por IDIHPES, Luis Reed Torres
Según los postulados marxistas, en la historia de la producción económica se encierran las orientaciones definitivas del devenir humano. Y la producción, al correr de los siglos, siempre ha sido determinada y guiada por la lucha entre la clase explotadora y explotada.
La lucha de clases constituye para el marxismo la reorganización social de la primera de las leyes del materialismo dialéctico que Marx y Engels importaron del idealismo hegeliano: la ley de unidad y lucha de los contrarios, a cuyo tenor en toda realidad existe tal unión y lucha de elementos antagónicos que le mueven incesantemente y la hacen progresar sin fin.
Así, basados en esa supuesta ley, los marxistas pregonan la lucha de clases.
Karl Marx –llamado en realidad Kissel Mordekay–, al explicar la explotación del obrero por el capitalista, elaboró su teoría sobre el valor de cambio en la que afirma que la cualidad común de las mercancías es la de ser productos del trabajo. Y afirma que la magnitud del valor o valor mercantil de un objeto se integra por la cantidad o tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción.
El patrón burgués, asienta Marx, no da al obrero todo el valor de la mercancía producida que, según él, corresponde al operario por su trabajo, sino solamente una parte de dicho valor a título de salario. Y el patrón se reserva esa diferencia –plusvalía– con la que lucra el dueño del capital para explotar a su servidor.
Con el aumento de trabajadores en las fábricas y el de las horas de trabajo, la producción crece y llega a superar las necesidades del mercado. La competencia provoca un descenso de precios y, para no perder, los capitalistas disminuyen los salarios inicuamente. Con la plusvalía obtenida introducen modernas máquinas de producción que requieren menos obreros para su manejo, y de esa forma más y más trabajadores son despedidos. Así, una gran masa de proletarios hambrientos va adquiriendo fuerza paulatinamente y, en cierto momento, la lanza contra las estructuras capitalistas para hacer surgir la dictadura del proletariado, precursora del comunismo integral.
Sin embargo, esta doctrina que reduce todo a una humanidad compuesta por sólo dos clases –la explotadora y la explotada– es falsa; como falsa es la necesidad de explotación.
Resulta evidente que siempre ha habido y habrá muchos hombres no explotados ni explotadores, como los artesanos que trabajan por su cuenta con un pequeño capital; los pequeños comerciantes que laboran solos o con su propia familia en reducidos espacios; los pequeños agricultores en similares condiciones; gran cantidad de profesionales dedicados al libre ejercicio de lo aprendido en las universidades, etcétera.
(Es obvio que cuando hablo de esto último me refiero a naciones con economías sanas o casi, y a gobiernos y gobernantes patriotas interesados en el bienestar de su pueblo, que en todo caso es la principal encomienda de toda administración pública, es decir generar las condiciones adecuadas para la generación de riqueza, preservada y garantizada a la vez –junto con la seguridad y la vida de los gobernados– por el propio aparato oficial)
Capital y trabajo, que no pueden ni deben existir excluyéndose, son susceptibles de gozar de la deseable armonía con base en el respeto mutuo de sus derechos y obligaciones. Cada uno de esos factores de la producción deben hacerse valer sin odios ni ánimos de venganza que sólo acarrean catástrofes sociales.
De otra parte, es menester reiterar la falsedad de la doctrina marxista que ve en el trabajo acumulado en los objetos el único determinante de su valor de cambio.
En efecto, existen cosas que valen en el mercado sin trabajo alguno, como un subsuelo con petróleo inexplotado, y hay artículos que valen poco o nada por más trabajo que se haya puesto o invertido en ellos. La realización de una labor ardua de dos hombres no se traduce necesariamente en un valor similar para ambos luego de cosechar el producto, toda vez que éste puede valer por sí mismo para uno de esos individuos, ya sea por su rareza en el mercado o por la dificultad de obtenerlo, por ejemplo.
En conclusión, el valor de cambio en las cosas no radica solamente en función del trabajo empleado para producirlas, sino que también valen por sus características de satisfacción de nuestras necesidades. Para que valgan es necesario que sean apropiadas, que haya oferta y demanda de ellas en el mercado, etcétera. De lo contrario, no valdrán gran cosa a pesar de todo el trabajo invertido para producirlas.
Por tanto, resulta fuera de lugar e injusto pretender –como sostiene la tesis marxista– que todo el valor que con la producción se crea pertenece por completo o únicamente al trabajo.