Por: Luis Reed Torres
–III–
Tras haberme referido en las dos entregas anteriores tanto a las Ordenanzas Reales que nos aseguraban la riqueza del subsuelo como a las primeras incursiones petrolíferas en el territorio nacional –que culminaron con el descubrimiento de la Faja de Oro en una vasta región del Golfo de México–, prosigo con la referencia a la legislación que tanto nos dañó en esta materia.
En efecto, en parte por ignorancia, imprevisión y apatía y en parte por obsequiosa lenidad, inexperiencia e indudable connivencia que derivó más tarde en participaciones ilícitas, a partir de 1884 empezó a dictarse una nueva legislación, contraria a los intereses nacionales, que dejaba de lado las Ordenanzas de Minería heredadas de la época virreinal y que tradicionalmente habían regido en el México independiente, como también ya ha quedado asentado.
Así, el 22 de noviembre de 1884 el Presidente Manuel González –a quien le quedaba una semana en el gobierno– expidió el Código de Minería que, en lo relativo al petróleo, vino a echar abajo el anterior andamiaje legislativo de corte nacionalista. En tal condición, el artículo 10 estipulaba que «son de la exclusiva propiedad del dueño del suelo», quien por lo mismo, sin necesidad de dominio o adjudicación especial podrá explorar y aprovechar (…) IV.- Las sales que existen en la superficie, aguas puras y saladas, superficiales o subterráneas; el petróleo y los manantiales gaseosos o de aguas termales o medicinales» (Carreño Carlón, José, Retórica del Auge y del Desplome, en El Auge Petrolero: De la Euforia al Desencanto, México, UNAM (Facultad de Economía), 1987, 303 p., p.54. Énfasis de LRT).
Esto se repitió en la Ley de Minería de 4 de junio de 1892 –bajo el régimen de don Porfirio–, en cuyo artículo 4° se leía que el dueño del suelo podía explotar libremente, sin necesidad de concesión especial en ningún caso, las siguientes sustancias minerales: «Los combustibles minerales, los aceites y aguas minerales; las rocas del terreno en general que sirvan ya como elementos directos, ya como materias primas para la construcción y la ornamentación; las materias del suelo, como las tierras, las arenas y las arcillas de todas clases; las sustancias minerales exceptuadas de concesión en el artículo 3° de esta ley, y en general las no especificadas en el mismo artículo de ella» (Manterola, Miguel, La Industria Petrolera en México, Desde su Iniciación Hasta la Expropiación, en La Industria Petrolera Mexicana, México, UNAM (Escuela Nacional de Economía), 1958, 117 p., p. 6. Énfasis de LRT).
Adicionalmente, el artículo 5° de la misma ley señalaba esto: «La propiedad minera legalmente adquirida y la que en lo sucesivo se adquiera con arreglo a esta ley, será irrevocable y perpetua, mediante el pago del impuesto federal de propiedad, de acuerdo con las prescripciones de la ley que establezca dicho impuesto» (Carreño Carlón, Op. Cit., p. 55. Énfasis de LRT).
En peor tenor, casi una década más tarde, el 24 de diciembre de 1901, se expidió la primera ley especial sobre petróleo, que por el artículo 1° concedía permisos para explorar en el subsuelo de los terrenos baldíos o nacionales, lagos, lagunas y albuferas de jurisdicción federal, con el propósito de descubrir las fuentes o depósitos de petróleo o carburos gaseosos de hidrógeno que pudieran existir. Asimismo podía expedir patentes para realizar las explotaciones de los citados recursos; por el artículo 3° se establecía que el tiempo de duración de las patentes de explotación era de diez años, y que los descubridores que de acuerdo con la ley obtuvieran su patente respectiva gozarían de amplios privilegios para la explotación tales como la exención de impuestos, el derecho de comprar los terrenos nacionales necesarios para montar maquinarias y oficinas, la expropiación de terrenos a particulares para el mismo fin, el derecho a colocar tuberías para conducir los productos por terrenos particulares, la limitación de tres kilómetros para que otras personas no hicieran explotaciones cercanas alrededor del pozo primitivo en que se hubiesen hecho descubrimientos, etcétera; por el artículo 6° se indicaba que los concesionarios deberían pagar anualmente el siete por ciento a la Federación y el tres por ciento a los Estados donde se hallara la negociación, sobre el importe total de los dividendos que decretaran en favor de los accionistas y de los fondos de previsión o de reserva que acordaran separar en cuanto excedieran del tanto por ciento para la formación de dichos fondos señalados por el Código de Comercio vigente (Esta obligación tenía, pues, un carácter contingente que los empresarios eludieron más tarde con suma facilidad).
