Por: Luis Reed Torres
En estos tiempos de claudicaciones políticas, abiertas traiciones, promesas incumplidas, flagrantes mentiras y funcionarios y maniobras trapecistas, resulta altamente reconfortante recordar aquí un singular acontecimiento del siglo XIX escenificado por dos intachables soldados mexicanos de honradez acrisolada y elevadas prendas morales que los distinguieron siempre entre sus compañeros de armas: me refiero al joven coronel republicano Carlos Fuero (años más tarde ascendido a General de Brigada) y al General de Brigada don Severo del Castillo, uno de los más importantes jefes conservadores durante la Guerra de Reforma (1858-1860), un tiempo Ministro de Guerra y Marina en el gabinete del Presidente Miguel Miramón y luego fiel militante del Ejército Imperial en la época de Maximiliano (1864-1867).
El episodio al que hoy me refiero ocurrió muy poco tiempo después de la caída de la plaza de Querétaro en poder de las fuerzas republicanas bajo el mando supremo del General Mariano Escobedo (15 de mayo de 1867), tras un prolongado sitio a la ciudad que se extendió más de setenta días y que finalizó con la aprehensión del Emperador Maximiliano y de sus principales generales: Miguel Miramón, Tomás Mejía, Ramón Méndez y Severo del Castillo, entre otros.
Como es bien sabido, tanto el monarca como Miramón y Mejía fueron fusilados el 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas, en tanto que el General Méndez sufrió la misma suerte unas semanas antes cuando fue ejecutado en la alameda de la ciudad recién conquistada.
A su vez, el General Severo del Castillo quedó prácticamente en capilla y en espera casi inminente de ser igualmente pasado por las armas.
Durante los fragorosos y sangrientos combates acaecidos en el curso del famoso Sitio de Querétaro, el General Castillo fue inicialmente comandante de la segunda división de infantería en el Orden de Batalla del Ejército Imperial, pero a la salida de la ciudad del General Leonardo Márquez rumbo a la capital del país presumiblemente en busca de refuerzos, pertrechos y dinero (22 de marzo de 1867), Castillo fue designado Jefe del Estado Mayor del Emperador, y con ese carácter multiplicó sus esfuerzos en pro de la agonizante causa imperial hasta caer prisionero.
Profesor del Colegio Militar de Chapultepec en tiempos pasados y muy respetado por sus pares y por sus soldados, don Severo, ya muy disminuido físicamente por aquellos días, es descrito de la siguiente manera por el coronel príncipe Félix de Salm-Salm, ayudante de campo de Maximiliano durante el sitio:
«Es un hombre flaco, bajo de cuerpo, de pelo negro, complexión débil y casi sordo. Hace algunos años tuvo la desgracia de caer en manos de los liberales y el tratamiento rudo que tuvo que sufrir destruyó su salud para siempre (…) Castillo era un hombre honrado. valiente y un amigo de confianza del Emperador. Es soldado enteramente educado y su sangre fría en medio del combate es sumamente admirable» (Salm-Salm, Félix de, Mis Memorias Sobre Querétaro y Maximiliano, obra traducida del inglés por don Eduardo Gibbon y Cárdenas, México, Tipografía de Tomás F. Neve, Santa Clara y Cinco de Mayo, 1869, 321 p., pp. 24-48. De hecho, Salm-Salm retrata en su libro prácticamente a todos los jefes superiores del Ejército Imperial).
Por cuanto se refiere al coronel Carlos Fuero, también hijo del Colegio Militar y antiguo alumno y subordinado de don Severo, había combatido siempre en las filas liberales y participado en numerosas acciones de guerra, en las que se distinguió por su competencia y su valor, y en el sitio de Querétaro luchó con bravura en las refriegas de Casa Blanca, San Sebastián, San Gregorio y el Cimatario.
Pues bien, resulta que, como era de esperar, el General Severo del Castillo fue condenado a muerte a mediados de agosto de 1867 por sus servicios al Imperio y puesto en capilla en el cuartel queretano donde el coronel Fuero ejercía el mando. La ejecución estaba programada para el día siguiente…
Alrededor de las nueve de la noche, Castillo solicitó la presencia del coronel Fuero y le expresó su deseo de recibir a un sacerdote y a cierto abogado a fin de instruirle en sus últimas disposiciones. Su custodio le respondió entonces: «No es necesario llamar a nadie, mi General. Salga usted de aquí con entera libertad, arregle sus negocios y regrese poco antes del amanecer».
Estupefacto, don Severo miró fijamente a los ojos a quien le concedía semejante gracia y muestra de confianza, y contestó a su vez: «Muchas gracias, Carlos. Dejo empeñada mi palabra de honor de que regresaré a tiempo para que se cumpla la sentencia». Fuero replicó: «No se preocupe, mi General. Aquí estaré esperándolo».
Acto seguido, el coronel Fuero se echó a dormir despreocupadamente sin brindar mayor importancia al asunto.
Dos o tres horas después arribó al cuartel el General Sóstenes Rocha, superior de Fuero, y al notar la ausencia del importante prisionero le recriminó airadamente: «¿Qué has hecho, Carlos? ¿Cómo has dejado ir a Castillo? ¿Te das cuenta de lo que eso significa?».
«¡Bah! No te preocupes –contestó el coronel–. Conozco bien al General Castillo; es un hombre de honor».
Y ante la incredulidad de Rocha, Fuero añadió: «¡Déjame dormir! Si no regresa me fusilas a mí y asunto concluido». Y volvió a arrellanarse en su sitio.
