–II–
Por: JORGE ÁVILA FUENTES
Continúo aquí el relato de la ofensiva de las Ardenas, último embate alemán en el frente occidental, así como su inicial éxito debido al desdén con que fue contemplado el ataque por los aliados, y luego su fracaso final en virtud de la ingente superioridad material de los enemigos de Alemania.
«Se ha escrito mucho –escribe sobre el particular el historiador estadunidense John Toland– acerca del error de los Servicios de Información norteamericanos al no prever la batalla. El sistema norteamericano, primitivo e inocente, basado en gran parte en procedimientos empleados por los Pinkerton de la Guerra Civil, no se puede culpar; el sofisticado sistema británico fue igualmente ciego. La culpa no debió recaer en Hodges, Bradley y Eisenhower, ni en los arquitectos de la estrategia, Roosevelt y Churchill. Todo el mundo aliado debió compartir la vergüenza. La noche del 15 de diciembre de 1944, se respiraba un ambiente de complacencia, optimismo e ilusión.
«Había muchos hechos aislados –prosigue– que presagiaban la operación ‘Centinela del Rhin’, pero no se ajustaban a ninguna imagen justificativa. La premisa básica de que los alemanes fueran capaces de montar una ofensiva total no era aceptada por ninguno de los hombres con autoridad. Lo que condujo a los aliados al borde del desastre en las Ardenas no fue tanto un fracaso de la Información como uno de la imaginación»(Toland, John, La Batalla de las Ardenas, Barcelona, Editorial Bruguera, S.A., 1970, 349 p., p. 344. Énfasis de Jorge Ávila Fuentes).
Por otra parte, quien comandaba las unidades especiales alemanas que se infiltraron a la postre en las filas yanquis (de las que ya hice mención en la entrega anterior) era, como indicaba la comunicación de Keitel, el SS Obersturmbannführer (teniente coronel) Otto Skorzeny (había recién ascendido a ese grado tras una atrevida misión en la que, sin disparar un tiro, impidió la defección de Hungría en octubre de ese 1944, al apoderarse del hijo del regente Horthy y enviarlo a Alemania. Se instauró entonces un nuevo gobierno encabezado por Ferenc Szalazi, acérrimo antibolchevique), quien había cobrado fama mundial por haber liberado a Benito Mussolini el 12 de septiembre de 1943, en el Gran Sasso, elevación montañosa donde se hallaba cautivo y a punto de ser entregado a los aliados.
A su regreso de Hungría, a poco menos de dos meses del inicio de la ofensiva de las Ardenas, Skorzeny había sido convocado al Cuartel General del Führer, en Rastenburg, Prusia Oriental. Sobre tal encuentro, el comando austriaco refiere lo siguiente:
«Quédese, Skorzeny –le dijo Hitler–. Hoy he de darle el encargo quizá más importante de su vida. Hasta ahora sólo pocas personas conocen los preparativos de un plan secreto en el que usted debe tener un papel importante. Alemania lanza en diciembre una gran ofensiva, decisiva para la ulterior suerte del país.
«Durante cerca de una hora Hitler me explicó hasta los menores detalles del proyecto y las ideas fundamentales de esta última ofensiva en el oeste (…) Durante los últimos meses el mando alemán había sido obligado a considerar únicamente planes para rechazar y bloquear al contrincante. Había sido una época de ininterrumpidos contratiempos, de continuas pérdidas de terreno en el frente del este y del oeste. La propaganda contraria, sobre todo la de los aliados occidentales, era unánime en presentar a Alemania como un ´cadáver pestilente´, cuya eliminación era sólo cuestión de semanas, hallándose exclusivamente en manos de los aliados la posibilidad de elegir el momento de la liquidación definitiva.
«No aciertan a ver que Alemania lucha por Europa para bloquear a Asia el camino hacia el Occidente, exclamó Hitler sumamente excitado. La población de Inglaterra y América está cansada de la guerra, continuó. Si algún día Alemania, considerada como muerta, vuelve a levantarse; si el aparente cadáver alemán vuelve a batallar en el oeste, se puede suponer que los aliados occidentales, bajo la presión de su opinión pública y en vista de su propaganda, reconocida como falsa, estarán dispuestos a una paz por separado con Alemania. Pero entonces, ¿se podrían trasladar todas las divisiones y ejércitos para la lucha al frente del este e imposibilitar para siempre la amenaza de Europa desde el este? Esta es la tarea histórica de Alemania: formar la barrera de protección contra Asia, que desde hace más de mil años cumplen fielmente los alemanes» (Skorzeny, Otto, Luchamos y Perdimos, Barcelona, Ediciones Acervo, Tercera Edición, 1979, 328 p., pp. 120-121. Énfasis de JAF. Este volumen es la segunda parte de la autobiografía del libertador de Mussolini).
