–II–
Por: Luis Reed Torres
Así como en la entrega anterior traté sobre el nada disimulado desprecio de Marx y Engels por la gente de color y su abierta proclividad a la esclavitud, paso ahora a referirme a los conceptos que a esos personajes les merecían los pueblos eslavos, a los que también detestaban de todo corazón y, por ende, rechazaban la igualdad de derechos para todas las razas e incluso incitaban a perpetrar verdaderos genocidios contra personas que, según ellos, no habían desarrollado papel de importancia alguno en la historia y que, por lo mismo, igualmente en el futuro carecerían de significación.
«Se referían a toda esa gente –anota el investigador Nathaniel Weyl, autor de un prolijo y documentado estudio sobre el autor de «El Capital»– como a los obstáculos para el avance de la historia. Más bien los consideraban objetos que sujetos. Todos ellos eran gente que debería ser conquistada y explotada por las naciones más avanzadas. Entre todos ellos había sujetos que tenían que ser erradicados, sujetos a los que había que exterminar de la superficie terrestre» (Weyl, Nathaniel, Karl Marx: Racista, México, Lasser Press Mexicana, S.A., 1981, 312 p., p. 23).
Por eso no fue extraño que en 1866, al escribir para la publicación inglesa «Commonwealth», Engels planteara que sólo «los pueblos históricos de Europa» tienen «el derecho a existir como naciones», y que la autodeterminación de los pueblos –que fue uno de los caballitos de batalla de los comunistas contemporáneos– «no es otra cosa que una invención rusa forjada para destruir a Polonia. Y Weyl cita la carta de Engels a August Bebel de 17 de noviembre de 1885 en que clamó por la eliminación de «estos fragmentos de naciones de otra época, miserables y arruinadas, los servios, los búlgaros, los griegos y otras bandas de ladrones a favor de los cuales se ponen los filisteos liberales, adhiriéndose a los intereses de Rusia». Y en respuesta a ciertos críticos que no compartían sus ideas de genocidio, Engels anotó que «nosotros contestamos que el odio a Rusia era, y aún es, la primera pasión revolucionaria de los alemanes; y que, desde la revolución, se ha agregado el odio a los checos y a los croatas. Nosotros, los polacos y los magiares solamente seremos capaces de salvaguardar la revolución a través del terror más decidido en contra de los pueblos eslavos» (Ibidem, p. 24).
(Recuérdese que cuando el marxismo se alzó con el poder en Rusia en 1917, individuos como Lenin, Trotsky, Kamenev, Zinoviev, Radek y otros, que desde luego no eran alemanes y ni siquiera rusos genuinos, empezaron un genocidio sin precedente en la historia que para muchas personas resulta aún desconocido en muchas de sus facetas)
Muchos años antes, en 1849, Marx había definido a los rusos y eslavos no polacos como «lumpengesindel» –basura, desperdicio, gentuza y canalla–. Y el 15 de febrero del propio año, Engels lo secundaba entusiastamente al profetizar que los germanos, los polacos y los magiares «tomarían terrible revancha del barbarismo eslavo. Empezaría la guerra general que daría inicio a la destrucción de todas esas pequeñas y subdesarrolladas naciones de manera que desaparecerá hasta su nombre».
A todo el odio que Marx y Engels rezumaban en artículos, cartas, charlas, etcétera, habrá que agregar, naturalmente, la animadversión y el rencor a la religión en general, no sólo a la católica.
Así, el escritor Julien D’Arleville cita el prefacio de la tesis que Marx escribió para obtener el doctorado en 1841:
«En tanto le reste a la filosofía una gota de sangre en su corazón absolutamente libre y conquistador del mundo, no dejará de gritar a sus adversarios, con Epicuro: ‘No es impío aquel que rechaza a los dioses de la multitud, sino quien abraza la opinión que la multitud tiene de los dioses’. La filosofía no hace un secreto de ello. Hace suya la profesión de Prometeo: ‘En verdad a todos los dioses odio’.
