–I de II–
Por: Jorge Ávila Fuentes
En estos tiempos de claudicaciones y servilismos bastardos –encaminados a la consecución de fines inconfesables–, cobra a diario mayor vigor la figura de José Martí, Apóstol de la Independencia de Cuba, merced a su filosofía nacionalista y americana; a su hombría de bien y a su caballerosidad sin par; a su ilimitado patriotismo y a su innata visión espiritual que le permitió penetrar e impresionar rápida y favorablemente a cuantos le trataron.
Conjúganse en Martí el hombre de espíritu pletórico de ideales y el profundamente humano inmerso en realidades, sin que de ninguna manera esto suponga antagonismo en los términos, sino en todo caso complementación de los mismos.
Notable es, por otra parte, más que el fervor patriótico de Martí, su concepción de aquél a tierna edad. Es el ser que adquiere en plenitud la trascendente conciencia de nacionalidad –que en veces no refleja ni la gente adulta–, savia bienhechora que nutre, forma y encamina a los hombres y a las naciones por los intrincados pero seguros senderos que conducen a la paz y a la prosperidad. Ese es José Martí. El mismo que en la adolescencia sabe ya de las privaciones imperantes en una cárcel; el mismo que con clara agudeza relata «El Presidio Político en Cuba»; el mismo que en su poema «Abdala» nos plasma la esencia de su nacionalismo sin igual: «El amor, madre, a la patria/ no es el amor ridículo a la tierra/ ni a la yerba que pisan nuestras plantas;/es el odio invencible a quien la oprime;/es el rencor eterno a quien la ataca».
Sin embargo, pese a tan vehementes pruebas de amor a su patria, Martí –nacido el 28 de enero de 1853– supo aquilatar siempre la obra civilizadora de España en nuestra América. Jamás animó al héroe cubano –criollo, por otra parte– odio o malquerencia hacia la Madre Patria, tanto más cuanto que su grandeza de maduro pensador le permitió discernir con exactitud entre el deseo legítimo de contemplar libre a su patria y el repudio irracional a la metrópoli. Cuba sería el hijo bueno que en su momento se independiza del padre para bregar por sí mismo; pero no el vástago que, deslumbrado por espejismos de juventud con afán de emerger, vitupera al progenitor y le destierra innoblemente de su corazón.
Y es tan sereno al respecto el sentimiento martiano, que el mismo prócer lo dejó fielmente reflejado en sus «Versos Sencillos»: «Quiero a la tierra amarilla/que baña el Ebro lodoso, /quiero el pilar azuloso/de Lanuza y de Padilla. /Amo a la tierra florida, / musulmana o española, /donde rompió su corola/la poca flor de mi vida. /Estimo a quien de un revés/echa por tierra a un tirano; / lo estimo si es un cubano; / lo estimo si aragonés. /Para Aragón en España/tengo yo mi corazón. / Un lugar todo Aragón. /Franco, fiero, fiel, sin saña».
Aquel 9 de febrero de 1875 en que José Martí arriba a la capital mexicana, en donde es recibido por su padre, don Mariano, y por un amigo de la familia, don Manuel Mercado –a la sazón secretario del gobierno de la ciudad de México–, marca el momento en que el incorruptible patriota y excelso poeta vislumbra un regio horizonte que coadyuvará a engrandecer su recia figura y a captar y ensanchar sus conocimientos. Mas no sólo es Martí quien madura intelectualmente en este país, sino que él, a su vez, hace lo propio con destacados hombres de letras mexicanos que le llevan ventaja no sólo en edad sino en experiencia.
Y es en la Revista Universal donde florece una vez más su admirable capacidad de trabajo. Todas las ramas de la ciencia humanística fueron abordadas por Martí con enorme celo y notable eficiencia. Filosofa incansablemente y su pensamiento evoluciona.
Como autor teatral, el futuro apóstol de la independencia cubana escribe una obra titulada «Amor con amor se paga», que constituye un rotundo éxito al estrenarse en el Teatro Principal. Asimismo, es en esa memorable ocasión que de entre las nutridas galerías de espectadores resuenan unos aplausos aún más cálidos que los del resto del público: son de Carmen Zayas Bazán, quien se convertiría en su esposa.
«El Eco de Ambos Mundos», «La Iberia», «El Siglo», «El Socialista» y la prensa mexicana en general vierten incondicionales elogios a José Martí, triunfador indiscutible del momento.
Por otro lado, al igual que nuestro malogrado bardo Manuel Acuña, el joven Martí préndese de Rosario de la Peña, bella, casquivana y caprichosa quien, al parecer, sólo amó de verdad a otro poeta mexicano: Manuel M. Flores, quien murió entre sus alabastrinos y aristócratas brazos.
Pero en José Martí –¡floridos veintitrés años! — parecen resonar los versos de Acuña: «Pues bien, yo necesito decirte que te quiero…», y consecuentemente asedia a la codiciada dama. Por sus trazos amargos sabemos, empero, que no fue correspondido:
«Amada, adiós. En horas de ventura/ mi mano habló de amores con tu mano. / ¡Perdón! no supe que una vez surcado/un corazón por el amor de un hombre, /ido el amor el seno ensangrentado/ doliendo queda de un dolor sin nombre. /¡Perdón, perdón! porque en aquel instante/ en que quise soñar que te quería, /olvidé por tu mal que cada amante/pone en el corazón su gota fría».