Por: Luis Reed Torres
A fines del año 1866 el Segundo Imperio Mexicano se tambaleaba peligrosamente: las primeras tropas francesas se habían empezado a embarcar ya de regreso a su país; la Emperatriz Carlota recién había viajado a Europa con el propósito de lograr el mantenimiento de aquellos soldados en nuestro país sin conseguir más que sumergirse en el abismo de la locura, y el Ejército Imperial Mexicano, tan necesario para la consolidación del trono, era prácticamente inexistente merced a la política de sabotaje seguida por el Mariscal Francisco Aquiles Bazaine que, a estas alturas, presionaba de todas formas al Emperador Maximiliano a fin de obligarlo a abdicar. En otras palabras, la situación para los defensores de aquella causa no podía ser peor…
En tal tesitura, el monarca se dirigió a Orizaba con el propósito apenas disimulado de abdicar. Su moral estaba por los suelos y en ese momento sólo pensar en el retorno a Europa, más que por temor a la suerte adversa de las armas, por su angustia de conocer las lamentables condiciones físicas y mentales de su real consorte.
Sin embargo, dos acontecimientos provocaron un vuelco inesperado en el ánimo del Emperador: el arribo de los generales Miguel Miramón y Leonardo Márquez –quienes regresaban de un virtual destierro decidido en momentos en que su presencia en el país habría cambiado quizá la suerte del Imperio– y una carta que la archiduquesa Sofía, madre de Maximiliano, habría escrito a su hijo impeliéndole a combatir hasta el fin y, de ser necesario, sepultarse bajo las ruinas del trono (la verdad sea dicha, aunque muchos historiadores hacen referencia a esta supuesta misiva, es el caso que, según entiendo, jamás ha aparecido el texto en publicación alguna y no pocos estudiosos externan sus dudas de que en verdad haya sido redactada jamás).
Por otra parte, tras acatar el voto de la junta de consejeros y ministros reunida en Orizaba, el Emperador resolvió permanecer en el país: ahora se hallaba íntimamente ligado a los conservadores, a quienes al principio de su reinado había despreciado y echado a un lado en aras de una política de imposible conciliación que ni le congració con los elementos liberales y sí, en cambio, le distanció de los conservadores. En los momentos supremos, empero, éstos se encontraban alrededor del trono y dispuestos a luchar hasta el fin.
Así, el 14 de enero de 1867, en el Palacio Nacional de México se celebró nueva junta del Consejo de Ministros –sin la asistencia de Maximiliano–, y en la misma el Mariscal Bazaine realizó un postrer intento por conseguir la abdicación imperial. Para el efecto expresó algo desfavorable para los mexicanos y aseguró que el pueblo era proclive al sistema republicano y federal.
No fue Bazaine muy lejos por la respuesta: como impulsado por un resorte, don Alejandro Arango y Escandón –intelectual de fuste, hombre probo, notable escritor y orador y uno de los personajes verdaderamente ilustres de México– se levantó de su asiento y replicó en plena cara del Mariscal de Francia la alocución que reproduzco íntegramente, tanto por los vigorosos conceptos que contiene en todos los órdenes y que todos los mexicanos deberíamos justipreciar, como por el absoluto desconocimiento que de ella se tiene aun en círculos pretendidamente informados.
Dice así:
«Señores:
«Los que un día, rico en esperanzas, concurrimos a la erección del trono imperial de México; los que en Orizaba aconsejamos a Su Majestad no abandonase el poder mientras la nación, pero la verdadera nación, no le retirara ese poder; los que hemos creído y alimentamos aún la convicción firmísima de que las instituciones monárquicas son una defensa para nuestra cada vez más amenazada nacionalidad, no podemos aprobar hoy el pensamiento de abdicación.
«El ministerio acaba de exponer que cuenta con los hombres y los recursos necesarios para dar la paz al país. Yo tengo por muy veraces a los señores ministros; carezco de datos para refutar la palabra oficial pero temo que no haya la exactitud necesaria en esa palabra.
«A pesar de eso debemos luchar, y luchar hasta el fin, por conservar el principio monárquico en México, base y elemento esencial de la vida, del engrandecimiento y de la prosperidad de nuestra patria.
«Señores: desde que nuestro país se hizo independiente, los dos partidos que se han disputado el poder han venido, sin quererlo, probando con sus obras, que no estiman suficientes los recursos de la nación para hacer no ya que prospere, más que viva siquiera. Dura es de decir esta verdad; pero, si ha de curarse la llaga ¿convendrá apartar de ella los ojos? He aquí el origen de nuestras alianzas con el extranjero.