Como se aprecia claramente, la exposición de Hitler a Skorzeny era esencialmente la misma a la que alude el general Von Manteuffel, citado en la primera entrega de esta serie. Una y otra vez, el Führer supuso que era inminente la ruptura de la coalición capitalista-bolchevique. En eso, ciertamente, se hallaba en un gran error…
Alemania necesitaba pues, si no deshacerse totalmente de los aliados occidentales, sí por lo menos distraerlos al menos el tiempo suficiente para frenar el avance soviético y, sobre todo, para producir mayor número de bombas V-1 y V-2, así como aviones de chorro y submarinos de nuevo tipo, para dar una espectacular voltereta a la situación y alzarse finalmente con la victoria.
Así, ese 20 de octubre la tarea de Skorzeny quedó claramente especificada: escogería de entre todas las armas una tropa especial de poco más de dos mil soldados que supieran hablar inglés, los vestiría con uniformes yanquis y los enviaría para actuar como espías, saboteadores y agentes de desmoralización. Se apoderarían de los puentes del río Mosa y los retendrían hasta que pasaran los panzer. Además, ante la aguda escasez de víveres, gasolina y municiones, se confiaría a los comandos –bautizados como «greifers» (pinzas o garras, en alemán) — surtirse en los arsenales aliados que fueran capturando.
En Friedenthal (norte de Berlín) empezó Skorzeny aceleradamente a entrenar a sus hombres. Los familiarizó con las armas, los grados y demás características del ejército estadunidense. Les prohibió que fueran demasiado marciales y que se cuadraran tan rígidamente al paso de un oficial, además de indicarles que evitaran chocar los talones. Les enseñó a abrir cajetillas de cigarrillos americanos con una sola mano, así como el caló yanqui. Y les dotó de tarjetas de identificación, dólares y hasta cartas y retratos decomisados a prisioneros. Tal era la Operación Greif (nombre dado también a un animal fabuloso con cuerpo de león y cabeza y alas de águila).
Y así, ya en plena ofensiva, los «greifers» derribaron árboles para bloquear los caminos y cortaron las líneas telefónicas; desarticularon el transito mediante cambios de señalización en las carreteras y destruyeron cientos de camiones al quitar los letreros que indicaban los campos minados. Un comando solo, disfrazado de policía militar yanqui, hizo que todo un regimiento se dirigiera por una ruta indebida, etcétera, etcétera.
La obsequiosa lenidad de los servicios de inteligencia aliados empezaba a rendir buenos frutos…
Tanta suerte, sin embargo, no podía durar mucho para los alemanes, y dos días después del inicio de la ofensiva la auténtica policía militar estadunidense capturó a tres «compañeros» a los que había percibido demasiado corteses al solicitar combustible para su jeep. Interrogados a fondo, acabaron por confesar varios detalles de la operación, incluso uno que jamás estuvo incluido en los planes de Skorzeny: la captura y eventual eliminación del general Dwight David Eisenhower, comandante supremo de los ejércitos aliados.
Resulta que cuando empezó a formarse en Friedenthal la unidad especial que operaría infiltrada en las líneas aliadas, nadie sabía concretamente en qué consistiría la misión y empezaron así a circular los rumores más descabellados. El capitán Stielau, de la plana mayor de Skorzeny, sacó quien sabe de dónde la idea de que la finalidad de la encomienda era secuestrar o atentar contra la persona de Eisenhower. Y como a Skorzeny se le hizo más sencillo dejar correr todo tipo de fantasías en lugar de la monsergosa tarea de andar desmintiendo cada una, el rumor referente al jefe supremo militar aliado fue creciendo como bola de nieve. De hecho, muchos «greifers» –entre ellos los tres capturados cuando pedían combustible– estaban convertidos de su certeza.
(En cambio el comando británico que en noviembre de 1941 desembarcó en África sí tenía el propósito confesado de asesinar al entonces general –más tarde Mariscal de Campo– Erwin Rommel. Los ingleses capturados por los alemanes tras la fallida operación fueron considerados prisioneros de guerra y tratados en estricta observancia a esa condición)
Empezó entonces una cacería colosal, pues ya nadie confiaba en nadie y bastaba una simple sospecha para ser detenido inmediatamente a pesar del uniforme estadunidense…