Por: JORGE ÁVILA FUENTES
Con motivo de la reciente publicación en este mismo espacio de dos artículos de mi autoría sobre la conjuración de Martín Cortés entre 1563 y 1566, que pudo derivar en la independencia de la Nueva España mediante la coronación como rey de México del hijo del Conquistador, algunos amigos tuvieron a bien solicitarme la ampliación de algunos conceptos, así sea de manera sucinta, sobre el significado y trascendencia de la hispanidad. Con gusto cumplimento aquí sus deseos y entro rápidamente en materia, sin que el siguiente texto signifique, ni por asomo, agotar un tema de amplísimo estudio y sesudas consideraciones del que diversos escritores se han ocupado con amplitud y extraordinaria sapiencia.
Veamos:
Independientemente de la arriesgada travesía de Cristóbal Colón, culminada el 12 de octubre de 1492, constituye un acto de estricta justicia histórica reconocerle a España el mérito indiscutible del Descubrimiento. Obrar y pensar en contrario significa atentar contra nuestros propios orígenes.
No hay futuro sin tradición, e Hispanoamérica se conformó con base en las premisas esenciales de la tradición ibérica que es católica, romana y griega, la misma que estaba viva en la conciencia descubridora del Nuevo Mundo y de donde parte hacia el futuro.
El Descubrimiento revolucionó el devenir histórico de la humanidad, y Colón, al irrumpir en este continente con tres frágiles carabelas –si bien se considera más bien una nao a la Santa María–, provocó un cambio radical en la concepción geográfica, política, económica, social, religiosa, étnica y moral que hasta entonces imperaba. Desconocer esto o, peor aún, vituperarlo, implica un aborrecimiento irracional a la esencia misma de nuestro ser.
No es posible regatearle a España que se haya convertido en el crisol de la civilización en nuestra América, por más que se pretendan realizar interpretaciones dolosas basadas en hechos falsos como la famosa Leyenda Negra –bautizada así por don Julián Juderías desde 1912 y refutada puntualmente por él mismo en una obra del mismo nombre que todo mundo debería leer–, cuyo origen se encuentra en las naciones enemigas de España, y cuyas conquistas en África y en Asia, por ejemplo, se caracterizaron, esas sí, por rapaces y sanguinarias de inimaginable amplitud.
Si se violentan o se inventan hechos, la historia se convierte entonces en un arma de facciosos que desde luego no actúan con seriedad académica ni mucho menos con buena fe. Así operan quienes pretenden desprestigiar y adulterar la magna empresa del Descubrimiento. Su propósito consiste en que rechacemos y perdamos paulatinamente la conciencia de nuestra simiente racial y religiosa y nos convirtamos en presas fáciles de enemigos de nuestra esencia. No lo permitamos ni caigamos en esa dañina, siniestra y mortal trampa.
La hazaña de Colón y de sus patrocinadores, así como del puñado de intrépidos hombres que le acompañaron, representa una de las mayores epopeyas de la Historia Universal, y ante esto no hay calumnia que perdure ni injuria que prevalezca. Los hechos, hechos son y nada ni nadie podrá jamás modificarlos.
Iberoamérica no es el audaz descubridor y conquistador español que se aventuró por tierras ignotas armado de la cruz y de la espada, aunque mucho de él subsista; tampoco lo es únicamente el aguerrido combatiente indio de hondas, arcos y flechas, aunque mucho de él perdure. Iberoamérica es, a querer o no, la síntesis o simbiosis de ambos.
Enaltecer exclusivamente a los descubridores y conquistadores en detrimento de sus adversarios, muchas veces valerosos, es cortar de tajo la esencia del ser iberoamericano; ensalzar desproporcionadamente al mundo indígena, en desdén o profundo desprecio de los no menos valientes europeos, equivale igualmente a cercenar bárbaramente la mitad del porcentaje de nuestro ser continental.
Iberoamérica, como la conocemos ahora, es la conjunción, el amalgamamiento de ambas sangres, con las virtudes y defectos inherentes a las mismas. Del español heredamos la lengua, la religión, el gusto por la vida –el llamado ocio andaluz–, la «chispa», la fanfarronería manifestada en ocasiones y mil etcéteras; del indio adquirimos la serena reflexión, el gusto exquisito en diversas manifestaciones de arte, la adustez en veces del gesto, lo fatalista en ciertos momentos e igualmente mil etcéteras.
Finalmente, ni descubridores y conquistadores españoles, ni indios descubiertos y conquistados fueron santos en modo alguno. Ambos cultivaron virtudes y ambos revelaron defectos. Y esto tanto en la paz como en la guerra.
En síntesis, la visión maniquea del descubridor y conquistador malo y la del indio bueno ha causado grave daño, particularmente en México, y eso nos ha impedido consolidar la identidad nacional. Esto, huelga decirlo, debe cesar lo más rápidamente posible. México –e Iberoamérica toda– es el crisol donde se fundieron dos razas para dar nacimiento a una tercera, a una nueva nacionalidad que heredó virtudes y defectos de ambas, como queda dicho. El día que se arribe a esta amplia y precisa concepción, en la plenitud de la cultura mexicana e iberoamericana, dejaremos de autodenigrarnos y de sentirnos ofendidos cuando nos ocupemos de indios y españoles.
Y un paso importante para esto es, sin duda, celebrar siempre, en todo lo alto, el Día de la Hispanidad, pésele a quien le pese…