–I–
Por: JORGE ÁVILA FUENTES
Si hace algún tiempo me ocupé de la postrera ofensiva alemana en el frente occidental durante la Segunda Guerra Mundial –la famosa Batalla de las Ardenas–, hoy vuelvo sobre el tema al cumplirse el pasado diciembre 76 años de aquel acontecimiento, con nuevos datos y revelaciones –y desde luego algunas repeticiones inevitables– que redondean una visión panorámica sobre el suceso histórico citado, tanto más cuanto que el mismo pudo dar un inesperado vuelco al curso de aquella conflagración que abarcó prácticamente a todo el orbe.
Entro pues en materia.
Cuando corrían los últimos meses de la guerra en Europa, las tropas alemanas retrocedían en todos los frentes y el colapso del Tercer Reich parecía inminente. El arrollador avance soviético en el este y el no menos poderoso martillo angloamericano en el oeste empezaban a constreñir a Alemania a sus fronteras de 1939. La férrea voluntad de resistir no bastaba para detener al enemigo y todo parecía a punto de desplomarse como un castillo de naipes.
Empero, cuando todo se hallaba tranquilo en el frente occidental y los estadunidenses avanzaban desde Francia rumbo a la frontera alemana y machacaban las débiles líneas germanas, que iban cediendo paulatinamente, ocurrió lo increíble: al despuntar el alba del 16 de diciembre de 1944 los remanentes de veinticuatro divisiones alemanas (aproximadamente 360 mil combatientes) lanzaron una vertiginosa contraofensiva sobre los sorprendidos yanquis. Apoyados por ochocientos tanques, muchos de ellos gigantescos Königstiger (tigre real) de 70 toneladas de peso y revestidos de grueso y especial calibre que hacía rebotar los proyectiles enemigos cuando eran alcanzados, los alemanes perforaron el frente aliado en más de cien kilómetros y las bajas estadunidenses se multiplicaron aceleradamente (Según el minucioso estudio del historiador sueco Christer Bergström, ascendieron a cien mil aproximadamente, con la pérdida adicional de 2,000 vehículos blindados. Ardenas, La Batalla, Barcelona, Pasado y Presente, 2015, 803 p., pp. 640-645. Esta obra constituye, sin la menor duda, la más detallada, profunda y equilibrada de cuantas se han escrito sobre aquel acontecimiento).
Era la operación «Centinela del Rhin» que, comandada en jefe por el Generalfeldmarschall (Mariscal de Campo) Gerd von Rundstedt, a partir de una estrategia diseñada por el propio Adolf Hitler, pretendía avanzar hacia el norte, cercar a la mitad de las tropas norteamericanas, británicas y canadienses, y apoderarse del puerto belga de Amberes y de los vastos depósitos de abastecimiento aliados. Para lograr semejante objetivo, era indispensable controlar los puentes del río Mosa para que por ellos pasaran los panzer. El obstáculo parecía insalvable.
El ataque alemán se dividía en tres partes, cada una asignada a un ejército: el 6° panzer SS al mando del SS Oberstgruppenführer (Coronel General) Sepp Dietrich; el 5° panzer a cargo del General der Panzertruppe (General de Tanques) Barón Hasso von Manteuffel, y el 7° y más débil de los tres con sólo una división motorizada en sus efectivos, bajo la responsabilidad del también General der Panzertruppe Erich Branderberger.
Ahora bien, amén de los propósitos puramente militares buscados en el ataque, Hitler albergaba la esperanza, tantas veces externada, de que una sorpresiva y contundente victoria en el frente occidental quebrara de algún modo la alianza antinatural del oeste con la URSS. Así se lo hizo saber en privado al General Von Manteuffel y luego repitió la misma idea en una junta ante los comandantes de unidad el 11 y 12 de diciembre.