«Los hombres del Partido Conservador (y yo, señores, protesto que no pertenezco a partido alguno por más que mis ideas me acerquen y mucho a los conservadores); los hombres del Partido Conservador, repito, juzgaron que solicitar una alianza en Europa ofrecía ventajas sin riesgo alguno; y por sus antecedentes, sus tradiciones, sus designios, su sangre, buscaron y consiguieron esa alianza; de ella ha resultado nuestra monarquía.
«Los hombres del Partido Liberal –continuó don Alejandro, abogado políglota que ocupó cargos públicos sin cobrar estipendio alguno– solicitaron, y han obtenido a su vez, el apoyo de Estados Unidos, harto más eficaz por lo visto que el de Europa. Yo no descubro traición en uno ni en otro pensamiento, pero en el del Partido Liberal me parece que hay inmensos riesgos para el país. ¿Podrá encontrarse hoy en México quien no conozca claramente los planes y las miras de nuestro pérfido y ambicioso vecino?
«¿Qué elemento, qué huella de nuestra civilización mexicana queda en las provincias que nos fueron arrancadas, no ha mucho, por la fuerza y sólo por la fuerza?
«Y diré de paso que no sé si, al realizar su designio de muerte para nosotros, han consultado bien su interés los Estados Unidos de Norteamérica: la ambición ciega y Dios la castiga precisamente antes que todo con esa ceguedad. México, demasiado grande como territorio para ser la agregación de ningún otro pueblo, está situado al sur de la no muy afianzada Unión Americana»
(Aludía el orador a la guerra civil estadunidense que recién había concluido. El gobierno triunfante no se anexó nuevos territorios mexicanos a fin de no reforzar a los estados sureños, pero su influencia política en México persistió incontrastable. Paréntesis de LRT)
II
Prosiguió de esta manera Arango y Escandón, oriundo de la ciudad de Puebla, donde había nacido en 1821:
«Séame licito, señores, preguntar ahora: ¿ha cumplido nuestro aliado con sus deberes? La imparcial historia lo decidirá. El señor Mariscal Bazaine ha asegurado, según acaba de oír la junta, que ha tenido bajo su mando más de treinta mil soldados franceses y veintidós mil mexicanos y que, sin embargo, no ha podido pacificar al país. Ha agregado que, por los informes de sus generales recién llegados del interior, tiene hoy adquirido el convencimiento de que la opinión de los pueblos no es monárquica, sino republicana. Yo, señores, respeto mucho a esos generales; pero no vacilo en afirmar que vienen engañados.
«Lo que el país quiere ante todo es paz; se prescindirá con gusto de los derechos políticos con tal de disfrutar por completo de las garantías civiles. Nuestro pueblo (y no somos una excepción entre los demás del universo) se ocupa muy poco de formas y de sistemas de gobierno. Lo digo sin agravio de nadie; y entre nosotros será bendito el gobernante que devuelva a esta desgraciada sociedad el sosiego que las malas pasiones de unos cuantos le han arrebatado; que sea un escudo a la honra y a la propiedad de los ciudadanos; que levantando sobre todo su corazón y sus ojos al cielo, apoye sus mandatos en las prescripciones de nuestra santa religión, sin el respeto de la cual no es posible lisonjearse con esperanza de orden y de verdadera libertad. Al que tales conquistas realice no le preguntará la generalidad de los mexicanos si se llama Emperador o Presidente. Créalo así el señor Mariscal.
«No, la opinión de los pueblos no es adversa al Imperio. La revolución no sería lo bastante fuerte para derribar el trono sin las amables condescendencias, sin la complicidad del poder interventor. Esa es la verdad».
Y comenzaron los punzantes dardos de don Alejandro Arango y Escandón –también Director de la Academia Mexicana de la Lengua en 1877 y traductor de diversas obras de literatos europeos–:
«Me gustan, señores, las reminiscencias históricas.
«En el siglo dieciséis, el Papa Paulo IV declaró la guerra a Felipe II. Trataba de hacer valer ciertos derechos en el reino de Nápoles, en posesión del cual estaba el Rey Católico, a quien no era fácil en verdad hace prescindir de ninguna de sus adquisiciones. El Papa se buscó auxiliares y los halló en Francia. La cuestión interesaba vivamente, como saben todos, a esta nación, y su rey, Enrique II, comprendiéndolo así, envió a Italia buen golpe de gente. Mandábala el Duque de Guisa, noble, entendido y valiente capitán, y además de esto, señor Mariscal, muy católico. Pero el Duque de Alba –que valía tanto al menos como el General Sherman– mandaba los tercios españoles –que valían algo más que los filibusteros que han ocupado a Matamoros–«.
