Por: Luis Reed Torres
En veces el comentario se dificulta porque en determinado momento se carece de tema más o menos importante, o bien porque, habiéndolo, me encuentro con el insalvable problema de que supera mi modesta capacidad de análisis y entonces opto por soslayarlo momentáneamente, sin perjuicio, claro está, de adentrarme después en el asunto con el propósito de comprenderlo, por lo menos en buena parte.
En semejante cavilación me hallaba cuando recordé que hace algunos años cruzó por mi mente como relámpago una brillante idea: invocar al espíritu de don Francisco Ignacio Madero –que en eso del espiritismo se las traía– con la interesada pretensión de que me auxiliase a redactar unas líneas para un artículo que necesitaba entregar a cierta publicación. Así lo hice y el resultado son los párrafos que reproduzco y ofrezco de todo corazón a los lectores amables que tengan a bien dispensarme su atención, toda vez que lo que me dijo el señor Madero en aquella ocasión mantiene su vigencia.
Naturalmente, y no sin sonrojo, me vería yo precisado a firmar las ideas de don Francisco sobre cualquier asunto que tratara. Ideas ajenas, pues.
Así las cosas, y tras una ceremonia en la que pronuncié ciertas cabalísticas palabras, se me hizo presente el espíritu de aquel prócer, el cual, tras las presentaciones de rigor y luego de conocer mi deseo de que me platicara algo, lo que desease, se dirigió a mí de la forma siguiente:
“Los pueblos, en su esfuerzo constante porque triunfen los ideales de libertad y justicia, se ven precisados en determinados momentos históricos a realizar los mayores sacrificios”.
–Viene usted muy solemne, don Pancho–, me permití interrumpir, aunque tímidamente.
–Déjeme continuar, que para eso estoy aquí–, me contestó algo enfadado.
“Nuestra querida patria ha llegado a uno de esos momentos: una tiranía que los mexicanos no estábamos acostumbrados a sufrir, desde que conquistamos nuestra independencia, nos oprime de tal manera que ha llegado a hacerse intolerable. En cambio de esta tiranía se nos ofrece la paz, pero es una paz vergonzosa para el pueblo mexicano, porque no tiene por base el derecho, sino la fuerza; porque no tiene por objeto el engrandecimiento y la prosperidad de la patria, sino enriquecer a un pequeño grupo que, abusando de su influencia, ha convertido los puestos públicos en fuente de beneficios exclusivamente personales, explotando sin escrúpulos las concesiones y contratos lucrativos”.
El espíritu, que pese a serlo permitía adivinar buena parte de la envoltura carnal de don Francisco –estatura breve, envidiable esbeltez, cabello entrecano, barba pulcramente recortada–, continuó doctoralmente:
“Tanto el Poder Legislativo como el Judicial están completamente supeditados al Ejecutivo; la división de los poderes, la soberanía de los estados, la libertad de los ayuntamientos y los derechos del ciudadano sólo existen escritos en nuestra Carta Magna; pero, de hecho, en México casi puede decirse que reina la ley marcial; la justicia, en vez de impartir su protección al débil, sólo sirve para legalizar los despojos que comete el fuerte; los jueces, en vez de ser los representantes de la justicia, son agentes del Ejecutivo, cuyos intereses sirven fielmente; las cámaras de la unión no tienen otra voluntad que la del dictador; los gobernadores de los estados son designados por él, y ellos, a su vez, designan e imponen de igual manera a las autoridades municipales”.
“De esto resulta que todo el engranaje administrativo, judicial y legislativo obedecen a una sola voluntad”.
Al percatarme de que el espíritu de don Francisco I. Madero no tenía para cuando acabar y que, por el contrario, cada vez denotaba mayor fogosidad y sorprendente exultante, aproveché la pausa que hizo para tomar aire.
–Con eso es más que suficiente, don Pancho. Todo está muy bien. Pero dígame, ¿de dónde carambas ha tomado usted semejantes conceptos?
Tras lanzarme una rápida mirada de trueno, desusada para su habitual y proverbial cortesía, el espíritu de don Francisco respondió:
–A leguas se nota que usted es un ignorante que de historia sabe un comino. Mire que preguntarme eso. ¿Cómo que de dónde sale todo lo que acabo de decirle? Pues simple y sencillamente del Plan de San Luis, fechado el 5 de octubre de 1910, y que me sirvió de base para llamar a la Revolución del 20 de noviembre de ese año contra el régimen de Porfirio Díaz. De eso quería usted hablar. ¿O no?
–Pueees, ssssí, don Pancho, pero… verá usted… es que yo… o sea…
Más incómodo que nunca por mis interrupciones, vacilaciones e ignorancia, el espíritu de don Francisco Ignacio Madero me dejó con la palabra en la boca, se esfumó rápidamente y pasó de nuevo a ocupar su sitio en la morada de la historia.