«El desplazamiento del centro de gravedad al escenario bélico occidental –refiere Von Manteuffel– ofrecía a su entender la posibilidad de asestar un poderoso mazazo a los aliados occidentales antes de que cruzaran el Rhin, o incluso después, pues tenía la absoluta convicción de que el enemigo concentraba sus esfuerzos para la ofensiva en dirección de ese río. ‘Jamás se dio en la Historia Universal (dijo Hitler) el caso de una coalición como la de nuestros adversarios, con participación de elementos tan heterogéneos y de objetivos tan contradictorios y distantes entre sí. Por un lado, los estados ultracapitalistas; por el otro, los ultramarxistas. Por una parte, un imperio mundial agonizante, Inglaterra; por la otra, una colonia que aspira anhelante a la sucesión, los Estados Unidos de América. La Rusia soviética codicia los Balcanes, el estrecho de los Dardanelos, Irán y el Golfo Pérsico. Gran Bretaña lucha por retener unas posesiones depredadas a otros y fortalecer su posición en el Mediterráneo. Hoy día esos Estados comienzan ya a mirarse con recelo unos a otros; su antagonismo aumenta de hora en hora a la vista de todos. No sería de extrañar pues que ese frente común tan artificial se desplomara de súbito con monumental estruendo si Alemania pudiera asestar en este instante un par de golpes bien aplicados. En definitiva, las guerras sólo se resuelven cuando uno u otro campo admite su incapacidad para lograr la victoria’ » (Von Manteuffel, Hasso, General Barón, La Batalla de las Ardenas, 1944-1945, en Jacobsen H. A. y Rohwer J., Batallas Cruciales de la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Plaza y Janés Editores, S.A., 1964, 746 p., p. 697).
Tales eran los móviles políticos que corrían paralelamente al lenguaje de las armas en la ofensiva de las Ardenas…
Una vez estabilizado el frente occidental, Hitler podría retirar varias unidades y enviarlas a los lugares más amenazados por el Ejército Rojo en el frente oriental. «Atribuía gran valor –dice Von Manteuffel– a los efectos psicológicos de esa acción guerrera en el mando, la patria y el frente, e incluso en la opinión pública de los países aliados y sus ejércitos. Esperaba confiado ‘la debilitación psicológica, acusada y duradera, de las potencias occidentales’, y presumía que de esa forma se frustrarían las esperanzas de los enemigos en la victoria total. No sólo se disuadiría al adversario de sus pretensiones a la ‘rendición incondicional’, sino que también se le induciría a seguir la vía del entendimiento pacífico» (Ibidem, p. 698).
Por lo demás, ya iniciada la fulgurante ofensiva, aparecieron de pronto en las filas yanquis decenas de comandos alemanes que, enfundados en uniforme estadunidense (aunque debajo conservaban el propio), desarticularon o cambiaron los letreros de señalización de las carreteras, giraron órdenes que confundieron a no pocas unidades y guiaron a la artillería alemana para que realizara fuego preciso sobre determinados blancos. Los comandos infiltrados hablaban perfecto inglés y aumentaron así la desorientación del enemigo.
Lo extraordinario de este asunto no era, sin embargo, el ataque alemán en sí, sino el grave error del mando estadunidense que, virtualmente conociendo de antemano que podría producirse en cualquier momento, contempló con desdén los preparativos del enemigo y no sólo puso así en grave peligro el avance aliado, sino que de hecho propició la muerte de varios miles de sus soldados que confiadamente consideraban ya como un paseo la penetración en Alemania.
En efecto, cuando menos dos semanas antes del ataque, los servicios aliados de información recibieron noticias de la eventual concentración de tropas alemanas en la región donde a la postre se registró la ofensiva, pero nada se hizo por advertir a quienes integraban la vanguardia. Quizá se pensó que abrigar temores en tal sentido resultaba infundado, pues los germanos retrocedían lenta pero inexorablemente, y no se auguraba que estuviesen en condiciones de montar una contraofensiva.
Aún más: los norteamericanos habían interceptado un mensaje ciertamente extraño y revelador de que algo se tramaba del lado alemán, pero también fue soslayado. Tal comunicación decía lo siguiente:
«Muy secreto: A los comandantes de división y de cuerpos: se necesitan oficiales y hombres que hablen inglés, para misión especial. Los voluntarios seleccionados se unirán bajo el mando del teniente coronel Otto Skorzeny, a cuyo cuartel general, en Friedenthal, deberán hacerse las inscripciones (…) Keitel» (Hirsch, Phil, recopilador, Generales en Combate, México, Editorial Diana, S.A., 1967, 164 p., p. 127).
A pesar, pues, de estar firmado este mensaje por el Mariscal de Campo Wilhelm Keitel, jefe del Alto Mando del OKW (Oberkommando der Werhmacht, la inteligencia aliada no tomó providencia alguna y lo ignoró olímpicamente.