Por: Luis Reed Torres
Cuando el 19 de junio de 1867 una descarga de fusilería puso punto final al Segundo Imperio Mexicano en Querétaro, el Cerro de las Campanas presentaba un aspecto poco acogedor y, por el contrario, aparecía triste y desolado, árido y con gran cantidad de materia rocosa.
El lugar de la ejecución de Fernando Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía era un terreno de lo más accidentado que pudiera imaginarse; lucía gran número de esas piedras tan especiales que le dieron su nombre al chocar entre sí y que semejaban el tañer de una campana y su vegetación era notoriamente escasa.
Al correr del tiempo tal sitio se volvió famoso nacional y mundialmente, pues representaba el epílogo de aquel dramático episodio de la historia mexicana que, en su tiempo, estremeció al orbe y provocó –y aún provoca– innumerables polémicas donde generalmente la pasión impera sobre la verdad.
Cuando en esa soleada mañana de verano de aquel 1867 tres cuerpos cayeron atravesados por las balas republicanas, varias mujeres del pueblo –inconscientes protectoras de la Historia– empaparon sus pañuelos y algodones en la sangre de las víctimas y levantaron tres rudimentarios montículos de piedras para luego clavar en la cúspide de ellos sendas cruces hechas con varas. Quedaron así señalados transitoriamente los espacios exactos en que se habían desplomado los fusilados.
Fue hasta 1884 –o sea diecisiete años después de la ejecución– que el general Rafael Olvera, antiguo subordinado de Tomás Mejía y a la sazón Gobernador de Querétaro, mandó construir en el cerro un monumento que consistía en tres pilastres y en los que quedaron inscritos los nombres de los ejecutados.
Pocos años se mantuvo ese monumento, ya que a iniciativa del noble austriaco doctor barón Francisco Kaska y de la colonia austriaca en México, se resolvió erigir –previo permiso concedido por el gobierno del Presidente Porfirio Díaz– una capilla formal en póstumo homenaje a los desaparecidos.
Y así, con la presencia del coronel de húsares austriaco príncipe Carl Khevenhüller y de otros nobles más, la capilla del Cerro de las Campanas fue solemnemente inaugurada el 10 de abril de 1901 bajo el oficio religioso del obispo de la diócesis de Querétaro, monseñor Eduardo Sánchez Camacho. También un 10 de abril, pero de 1864, Maximiliano de Habsburgo había aceptado formalmente en su castillo de Miramar la corona imperial de México. Concordó, pues, el aniversario del advenimiento al trono, con la erección de la capilla.
(Por lo demás, consigno aquí que Khevenhüller había sido adversario militar del general Díaz durante el Imperio, si bien entablaron cordial amistad una vez concluido el conflicto. De hecho, el coronel príncipe había engendrado en México un hijo con una aristocrática dama mexicana, Leonor Rivas Mercado de Torres Adalid, uno de cuyos hermanos fue el arquitecto Antonio Rivas Mercado, constructor de la columna de la Independencia, entre otras obras. Leonor era esposa de Javier Torres Adalid, conocido magnate y uno de los principales productores de pulque en México. Al parecer, la familia de la dama en cuestión nunca permitió que el húsar austriaco conociera al fruto de aquel amor, lo que debe haber constituido una amarga pena para aquel soldado –reconocido por su valor en el campo de batalla–, pues ese pequeño fue el único que procreó en su vida)
Finalizada la ceremonia en el Cerro de las Campanas, los nobles austriacos pusieron en manos del obispo de Querétaro una cruz fabricada con madera de la fragata Novara, aquella que trajera al archiduque a estas tierras, rebosante de alegría y de esperanza, y que más tarde se encargaría igualmente de la penosa misión de transportar sus restos a Europa. Un mismo capitán de la nave, el almirante Wilhelm Tegetthoff, afamado comandante de la armada austriaca, fue el encargado de cumplir ambas tareas.
El 27 de junio de ese mismo año 1901, México y Austria reanudaron relaciones diplomáticas tras treinta y cuatro años de ruptura. El Emperador Francisco José designó como su representante en México al conde Gilbert Hohenwart von Gerladchstein. Por su parte, el gobierno mexicano nombró a don José de Teresa y Miranda ministro plenipotenciario ante la corte de Viena.
Terminaba así la fricción que por la contienda de todos conocida había distanciado a México y a Austria. Se pensó quizá que más valía olvidar con el naciente siglo XX todos los sinsabores dejados por aquella lucha sangrienta que involucró, junto con Francia, a ambos países. Empero, la lucha continuó –y ciertamente continúa a juzgar por la interminable historiografía que se ocupa de la época de la Reforma, la Intervención y el Imperio– en la intimidad de muchos corazones.