Por: Gerardo Ortiz Martínez
El 25 de mayo de 1911 el general Porfirio Díaz escribía su renuncia como presidente de la República, dando con ello término a una época que ha sido fundamental en la conformación del México de nuestros días.
Las palabras de despedida de Díaz fueron las siguientes:
“El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra de intervención, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para impulsar la industria y el comercio de la República, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo es causa de su insurrección…
En tal concepto, respetando, como siempre he respetado la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus riquezas, segando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales.
Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas. Con todo respeto.
Porfirio Díaz”.
A 109 años de distancia, y sin tratar de exonerar sus errores, es pertinente hacer una reflexión desapasionada que permita conformar un balance justo del porfiriato, a fin de conocer y valorar también sus logros.
Los historiadores oficialistas no le perdonan a Díaz cuatro aspectos de su régimen:
Primero. Se le acusa de haber entregado a los extranjeros el comercio, las minas, la industria y la actividad económica; sin embargo, ¿de qué otra manera podía detonar el desarrollo en un país que llevaba décadas sumido en el caos y la desesperación, producto de guerras civiles, intervenciones extranjeras e inseguridad en los caminos y en los poblados, y que en consecuencia no contaba con capital que le permitiera destinarlo al desarrollo económico?
Segundo. Se le inculpa de no haber luchado en contra de la explotación y la miseria del campesino mexicano, causa que, para algunos historiadores, fue uno de los principales detonante que provocó la Revolución Mexicana.
Sin embargo, cabría preguntarse al respecto: ¿Cómo puede pensarse que el añejo problema de la pobreza en el campo, que ya en esa época era grave, lo pudiera resolver definitivamente Díaz, cuando ahora, en pleno siglo XXI sigue sin solucionarse?, siendo éste uno de los lastres que avergüenzan a nuestro país y en donde no se ha hecho justicia a las infames condiciones de vida que actualmente padecen millones de campesinos mexicanos que han abandonado sus tierras por la falta de apoyo del estado.
Tercero. Se le hace responsable por la desmedida protección que su régimen dio a ciertos patrones industriales para mantener bajos los sueldos, situación que propició el surgimiento de las huelgas en Cananea y Río Blanco. En este sentido, cabe señalar que en esa época eran muy incipientes las leyes que protegían al trabajador en México, por lo que era una constante que ante algún problema laboral se le diera la razón al patrón.
Cuarto. Se le señala como el dictador que gobernó nuestro país por más de 30 años. No obstante, el México contemporáneo no conoció la alternancia en el poder hasta el año 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional reconoció la victoria del candidato panista Vicente Fox, quien se convirtió en el primer presidente de México salido de la oposición, dando término a una hegemonía priísta de 71 años ininterrumpidos de gobierno, iniciados en 1929 cuando se fundó el Partido Nacional Revolucionario.
La democracia en México ha tardado años para poder hacerse realidad en nuestro país, por ello nos preguntamos: ¿Con qué autoridad moral se le juzga a Díaz desde la perspectiva de un sistema político que privilegió la hegemonía de un partido que se impuso a la voluntad popular durante más de siete décadas?
No podemos cerrar los ojos a los errores cometidos por Díaz que dieron origen a graves injusticias sociales y distorsiones políticas. Sin embargo, muchos de los errores cometidos por el porfiriato los siguen cometiendo, en mayor o menor medida, nuestros actuales gobernantes.
Por ello, también es justo reconocer los aspectos positivos de un régimen que posibilitó la reconstrucción e industrialización del país, recuperando el tiempo que se había perdido en luchas fratricidas, concilió con los diversos grupos políticos y sociales para propiciar la paz y el desarrollo y acabó con la inseguridad del país.
Debe valorarse como un ejemplo de organización y capacidad político-administrativa, de honradez y de nacionalismo, que muchos de los políticos mexicanos deberían de imitar en la actualidad.
Es importante destacar que en lo político, a Díaz le corresponde el honor de haber construido el estado nacional mexicano, basado en un proyecto de nación que tenía como ejes la construcción de la unidad política y social y el desarrollo económico de la nación.
Esto se logró a través de la siguiente estrategia:
1.- Una política de conciliación aplicada con sus adversarios políticos, el ejército y la Iglesia.
Respecto a las fracciones políticas contrarias a Díaz, éste perdonó la vida a sus enemigos y los integró en su gabinete. Así por ejemplo, en el Poder Legislativo y Judicial nombró a personas capaces provenientes de otros grupos políticos; así, por ejemplo, dentro del gabinete de su primer gobierno (1877-1880) tuvieron participación juaristas como Matías Romero e Ignacio Mariscal, iglesistas como el general Felipe Berriozábal e incluso imperialistas como Hipólito Ramírez.
En el caso del ejército lerdista, derrotado por Díaz en la revuelta de Tuxtepec, ordena que se le continúe pagando, a pesar de que se encontraba bajo resguardo de las fuerzas federales; posteriormente Díaz reincorpora a su ejército a generales enemigos como Miguel Negrete, Carlos Fuero y Mariano Escobedo.
