Por: Luis Reed Torres
Cuando a principios del año 1867 el Segundo Imperio Mexicano se hallaba ya al borde del precipicio, el general Miguel Miramón, recién regresado de Europa después de un disimulado destierro ordenado por Maximiliano en 1864 para que no constituyera un obstáculo en su política de acercamiento con los liberales, planeó un audaz golpe que, de verse coronado por el éxito, cambiaría de tajo la suerte del agonizante gobierno monárquico.
El plan era sencillo, muy de acuerdo a las temerarias y acostumbradas maniobras ejecutadas en el pasado por el antiguo cadete del Colegio Militar de Chapultepec: luego de salir de la ciudad de México y tras haber engrosado con algunas tropas en Querétaro los 400 hombres que le acompañaban desde la capital, Miguel avanzaría por el Bajío a marchas forzadas y después caería de improviso sobre Zacatecas con el propósito de capturar a don Benito Juárez, que con su gobierno se encontraba en dicha ciudad.
Para conseguir tan ambicioso objetivo, Miramón, cuyos efectivos no rebasaban los 1,200 hombres, ordenó al general Severo del Castillo –quien entonces tenía a su cargo la mayor parte de las fuerzas del general Tomás Mejía, enfermo por esos días– que detuviera o distrajera al poderoso Ejército del Norte del general Mariano Escobedo, situado en San Luis Potosí, y que más tarde enlazara con el propio Miramón para enfrentar ambos a aquel núcleo republicano. Así, Miguel aparecería inopinadamente en la retaguardia del enemigo con elevadas posibilidades de éxito.
Emprendida la operación y secundado entre otros por los generales Francisco García Casanova, Gregorio del Callejo y Joaquín Miramón, su hermano mayor, y por el coronel Carlos Miramón, el menor de los hermanos al frente del Batallón de Tiradores, Miguel batió brillantemente al enemigo en el cerro de la Bufa y se desprendió enseguida y de manera vertiginosa sobre Zacatecas, defendida por el jefe republicano Miguel Auza (27 de enero de 1867, es decir 153 años atrás).
Consumado el triunfo tras breve pero reñido combate, Miramón escribió ese mismo día a su esposa para platicarle los pormenores del caso, y señaló que «como el enemigo tenía 4,000 hombres fue preciso no ser muy tenaz en la persecución; sin embargo, ésta la hicimos durante tres leguas y en ella nos dejó su artillería, carros, prisioneros y municiones. Juárez se nos escapó de las manos; lo vimos salir, pero desde una altura de mil pies, pues estábamos en el cerro» (Lombardo de Miramón, Concepción, Memorias, México, Editorial Porrúa, 1989, p. 862).
Según la tradición oral, Miguel, al ver que su codiciada presa se le escabullía por estrecho margen, exclamó apesadumbrado: «Cinco minutos antes y hubiéramos cambiado la historia». Por su parte, don Benito escribió a su yerno Pedro Santacilia con similar percepción del suceso: «Un cuarto de hora más que nos hubiéramos dilatado en salir de Palacio y le hubiéramos dado un rato de gusto a Miramón. Pero escapamos porque no ha llegado la hora» (Fuentes Mares, José, Miramón, el Hombre, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1974, p. 188).
Por cierto que entre las fuerzas republicanas que defendían Zacatecas se hallaban 32 mercenarios yanquis pertenecientes a la llamada Legión Americana de Honor y dotados con sus novedosos y mortíferos rifles de repetición de 16 tiros, que en esa ocasión sirvieron de poco ante el inesperado e impetuoso ataque de Miramón. Se dijo entonces que si Juárez logró escapar milagrosamente por el camino que lleva a Jerez –donde permaneció hasta el 30 de enero, cuando partió con su comitiva a Fresnillo y de allí regresó a Zacatecas–, esto se debió a que el coronel estadunidense George Earl Church puso a su disposición su veloz caballo (Taylor Hanson, Lawrence Douglas, Voluntarios Extranjeros en los Ejércitos Liberales Mexicanos, 1854-1867, en Historia Mexicana, El Colegio de México, número 2, vol. 37, Octubre-Diciembre, 1987, p. 226).
La victoria de Miramón en Zacatecas resultó, empero, de poco provecho, pues el general don Severo del Castillo, militar pundonoroso y leal, pero ya achacoso y disminuido físicamente, no sólo no pudo ejecutar el movimiento que Miguel le solicitó de por lo menos distraer a Escobedo, sino que permaneció inactivo durante una semana completa en San Miguel Allende bajo el argumento de que carecía de fondos para movilizarse. Tal lenidad resultaría fatal…
Y así, sin el concurso del general Castillo y apercibido de la cercanía de las tropas de Escobedo, que ascendían a más de 7,000 hombres provistos de 24 cañones, Miramón evacuó Zacatecas a toda prisa y buscó desesperadamente enlazar con Castillo, pero éste se hallaba demasiado lejos. Al cabo, Miguel fue alcanzado por el grueso de la tropa republicana y obligado a presentar batalla en desventajosísima situación en la hacienda de San Jacinto, un poco al sur de Ojo Caliente (1° de febrero de 1867).
En semejante tesitura, si bien en los momentos iniciales pudieron las tropas imperiales guardar cierto orden, pronto se vieron desbordadas por la ingente superioridad numérica del enemigo y el avasallante poder del fuego de sus cañones. El desastre fue completo y la desbandada fue total.
Herido por dos proyectiles republicanos que le impidieron ya cabalgar, Joaquín Miramón siguió combatiendo y cubrió la retirada de su hermano Miguel, y al final, ya sin poder escapar del campo de batalla, fue hecho prisionero por las tropas de Escobedo. El triunfo de don Mariano se había consumado…
Casi de inmediato, Escobedo manchó su triunfo con el asesinato de entre 140 y 190 gendarmes franceses que se habían unido a Miramón cuando la fuerza expedicionaria del Mariscal Francisco Aquiles Bazaine salió del país.
Como aventajados alumnos que se adelantaron setenta años a los procedimientos de la NKVD staliniana, los republicanos aplicaron dos cañones de carabina sobre la nuca de cada francés e hicieron fuego. La matanza se realizó en grupos de diez hasta completarla en un lapso de dos horas.
Y si bien Escobedo no se atrevió a tocar al malherido Joaquín Miramón durante una larga semana, al final recibió de Juárez instrucciones concretas y precisas de ejecutarlo a pesar de las peticiones de indulto procedentes de los vecinos de Villa García, Zacatecas. Prácticamente lisiado por las heridas en combate que le impedían de hecho sostenerse en pie, Joaquín escribió sus dos postreras cartas, una a su esposa Concepción Yglesias y otra a su hermano Miguel (Hacienda del Tepetate, 8 de febrero de 1867).
Transportado en una silla ante la imposibilidad de caminar, Joaquín fue colocado al fondo de un galerón y acribillado a quemarropa. Recibió más de treinta balas y su cráneo quedó destrozado.
Apenas cuatro meses después, el propio Miguel Miramón subía al cadalso del Cerro de las Campanas.
Pocas semanas antes de regresar de su disimulado destierro en Europa e inquietísimo por el sesgo que tomaban los acontecimientos en México, Miguel había escrito a Joaquín si habrían de esperar a que los juaristas los colgasen. Y más tarde, ya en Querétaro, el propio ex cadete de Chapultepec exclamaría: «¡Ay de los vencidos!».
Los dos hermanos podían ahora dar fe cierta de la trágica exactitud de ambos asertos…