(Aludía aquí el orador al militar estadunidense hostil al Imperio y aliado de los juaristas republicanos, así como a la incursión del General Sedgwick contra los cuerpos imperiales acantonados en esa población mexicana del norte vecina a Brownsville, Texas. Paréntesis de LRT)
Continuó Arango y Escandón:
«La suerte fue adversa a los aliados del Pontífice: el Duque de Alba, de victoria en victoria, llegó a plantar sus reales a las puertas de Roma.
«¿Sabéis, señores, cómo se formaban entonces los ejércitos? Alrededor de un pequeño grupo de tropas regulares y disciplinadas se reunía tupido enjambre de aventureros, cuyas pagas andaban siempre atrasadas y que no se proponían más que enriquecerse con el botín y los despojos de los pueblos que tenían la desgracia de recibirlos. Gente sin Dios y sin ley, rara vez respetaba a sus jefes. Roma ya los conocía y el terror se apoderó de sus moradores. Paulo IV, tranquilo, descansaba sin embargo esperando mucho todavía de sus bravos auxiliares y, sobre todo, de los tratados. ¡Pobre Papa!
«Las cosas, entretanto, se habían complicado en el norte de Francia, y Enrique II ordenó al Duque de Guisa que, abandonando al Pontífice, viniese presto en su propio auxilio. El Duque comunicó la noticia al Pontífice y se dispuso a ejecutar la orden; y la historia no le culpa por esto, señor Mariscal, pues que no le tocaba más que obedecer, aunque agrega que no pesaba al Duque poner término a una campaña como aquélla, muy escasa de laureles para él.
«En aquellos terribles momentos, Paulo IV, tomando consejo de su ira, que nadie negará fuera justísima, dirigió al general francés estas memorables palabras que yo, en nombre del ofendido monarca de México, en nombre de esta nación que no tiene tampoco más culpa que la de haber fiado demasiado en el extranjero, me creo autorizado a repetir ahora a Vuestra Excelencia: «Idos, nada importa. Habéis hecho muy poco por vuestro soberano, menos aún por la Iglesia; nada, absolutamente nada por vuestra honra».
«Señor Mariscal: los que hemos hecho cuanto hemos podido por el altar, cuanto hemos podido por el trono, estamos ciertos de que conservamos ileso el honor; los que en la lucha presente hemos comprometido la fortuna, la vida, dando así una prueba de que amamos a nuestra patria con un ardor igual a la magnitud de sus desdichas, tenemos derecho a proclamar que no es a nosotros a quienes ni ahora ni en el porvenir podrán aplicarse estas palabras»
(Gibaja y Patrón, Antonio, Comentario Crítico, Histórico, Auténtico a las Revoluciones Sociales de México, Tomo V, México, Editorial Tradición, 1973, 516 p., pp. 130-133. La primera edición de esta magna obra data de 1926 y su autor fue un distinguido historiador yucateco, hoy injustamente olvidado)
Así habló don Alejandro Arango y Escandón, ilustre varón mexicano, aquel 14 de enero de 1867 en Palacio Nacional y ante treinta y tres asistentes a la importante junta, entre ministros y consejeros de Estado, que votación de por medio decidieron la permanencia de Maximiliano en el trono de México.
En cuanto a Francisco Aquiles Bazaine, Mariscal de Francia a quien fue dirigida directa y personalmente la filípica, lejos de retar a duelo a Arango y Escandón se limitó a decir que éste se había entregado a «disgresiones inútiles» y se escabulló del asunto lo mejor que pudo. Tres años más tarde, en 1870, Bazaine concluiría ridícula y deshonrosamente su carrera militar al rendir vergonzosamente en Metz su ejército de 180 mil hombres frente a los prusianos. Procesado luego por traición a la patria, fue condenado a muerte aunque al cabo la pena se le conmutó por veinte años de prisión.
Con ayuda de algunos cómplices escapó de prisión en 1874 y se refugió en España, donde murió en 1888, pobre y olvidado. En México había casado en 1865 en segundas nupcias –era viudo– con la joven mexicana Josefa Peña y Azcárate, de escasos veinte años.