Por el artículo 7°, la Ley Petrolera de 1901 asentaba que los empresarios de otros terrenos (excluidos los nacionales) continuarían disfrutando de los derechos contenidos en el artículo 4° de la Ley de Minería de 4 de junio de 1892 que, como quedó indicado líneas arriba, estipulaba que el dueño del suelo podía explotar libremente, sin necesidad de concesión especial en ningún caso, determinadas sustancias minerales entre las que se encontraba el petróleo. No obstante, esta vez se establecieron algunas restricciones para realizar las explotaciones anteriores, como la de no permitir la perforación de pozos dentro de las poblaciones ni a una distancia menor de trescientos metros de sus últimas casas, así como tampoco en un radio de tres kilómetros alrededor de los pozos en que se hubiere primeramente descubierto alguna fuente o manantial de petróleo (Estas últimas disposiciones revelan con nitidez, por un lado, que se pretendía consolidar los privilegios obtenidos inicialmente por algún explorador y, por otro, lograr algunos fines de salubridad para las poblaciones).
Finalmente, por un artículo transitorio que se ocupaba de las empresas ya establecidas, se les dejaba tal y como se encontraban constituidas y se les respetaba íntegramente los derechos adquiridos (Texto íntegro de la Ley del Petróleo de 24 de diciembre de 1901, en Peña, Manuel de la, El Dominio Directo del Soberano en las Minas de México y Génesis de la Legislación Petrolera Mexicana, México, Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, 1928, 293 p., pp. 147-155).
Expedida, como queda dicho, la nochebuena de 1901, esta Ley del Petróleo constituyó, sin duda, un preciado regalo de Navidad para los futuros acaparadores…
Sobre el particular, el economista Miguel Manterola, quien durante las semanas previas a la expropiación de 1938 fungió como comisionado para auxiliar a los peritos oficiales del Departamento del Trabajo encargado de formular estudios y dictámenes en relación con dicho conflicto y quien redactó el capítulo contable y financiero de las empresas petroleras demandadas, asevera que aquel documento implicaba «por una parte, amplísimos privilegios para realizar estas explotaciones y, por la otra, el establecimiento de limitaciones respecto a los que posteriormente trataron de trabajar en las zonas vecinas; pero, en realidad, lo que domina es el primer aspecto pues la limitación aludida más bien servía para garantizar una explotación completa y sin obstáculos a los primeros concesionarios».
Y luego cincela este certero juicio:
«Esta ley sirvió para otorgar amplísimas concesiones sobre terrenos nacionales que fueron acaparados por unos cuantos interesados (americanos e ingleses) y que más tarde debían constituir privilegios casi invulnerables en perjuicio de la economía nacional» (Manterola, Op. Cit., pp. 6-7).
Acorde con lo anterior, José Carreño Carlón enfatiza lo que sigue tras anotar que la Ley Petrolera de 1901 facultó al gobierno federal a otorgar concesiones sobre los terrenos nacionales a las compañías extranjeras solicitantes:
«La política de atracción a la inversión extranjera propició una tendencia a la adquisición de grandes extensiones territoriales potencialmente productoras de petróleo por parte de intereses foráneos» (Carreño Carlón, Op. Cit., p. 56).
Con base en la multicitada ley, el gobierno porfirista brindó las primeras concesiones importantes a dos extranjeros ya mencionados en la segunda entrega de este trabajo: el inglés Weetman Dickinson Pearson y el estadunidense Edward L. Doheny.
Un estudio publicado en 1938 asegura que la Ley Petrolera de 1901 «tenía como fin y propósito favorecer las actividades de Pearson», pues el inglés «gozaba de todo el apoyo del entonces Presidente, general Porfirio Díaz», y que el empresario británico «tuvo éxito en la región del Istmo de Tehuantepec, donde obtuvo una producción de petróleos ligeros bastante aceptable», y que fue «tan considerable que se sintió justificado en 1909 para erigir una refinería en Minatitlán. Los trabajos de Pearson representan la iniciación de la compañía El Aguila» (Bach, F., De la Peña, M., México y su Petróleo, México, Editorial México Nuevo, 1938, 78 p., p. 10).
Por su parte, el periodista José Camacho Morales puntualiza que en 1904 la Pearson and Son Limited «había adquirido grandes extensiones en la región del Istmo de Tehuantepec, donde realizaba perforaciones en las zonas de San Cristóbal y Potrerillos, cerca de Minatitlán, sobre el río Coatzacoalcos. También la Oil Fields of Mexico Company hacía preparativos para perforar en terrenos de su propiedad en Cugas, en el cantón de Papantla, del Estado de Veracruz» (Camacho Morales, José, El Nuevo Pemex, México, PEMEX, 1983, 260 p., p. 29).