A punto ya de amanecer, se oyeron pasos acelerados que se acercaban al cuartel: «¿Quién vive?», inquirió el centinela de turno. La respuesta fue firme y seca: «General Severo del Castillo, prisionero de guerra que regresa para ser ejecutado».
Conocido el inusitado caso por el gobierno republicano, la sentencia de muerte fue revocada y Castillo quedó preso sólo por un breve tiempo más. Sobre el particular, el acucioso historiador don Niceto de Zamacois apunta lo que sigue:
«Pocos días antes había sido sentenciado a muerte, en Querétaro, el general imperialista don Severo del Castillo, hombre de carácter moderado, de capacidad militar y altamente apreciable por sus buenos sentimientos, fino trato, notable honradez y vasta instrucción. Los vecinos de la población, sin distinción de colores políticos, elevaban representaciones al gobierno solicitando su indulto y, más afortunado que don Tomás O’ Horan (otro General fusilado por los republicanos, paréntesis de Luis Reed Torres), las súplicas fueron obsequiadas por el presidente don Benito Juárez. Con efecto, el 14 de agosto fue acordado el indulto y acto continuo se comunicó a Querétaro por vía telegráfica» (Zamacois, Niceto de, Historia de México Desde sus Tiempos más Remotos Hasta Nuestros Días, Barcelona/México, J.F. Parrés y Compañía Editores, Tomo XVIII bis, 1882, 1,806 p., pp. 1,685-1,686).
Incluso en 1868 publicó don Severo una novela histórica sobre el líder y cacique maya Cecilio Chi y la guerra de castas en la península de Yucatán.
Como prácticamente fue el caso de casi todos los jefes conservadores derrotados —hubo algunas excepciones, desde luego–, los últimos años de vida del General Castillo transcurrieron en la miseria y rodeado de sinsabores. Después de haber sido Ministro de Guerra y Marina, comandante de varios cuerpos militares y Jefe del Estado Mayor de Maximiliano, su existencia al extremo precaria provocó que el periódico La Voz de México acudiera en su auxilio y abriera una suscripción a su favor para intentar allegarle algunos fondos. La nota sobre el particular fue reproducida por el diario El Ferrocarril el 15 de mayo de 1872, poco tiempo antes de la muerte de don Severo.
Dice así en su página tres:
«Triste Espectáculo.
«Ayer estuvimos en la pobre casa que habita en uno de los suburbios nuestro amigo el infortunado General don Severo del Castillo. Íbamos a llevarle las primicias de la suscripción abierta a favor suyo, y nos conmovió sobremanera el espectáculo de la completa pobreza que allí presenciamos. Tres miserables cuartos casi sin muebles, algunas personas de la familia, su humilde lecho donde yace postrado el enfermo, algunos trastos con medicamentos (…) He aquí todo el aparato de un antiguo General de División (en realidad era de Brigada, paréntesis de Luis Reed Torres), cuya honradez intachable reconocen amigos y enemigos.
«En medio de tanta desolación, cábenos el consuelo de que la caridad cristiana no permanece ociosa, pues fuera de que está acudiendo al llamamiento hecho en nuestro diario, se manifiesta de diversos modos para aliviar en algo la triste situación del señor Castillo que, conmovido, nos encargó encarecidamente diéramos las gracias al primer contribuyente, que se ha empeñado en ocultar su nombre. ¡Dios recompensará a los que hacen el bien!».
En cuanto corresponde al coronel Carlos Fuero, el otro protagonista de esta historia casi irreal, más tarde fue gobernador de los estados de Coahuila, Nuevo León, Durango y Chihuahua. Ascendió a General de Brigada en 1871 y a la muerte de Juárez sostuvo al régimen de Sebastián Lerdo de Tejada contra la rebelión de Tuxtepec encabezada por Porfirio Díaz, a quien junto con Mariano Escobedo derrotó en Icamole, Nuevo León, en 1876. Triunfante sin embargo el movimiento porfirista, el caudillo oaxaqueño no tuvo empacho en incluirlo a su lado para que desempeñara diversos cargos con variada fortuna. Murió en la ciudad de México el 11 de enero de 1892.
Por último, reproduzco aquí parcialmente los versos con los que don Juan de Dios Peza, el famoso literato conocido como El Poeta del Hogar y fraternal amigo del malogrado Manuel Acuña, inmortalizó el suceso del que hoy me he ocupado y que fueron leídos por su autor en el cementerio francés cuando el General Fuero fue sepultado el 13 de enero de 1892:
Cuando cayó en Querétaro vencido/el infeliz y soñador monarca, /a quien deshizo el pueblo la corona/ llevándolo a morir en Las Campanas, /este soldado custodió a Castillo/ que condenado a muerte pidió gracia/ de ver a un sacerdote y a un letrado/ para arreglar sus últimas demandas. /«Yo no los llamaré» –le dijo Fuero–/tenéis para buscarlos puerta franca;/ sois todo pundonor y aquí os espero, /que os van a ejecutar por la mañana. /Salió el anciano jefe, con asombro/de todos los que allí le custodiaban;/no vuelve, pensó alguno– y Fuero dijo:/ «Un bravo así no falta a su palabra». /Y todos lo sabéis, tornó a su celda/ el jefe honrado de la opuesta causa. /Y aún no ha podido decidir la Historia/quién de los dos más alto se levanta. /Pero hechos como el hecho que recuerdo/ ¡el mundo admira y los envidia Esparta! (Peza, Juan de Dios, Las Glorias de México. Cantos a la Patria, Casas Editoriales México Maucci Hermanos; Buenos Aires Maucci Hermanos e Hijos; Habana José López Rodríguez, 1893, 331 p., pp. 260-261).