Por: Graciela Cruz Hernández
Para los antiguos aztecas la educación era un aspecto fundamental de su vida. Contaban con dos escuelas de formación dependiendo la clase social: el Calmécac, y el Telpochcalli.
El Calmécac era para los hijos de los nobles aztecas, aquí se les preparaba para ser sacerdotes, guerreros de élite, jueces, senadores, maestros o gobernantes, educándolos en historia, astronomía y otras ciencias, la medición del tiempo, música, filosofía, religión, hábitos de limpieza, economía y gobierno, pero sobre todo, disciplina y valores morales. Para los aztecas era muy importante que sus gobernantes fueran aptos para los cargos que desempeñaban, con la capacidad de tomar buenas decisiones y que tuvieran fuertes convicciones morales. Ojalá nuestros gobernantes actuales se hubieran formado en el Calmécac, sin duda tendríamos dignos representantes y no delincuentes gobernando.
La educación era estricta y severa, desde pequeños se le levantaba en la madrugada para recibir baños de agua fría. Hacían penitencia y autosacrificio, usando espinas de maguey, ayunaban frecuentemente y en su juventud practicaban la castidad. Usaban ropa ligera para desarrollar el control de sus cuerpos contra el frío. Trabajaban duro durante el día, y pasaban en vela muchas noches en rituales de purificación. Si se quedaban dormidos o cometían una falta, se les castigaba de forma dura. Todo esto servía para forjar un carácter fuerte y resistente, digno de un noble. También les enseñaban: urbanidad, a comportarse con corrección, canto y danza y todo lo relativo a la guerra.
Se les instruía en los quehaceres cotidianos del campo, participaban en la construcción de obras públicas como templos y obras hidráulicas, el cultivo de las bellas artes era una actividad obligada y fundamental. La otra institución educativa el Telpochcalli, era para todo el pueblo y había una en cada barrio. En la educación azteca, los dos pilares fundamentales eran la obediencia y el respeto a los mayores, por ello a los niños y adolescentes rebeldes se les daban azotes, y si no se corregían, los padres les aplicaban dolorosos punzamientos con púas de maguey o bien los semiasfixiaban con el humo de chiles quemados.
El respeto y la obediencia son valores que desgraciadamente hemos perdido en nuestra sociedad moderna, que se escandalizaría de estos métodos de educación tan severos, pero que tan buenos resultados dio, pues formaba verdaderos ciudadanos y hombres de bien.
Los indigenistas actuales, el marxismo cultural y la gente de izquierda que tanto alaba las culturas prehispánicas, serían los primeros en oponerse a someterse a este riguroso y efectivo modelo educativo, que además, como es lógico, se ceñía estrictamente al orden natural que ellos tanto rechazan, pues enseñaba que solo existían en la creación las energías masculina y femenina que se habían unido para dar origen a la vida. Por ello las mujeres educaban a las hijas, mientras que los varones instruían a los hijos; así los niños y niñas aprendían las conductas adecuadas y diferentes para cada sexo.
Los jóvenes con habilidad para la pintura, se encargaban de registrar la historia en códices. Todos los alumnos del Calmécac debían dominar los giros literarios más elegantes del náhuatl, y conocer las grandes creaciones poéticas de los antiguos, así como saber declamar. Los padres siempre decían a sus hijos que debían ser obedientes, diligentes y respetuosos, y que ellos eran el último eslabón de la cadena familiar, por lo que su actitud nunca debería avergonzar a sus ancestros.
En la actualidad necesitamos regresar a la disciplina, respeto y obediencia que nos dejaron como herencia y ejemplo nuestros antepasados cuyo legado nos hace sentir orgullosos de nuestra identidad nacional mexicana.