En cuanto a Doheny, quien en 1900 había iniciado perforaciones en territorio mexicano tras haber hecho fortuna en Estados Unidos, es definido por el citado estudio de 1938 como «el prototipo del perfecto aventurero (…) absolutamente resuelto a jugarlo todo a una carta para convertirse en multimillonario», y quien tras saber de la existencia de mantos superficiales de aceite en Tuxpan, «se trasladó personalmente a este puertecito e inquirió de los habitantes de la región acerca de aquellos indicios. Se ligó con el geólogo mexicano Ordóñez, quien localizó el primer pozo productivo en la Laguna de Santa Margarita. La región del Ebano, San Luis Potosí, llegó a ser la más productiva y bien pronto la demanda del derivado de este petróleo, rico en asfalto, incitó a Doheny a instalar una pequeña refinería en la cual se obtuvo la materia con que fueron asfaltadas por primera vez las calles de la ciudad de México y las de Morelia y Monterrey» (Bach y De la Peña, Op. Cit., pp. 10-11).
En este orden de ideas, el 19 de abril de 1906 el Congreso de la Unión aprobó dos contratos que permitían a la compañía Pearson and Son Ltd. la exploración y explotación de los criaderos del petróleo existentes en el subsuelo de los lagos, lagunas y terrenos baldíos nacionales ubicados en Veracruz, Tabasco, Chiapas, Campeche, San Luis Potosí y Tamaulipas. Menos de un año después, en febrero de 1907, se constituía la Huasteca Petroleum Company, de Doheny, con los terrenos adquiridos en esa zona entre 1905 y 1906; en 1908 el inglés Pearson contratacaba y constituía la Compañía de Petróleo El Aguila, cuya refinería empezó en marzo a elaborar productos para el comercio en una planta con capacidad para dos mil barriles diarios.
A pesar de que la riqueza petrolera iba sustrayéndose rápidamente a la soberanía de la nación, el 25 de noviembre de 1909 se expidió una nueva Ley Minera que ratificaba increíblemente la renuncia gratuita, consciente y absurda que el Estado mexicano hacía sobre los bienes del subsuelo que hasta 1884, tal y como se ha visto, constituían exclusiva propiedad de la nación.
De ese modo, por el artículo 2° de este documento se concedía lo siguiente: «Son de la propiedad exclusiva del dueño del suelo: I.- Los criaderos o depósitos de combustibles minerales, bajo todas sus formas y variedades. II.- Los criaderos o depósitos de materias bituminosas. III.- Los criaderos o depósitos de sales que afloren a la superficie. IV.- Los manantiales de aguas superficiales y subterráneas. V.- Las rocas del terreno y materias del suelo, como pizarra, pórfido, basalto y caliza, y las tierras arenosas. VI.- El hierro del pantano y el de acarreo, el estaño de acarreo y los ocres» (Texto íntegro de la Ley Minera de 25 de noviembre de 1909, en De la Peña, El Dominio Directo del Soberano…, pp. 244-251. Enfasis de LRT).
Consecuencia de todo lo anterior fue que para 1910 las zonas controladas por las compañías extranjeras así concesionadas generosamente, se extendieron ampliamente por el territorio nacional, especialmente en la costa del Golfo de México. De modo pues que el abandono de la concepción jurídica de la propiedad del subsuelo, valiosa herencia de la corona española, acarreó, entre otras cosas, una absoluta ausencia de control y encauzamiento nacional de la economía; una indiscriminada concentración de la tierra en manos extranjeras; una explotación irracional y desenfrenada de los yacimientos que provocó gran número de derrames e incendios que sería prolijo enumerar aquí; un agudo desequilibrio en las actividades rurales y el desarrollo regional por violentos despojos de tierras; unas pésimas condiciones de vida y de salario para los trabajadores mexicanos, y una creciente pugna entre las naciones extranjeras por obtener mayor provecho del petróleo mexicano.
Sobre este último punto, el estudio de 1938 sobre la cuestión petrolera, ya citado, afirma que el consorcio del inglés Pearson gozaba de especiales privilegios de parte del gobierno mexicano, aún más que el grupo estadunidense, y que esto originó cierto apoyo yanqui a los opositores de don Porfirio, aunque no precisamente por motivos humanitarios sino simple y llanamente por razones de competencia.
(Continuará)