En relación a la Iglesia Católica, Díaz mantuvo una relación de respeto y tolerancia, dejando atrás jacobinismos extremistas que lo único que hacían era herir una sociedad con profundas raíces católicas. Por esta razón, no se mostró intransigente en cuestiones tales como prohibir el repique de campanas, determinadas manifestaciones de culto, portación de hábitos, o atacar a los jesuitas o a las hermanas de la caridad. De hacerlo, se corría el peligro de provocar una guerra socio-religiosa, tal y como ocurrió en el gobierno de Plutarco Elías Calles, que trajera consigo odios, divisiones, destrucción y derramamiento de sangre.
Sin embargo, en este aspecto es importante hacer mención que, a pesar de su apertura religiosa, Díaz no derogó las Leyes de Reforma y por ende la separación entre la Iglesia y el Estado.
2.- Una política de centralización que le permitiera transformar la estructura económica del país. Para lograr esto, se hacía indispensable el fortalecimiento de un mercado nacional como condición necesaria para consolidar un Estado Nacional.
A fin de lograr esta política centralizadora y acabar con el aislamiento de los mercados locales y lograr la integración geográfica del país, Díaz llevó a cabo dos acciones principalmente: La primera consistió en Impulsar el desarrollo de la red ferroviaria del país, lo cual permitiría, consecuentemente, el crecimiento de un mercado nacional.
En este sentido, es importante destacar que en 1876 el país sólo tenía 638 kilómetros de vías férreas, mientras que al término del porfiriato se habían construido 24,320 kilómetros de ferrovías, que son prácticamente las mismas que hoy en día tenemos.
La segunda acción centró su eje en el fomento a la inversión extranjera, a efecto de suplir la ausencia de capital que se requería para detonar el desarrollo del país.
Dicha inversión extranjera permitió la independencia económica del estado frente a los poderes caciquiles, cuyos ingresos provenían de los mercados locales vía la monopolización de las concesiones.
En este renglón, cabe señalar que Díaz mantuvo una posición nacionalista frente a la inversión foránea, vigilando su orientación y equilibrio por medio de su diversificación, con lo cual se pretendía evitar una excesiva dependencia económica de un solo país, en este caso los Estados Unidos, que pusiera en peligro nuestra soberanía. Al respecto, Daniel Cosío Villegas nos señala que “México comenzó [con Díaz] a delinear y practicar lo que sería más tarde un principio cardinal de su política exterior: hacer de Europa una fuerza moderadora de la influencia, hasta entonces única, de Estados Unidos…”.
Aunado a lo anterior, es importante mencionar que todo esto no hubiera sido posible si Díaz no hubiera acabado con la inseguridad provocada por gavillas de asaltantes y ladrones, a quienes combatió mediante una policía denominada “los Rurales”. Este cuerpo policial acabó con los asaltos en el campo y en las vías de comunicación y restableció la seguridad en poblados y caminos, haciendo posible que pudiera recuperarse la confianza entre agricultores y comerciantes y consecuentemente renaciera la vida económica del país. En este sentido, es pertinente señalar que, en materia de acabar con la inseguridad, el actual gobierno de López Obrador tiene mucho que aprenderle al régimen porfirista.
Díaz recibió un país desolado y en postración. En un periodo relativamente corto logró poner a México de pie. Al finalizar su régimen destacan, entre sus logros, la construcción de obras portuarias, mercados, escuelas, hospitales, edificios públicos, el equilibrio de la balanza de pagos, el superávit de la hacienda pública y, en términos generales, la estabilidad de la moneda.
Además de las obras materiales, restableció valores morales tales como la honradez en el manejo del dinero público y la política de seleccionar a los hombres más aptos, dejando de lado amiguismos, compadrazgos e influencias personales.
El legado económico de Porfirio Díaz para el México de nuestros días lo podemos apreciar a través de los miles de kilómetros de vías férreas construidos durante su régimen, por las industrias, el sistema bancario, comercios, puertos, nuevas ciudades y edificios, muchos de los cuales todavía podemos contemplar y utilizar actualmente (como el edificio de correos en el centro de la Ciudad de México, conocido como Palacio Postal).
Todos los mexicanos necesitamos tener una visión objetiva de nuestra historia, a fin de dejar atrás el maniqueísmo y la manipulación de nuestro pasado.
Respecto a la figura de Porfirio Díaz quizá debamos escuchar las atinadas palabras del historiador Enrique Krauze, quien al respecto nos dice: “Necesitamos mucha más información, conocimiento y debate para llegar al balance adecuado que él mismo pidió cuando renunció a la Presidencia en 1911. Creo que ese juicio objetivo, equilibrado, todavía no ha llegado. Pero, desde luego, ahora está muy lejos de ser el villano terrible que enseñó durante tantos años la historia oficial”.