Por: Graciela Cruz Hernández
Nació el 6 de julio de 1845 en el seno de una familia humilde en la ciudad de México, su nombre completo era: María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirina Efrena Peralta Castera, nombre muy extenso como extensa ha sido su memoria y bien lograda fama.
A pesar de sus limitaciones económicas sus padres supieron ver en su hija un futuro muy prometedor y lograron darle buena educación, ayudándole de manera especial a desarrollar su talento artístico.
Ya a los ocho años, su primera oportunidad fue cuando cantó en público La Cavatina de Donizetti. Posteriormente estudió en el Conservatorio Nacional de Música y a los 14 años el 18 de julio de 1859 en una función de beneficencia, debutó oficialmente participando con el papel de Leonor en la ópera El Trovador, de Verdi, en el Teatro Nacional de la ciudad de México. El público fascinado le dio una gran ovación. Los periódicos de la época describen su voz como extensa y homogénea y de timbre delicado y simpático.
En los años subsecuentes Ángela continuó sus estudios de canto con el maestro Agustín Balderas, y de piano y composición con Cenobio Paniagua. También se convirtió en una ejecutante ejemplar del arpa. Esta elevada preparación se hizo evidente cuando tiempo después, Ángela también compuso unas bellas melodías.
Le gustaba la poesía, aprendió a tocar el piano, incluso a los quince años ya hablaba francés e italiano y tenía un gran conocimiento de la historia de México, historia universal y geografía.
Los años dedicados a su educación mostraban con gran fuerza lo que estaba por venir. De hecho, a raíz de ese éxito rotundo y de los constantes comentarios al respecto, su padre, don Manuel Peralta, decidió finalmente establecerse en Italia con su hija y su maestro, Agustín Balderas. Y luego de no pocas dificultades, hacia allá partieron en 1861, según relata el hermano de Ángela, Manuel Peralta y Castera.
El crítico, quien firma como J. Equino, en una revista de Cádiz el 7 de abril de 1861 la describe como una niña que, no teniendo más de 16 años, posee una voz maravillosa y que apenas habiéndole escuchado unas cuantas piezas en Cádiz como el aria de La Sonámbula, de Bellini, entre otras, había sido
“…Muy bastantes para poder juzgar de su admirable voz y de la prodigiosa flexibilidad de su garganta que supera a cuanto puede idearse… Su voz de pecho nos ha parecido que puede ir sin fatiga hasta el re natural y aún más arriba todavía, en cuanto a los puntos superiores flauteados no nos atrevemos a decir a donde alcanza por temor de que se nos trate de visionarios… -que lo fueron- …pero lo que más importa todavía es que esta voz, sumamente igual, sin registros dobles y triples, es de una fuerza y al mismo tiempo de unas manera extremada, de una afinación exquisita y de una flexibilidad tal y de una facilidad de ejecución tan portentosa que puede desafiar sin temor alguno a las más afamadas.”
Equino escribió su reseña con la naturalidad con que escribía todas las de espectáculos, sin saber que estaba bautizando a la figura femenina del medio artístico más importante del México del siglo XIX: “Desde ahora le predecimos que su nombre no será conocido, porque por donde quiera que vaya no lo conocerán por otro que por el de Ruiseñor Mexicano”.
Después fue a Italia y en 1862 actuó en “Lucía de Lammermoor” ante el más difícil de todos los públicos, el de la Scala de Milán. Su triunfo fue rotundo. Y esto le valió para ser invitada a cantar en una representación de “La Sonámbula” de Bellini ante sus majestades Víctor Manuel II y su esposa, la interpretación fue tan aclamada, que Ángela tuvo que salir muchísimas veces a agradecer a su público las ovaciones otorgadas.
El público de aquella noche estaba lleno de autoridades políticas, artísticas y periodísticas que prontamente alabaron la magnífica voz de la soprano mexicana. Después de Turín y la corte del rey Víctor Manuel II, le siguieron contratos para presentarse en Roma, Florencia, Bolonia, Lisboa y El Cairo.
Todas las ciudades italianas durante las temporadas de ópera entre 1863 y 1864, la hicieron figura indispensable; algo que raramente sucedía, salvo con grandes excepciones, como es el caso de Ángela Peralta. Sus notas se escucharon en Turín, en España, Lisboa, Bolonia, en Alejandría, en Reggio, Pisa, Bérgamo, la tierra del gran Donizetti y donde el hijo de éste, llorando, le dijo a Peralta que lamentaba la muerte de su padre pues no había tenido oportunidad de escuchar a la mejor intérprete de su divina ópera.
En todos los lugares donde se presentaba se daba cuenta de su éxito rotundo: el Corriere di Torino, Revista de Cádiz, Correspondenza di Bergamo, L’Arpa di Bologna, el Diario de la Marina y el Teatro de Tacón, en La Habana; The Daily Tribune y L’Unione en Nueva York, entre muchas otras publicaciones.
Pero no sólo Europa la solicitaba, sino que también su misma patria. El emperador Maximiliano de Habsburgo, le hizo una cordial invitación para que volviera a México como figura primerísima del Teatro Imperial Mexicano. El 20 de noviembre de 1865 la ciudad de México se vuelca para recibirla. Actores de la academia de Bellas Artes, estudiantes del Colegio de San Carlos, intelectuales, artistas, gobernantes, gente en general y, lógicamente, su familia, le dieron la bienvenida después de un intenso y fructífero viaje en el que cosechó muchos de sus más grandes triunfos. La estela de triunfo que traía la soprano era grandiosa, de tal forma que en su primera función de beneficio en la Ciudad de México, el emperador austriaco debía asistir, pero otros asuntos se lo impidieron, por lo que le envió una carta que leyó el Primer Secretario de Ceremonias del Imperio, don Celestino Negrete, y cuyo contenido cubría aún más de gloria a la artista, pues además de que Maximiliano le ofrecía encarecidas disculpas por no poder asistir a dicho concierto, le obsequiaba en recuerdo de esa fecha un aderezo de brillantes y le otorgaba el nombramiento de Cantarina de Cámara.
