auxiliar de Morelia, Mons. Luis María Martínez con la finalidad de restaurar el reinado de Cristo en México y combatir la masonería.
El 23 de diciembre de 1924, El gobierno estatal de Jalisco, presidido por J. Guadalupe Zuno, clausuró el seminario de Guadalajara. En oposición a estas agresiones los católicos jaliscienses formaron entonces un Comité de Defensa el 2 de enero de 1925, promovido por Anacleto. Más tarde el Comité se trasformó en la Unión Popular. Sus primero miembros fueron asociados de la ACJM. Los directivos de la agrupación fueron: Anacleto como presidente, Luis Padilla, secretario, y Miguel Gómez Loza, tesorero. Tres futuros Mártires a la cabeza de la Asociación. Muy pronto los miembros activos fueron más de cien mil. A esta agrupación de incorporaron los obispados de Zacatecas, Colima, Tepic y Aguascalientes.
Como reconocimiento de sus servicios a la Iglesia perseguida, en mayo de 1925 el arzobispo de Guadalajara, en nombre de la Santa Sede, entregaba la cruz Pro Ecclesia et Pontifice a González Flores, junto con Miguel Gómez Loza, Maximino Reyes (presidente de la Confederación Nacional Católica del Trabajo) e Ignacio Orozco (su secretario general). Recibieron tal condecoración tras ser liberados de la cárcel.
El 31 de julio de 1926, fue la fecha fijada por Plutarco Elías Calles para que entrara en vigor lo que se denominó Ley Calles; los obispos mexicanos intentaron todos los caminos legales y humanos posibles para evitar aquella legislación persecutoria, pero no fueron escuchados por el Gobierno, entonces, como último recurso, y con la autorización de la Santa Sede, tomaron la decisión de suspender el culto religioso público. El mismo 31 de julio, a la media noche, se cerraron los templos en todo el país.
La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa por esas fechas buscaba por todos los medios pacíficos llegar a un acuerdo con el Gobierno y fue hasta 1927 cuando la Liga apoyo el movimiento armado.
Convencido por fin Anacleto, aceptó el carácter de jefe civil local de la defensa armada. El no iría al campo de batalla, se entregó a organizar, sostener y transmitir las órdenes que recibía del centro, respecto a dicha defensa. Por todas partes surgían levantamientos de los católicos, y en Jalisco.
Anacleto tuvo que vivir prácticamente en la clandestinidad, escondiéndose perseguido y buscado como a un criminal peligroso. Anacleto era considerado el líder principal seglar del movimiento católico en Jalisco.
Para el gobierno dar con él y con sus compañeros y matarlos parecía ser el remedio más eficaz para eliminar el conflicto.
A principios de 1927, La familia Vargas González ofreció su hogar para esconderlo, sabían el riesgo que corrían, pero estaba dispuesta a todo con tal de salvar la vida de aquel hombre entregado por completo a Dios y a la Iglesia.
El 29 de marzo de 1927, por la noche, empezó a escribir un artículo destinado al periodiquito Gladium, que ya no se podrá publicar en él, pero que ha recogido la historia y que expresa ardientemente sus últimos pensamientos.
Poco antes, a las dos de la mañana, mientras Anacleto todavía escribía tocan fuertemente a la puerta de la farmacia que daba al exterior en la casa del Dr. Vargas, entran en tropel, al ruido del tumulto, Anacleto despierta y trata de escapar, pero la casa está rodeada ¡Imposible escapar! Lo encuentran y le preguntan por el arzobispo Orozco y Jiménez, les dice no saber nada.
Anacleto, fue llevado a la inspección y después al cuartel Colorado. Anacleto no podía negar su participación en la epopeya Cristera, porque los verdugos tenían en su poder las pruebas de ellos: ni era Anacleto hombre que eludiera la responsabilidad de sus actos. La asumió plenamente, en lo que se refería a su actuación Cristera desde la ciudad, pero no dijo nada de lo que se le pedía en materia de denuncias. Entonces comenzó la tortura. Del mismo modo maltrataban a Padilla y a los hermanos Vargas, Luis y los Vargas vencidos por el dolor, parecían flaquear; pero Anacleto los sostiene, y pide morir a él el último, con el fin de confortar a sus compañeros.
Al oír la sentencia, Anacleto respondió con estas recias palabras: «Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto desde el cielo el triunfo de la religión de mi Patria».
Eran las 3 de la tarde del viernes primero de abril de 1927. Diez mil personas acompañaron a Anacleto hasta su sepultura.
En abril de 1947, al cumplirse veinte años de su muerte, los restos de Anacleto González Flores fueros trasladados del panteón de Mezquitán al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, junto con los restos de su amigo Miguel Gómez Loza.
Sobre su lápida se encuentran esculpidas las palabras: “Verbo, vita et sanguine docuit”. (Enseñó con la palabra, con la vida y con la sangre).
El 28 de julio de 1994 el comité diocesano de la ACJM de Guadalajara postuló a Anacleto y compañero mártires para iniciar su proceso de canonización ante el arzobispo de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez, quien respondió afirmativamente el 12 de septiembre del mismo año, se nombró como postulador a Ramiro Valdés Sánchez. El proceso quedó abierto el 15 de octubre de 1994 y se terminó la etapa diocesana el 17 de septiembre de 1997.
Anacleto González Flores fue beatificado el 20 de noviembre del 2005 junto con otros compañeros de lucha y aunque su canonización está en trámite, sabemos que sólo es eso, un trámite pues tan singular hombre, orgullo de nuestra identidad nacional mexicana, se ganó el cielo con la palma del martirio y ya está santificado y canonizado en el corazón de todo católico mexicano que se precie de serlo. ¡VIVA CRISTO REY!