«Es su propia confesión, su lema contra todos los dioses, celestes y terrenales, que no reconocen a la conciencia humana como divinidad suprema. Ningún dios ha de existir al mismo nivel que ella.
«Y a los locos de atar que se regocijan por el aparente descenso de la posición social de la filosofía, ésta vuelve a replicarles, como contestó Prometeo a Hermes, el mensajero de los dioses: ‘Jamás cambiaré mis cadenas por la servidumbre del esclavo. Mejor es permanecer encadenado a una roca que obligado al servicio de Zeus’ » (D’Arleville, Julien, Marx, ese Desconocido. La Desastrosa Historia del Fundador del Comunismo, Barcelona, Ediciones Acervo, 1972, 189 p., p. 67).
Y luego, en su Introducción para la crítica de La Filosofía del Derecho de Hegel, Marx escribió estos famosos párrafos:
«La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra ella. La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el significado real del mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época privada de espíritu. Es el opio del pueblo.
«La eliminación de la religión como ilusoria felicidad del pueblo es la condición para su felicidad real. El estímulo para disipar las ilusiones de la propia condición es el impulso que ha de eliminar un estado que tiene necesidad de las ilusiones. La crítica de la religión, por lo tanto, significa en germen la crítica del valle de lágrimas del cual la religión es el reflejo sagrado» (Marx, Karl, Introducción para la crítica de G.W.F. Hegel, Filosofía del Derecho, Buenos Aires, Editorial Claridad, 1968. El escrito original de Marx data de 1844).
Por eso, unas líneas antes de éstas, el propio Marx ya había anotado: «La crítica de la religión es la premisa de toda crítica».
Como se aprecia sin esfuerzo alguno, Marx no sólo colocaba al hombre a la altura de Dios, sino que pretendía glorificarlo y divinizarlo dentro de una nueva «religión» antropocéntrica y, por ende, irreductiblemente materialista. Más que ateo –sin Dios–, Marx resultaba antiteo –contra Dios–. Además, el hombre de Tréveris deseaba arrancarle al ser humano el consuelo que proporciona la religión cuando es azotado o flagelado por diversos males. De hecho, Marx se colocaba contra los pueblos de todas las naciones y de todas las épocas que siempre han hecho suya determinada religión, cualquiera que haya sido.
Si, en otras palabras, la religión ha servido a la humanidad para paliar sus desgracias y servir de consuelo a desposeídos y desvalidos –¿es posible, por ejemplo, imaginar a la gente en México sin musitar oración alguna durante y después de funestos sismos que nos han estremecido en determinadas ocasiones?–, resulta evidente que Marx era perverso al pretender suprimirla a pesar de aliviar el dolor.
«Lo humano y lógico –reflexiona D’Arleville con lucidez– sería suprimir el dolor, mejor la causa del dolor; pero jamás aquello que lo disminuye o lo hace desaparecer. Aquí Marx se nos muestra como si fuera un cirujano decidido a operar suprimiendo la anestesia. Tal cirujano se quedaría sin clientela y, es más, lo suponemos, sería echado del Colegio Médico. No sucede igual con este cirujano antianestesista, Marx, cuya clientela, indudablemente masoquista, crece de día en día en más y más colegios… hasta en los colegios eclesiásticos y religiosos» (D’Arleville, Marx…, p.70).
Dicho de otra manera y dentro de la lógica de esos conceptos: «si la verdadera felicidad de un pueblo exige que la religión sea suprimida» –como escribió Marx tajante–, no queda duda alguna que el hombre de Tréveris considera que la felicidad de un pueblo radica en el dolor, con lo que aquel conglomerado será víctima de una aberración masoquista en tanto Marx alberga una aberración sadista.
Ante semejantes manifestaciones de odio que no dejan de causar escalofriante asombro, su propio padre lo censuró acremente en una carta, tal y como se verá en la próxima entrega.
(Continuará)