Eso era un gesto común, pues al final de cada función, los organizadores acostumbraban regalar a la artista piezas de orfebrería labradas en oro o plata y con incrustaciones de piedras preciosas, entre otros objetos. Aunque a algunos liberales de la época no les gustó que aceptara ese detalle del emperador Maximiliano, no parece que este hecho haya afectado de ninguna manera la brillante carrera con la que volvía triunfante de Europa y cuya fama y aceptación creció también por las expresiones de generosidad que caracterizaron a la joven artista que organizaba actos benéficos para reunir fondos para los pobres; y sumado a esto, recorrió cuanto pueblo quedara a su paso itinerante, para complacer y deleitar con su bella voz a todo cuanto quisiera escucharle.
Aunque se le esperaba en todo el país con entusiasmo, no era posible que realizara giras largas, dada la situación política que se vivía en ese momento; sin embargo, esto no impidió que efectuara giras breves. La primera la hizo a Puebla. En abril de 1866 comenzó a viajar por el interior de la República. Antes de partir para Puebla, el 20 de abril se casó con su primo Eugenio Castera. De este matrimonio se sabe poco, salvo que ella sufrió malos tratos por parte de él y que Eugenio perdió la razón y tuvo que ser internado en un hospital psiquiátrico.
Continuó sus estudios y exitosas presentaciones en diversos escenarios mexicanos, volviendo posteriormente a Europa donde duró cuatro años y medio en su exitosa carrera.
Su versatilidad la convirtió también en compositora y quienes la conocieron cuentan que algunas de sus canciones nacían de su triste matrimonio, de tal forma que ni fama ni fortuna la consolaban. Algunas de estas piezas de su autoría fueron publicadas en 1875 bajo el título Álbum Musical de Ángela Peralta. Contiene 19 composiciones que van desde la mazurka, los valses, las polkas, las danzas, las romanzas o los chotís: Né m’oublie pas, Pensando en ti, Nostalgia, Io t’amero, Eugenio, Margarita, Un recuerdo a mi patria, Adiós a México, El deseo, Sara, México, Ilusión, María, Retour y Loin de toi, entre otras.
Los siguientes años de su vida los pasó entre Europa y México. Parecía que nada podía frenar su brillante trayectoria. Pero en 1883, después de una gira por Monterrey, Saltillo y Durango llegó a Mazatlán. El ayuntamiento del puerto, al saber de la llegada del “Ruiseñor Mexicano”, aprobó los gastos que fueran necesarios para recibirla dignamente. Se alquiló el teatro Rubio para hospedarla, se engalanó el muelle y se le recibió con el himno nacional. Ángela fue llevada en un hermoso carruaje hasta el hotel, aclamada a su paso por una gran multitud. Ella salió al balcón y saludo al pueblo, que se agrupaba al frente del edificio. Aquello parecía la antesala de un gran triunfo, ya que a Peralta la acompañaban 80 artistas, en su mayoría italianos.
Un poco antes de la llegada de Peralta a Mazatlán, las autoridades cometieron un grave error. En uno de los barcos llegados al puerto murió un norteamericano portador de fiebre amarilla. Las autoridades conocieron el caso, y aun así permitieron que el cadáver fuera bajado y sepultado en el panteón local. Esto originó una gran epidemia que rápidamente se propagó por el puerto.
El 23 de agosto se realizó la primera presentación de “El trovador”, más el público fue escaso, pues se dice que en esos días no había prácticamente ninguna familia que no tuviera a alguno de sus miembros enfermo. Nadie quería salir y mucho menos ir a lugares de reunión. El puerto se convirtió en un lugar desolado y las familias adineradas huían del lugar. De los 80 miembros que formaban la compañía de ópera, tan sólo 6 lograron sobrevivir. Entre los muertos estaban tanto el director de escena como uno de los maestros del grupo y Ángela Peralta también fue una de las víctimas. Su última voluntad fue casarse y así fue in articulo mortis en su lecho de muerte con don Julián Montiel y Duarte, quien era poeta, compositor, mentor y enamorado de Ángela. El día de su muerte fue el 30 de agosto de 1883.
Fue inhumada con el traje de La Sonámbula, una de sus óperas predilectas.
El periodista don Rafael Martínez, gestionó durante años, que los restos de Ángela Peralta fueran trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres de la Ciudad de México, por fin lo consiguió. El 11 de abril de 1937 fueron inhumados los restos de Ángela Peralta. A su llegada a la Ciudad de México, durante varios días se le tributaron honores, primero en el Conservatorio Nacional de Música, en donde se les puso la capilla ardiente, después en el Palacio de las Bellas Artes de donde se trasladaron para conducirlos al Panteón Civil, el 23 del mismo mes de abril. Sus restos ahora en la Rotonda de los Hombres Ilustres reposan junto a grandes hombres y mujeres de México.
Ahora, formando parte del coro de los ángeles canta nuestro Ruiseñor Mexicano, Ángela Peralta, quien supo llevar orgullosa y mundialmente nuestra Identidad Nacional Mexicana.