Por: Luis Reed Torres
A principios de octubre de 1866, el Segundo Imperio Mexicano empezaba a tambalearse peligrosamente. Las tropas francesas habían empezado a retirarse del país, urgidas con gran premura por su emperador Napoleón III ante la presión diplomática estadunidense, y los republicanos tomaban plaza tras plaza, en muchos casos prácticamente sin combatir. La vergonzosa conducta del Mariscal Francisco Aquiles Bazaine, de impedir la formación de un ejército nacional que apoyara a Maximiliano después de la evacuación francesa, empezaba a rendir amargos frutos.
Carlota, Emperatriz de México que se distinguía por su férrea voluntad de hacer frente a todas las adversidades, había partido a Europa en julio de aquel año con la misión/intención de que Napoleón «El Pequeño» cumpliera lo estipulado en el tratado de Miramar y no abandonara a su suerte a Maximiliano.
Sin embargo, como es ampliamente conocido, la empresa resultó del todo infructuosa: rechazada su demanda por el Emperador de Francia, Carlota, a la sazón de sólo veintiséis años, recurrió desesperadamente al Papa Pío IX en busca de ayuda para su causa. Pero todo fue inútil. Decidido estaba que el Imperio Mexicano no recibiría ni un franco ni un soldado más. Y fue en el propio Vaticano donde la infortunada hija de Leopoldo I –rey de los belgas fallecido en 1865– comenzó a dar muestras de un grave desequilibrio mental. Y como su situación se agudizara, fue menester que el Conde de Flandes, su hermano, la recogiera para llevarla a Bélgica –después de una estancia en Miramar–, donde moriría hasta 1927, es decir sesenta años después de caído el Imperio y fusilado su esposo.
En México, por los días en que Carlota desempeñaba su gestión en Europa, el Emperador Maximiliano era presa de acusada melancolía. Acostumbrado a la energía y reciedumbre de su real consorte, sentíase abandonado del mundo y en su mente bullía ya sin cesar la idea de abdicar a la corona que tan amargos sinsabores le había acarreado.
Así las cosas, el 18 de octubre de 1866, después de la comida servida al Emperador en Palacio Nacional –y a la que sólo asistieron el consejero Teodoro Herzfeld, el padre Agustín Fischer y el doctor particular de Maximiliano, Samuel Basch–, se recibieron dos despachos de Europa. Uno provenía del Conde de Bombelles, ex jefe de la Guardia Palatina que había acompañado a Europa a la Emperatriz; el otro era de Martín del Castillo y Cos, antiguo Ministro de Relaciones Exteriores y de la Casa Imperial, también integrante de la comitiva de Carlota. Ambos daban la fatal noticia de la locura de Carlota.
Según refiere en sus Memorias el doctor Basch, el consejero Herzfeld se puso a descifrar los mensajes, que venían en clave tal y como se acostumbraba; pero al enterarse del contenido trató de ocultárselo a Maximiliano, simuló que no podía traducir bien y sólo dijo al Emperador que «parecía que había alguien enfermo en Miramar, posiblemente la señora Barrio, mexicana y dama de honor de la Emperatriz». Empero, Maximiliano, que notó sumamente nervioso a su amigo y consejero, percibió que ocurría algo más grave y exigió saber toda la verdad «porque así estoy con mayor tormento».
Minutos después, con el rostro demudado por la inesperada emoción, Maximiliano preguntó al doctor Basch: «¿Conoce usted al doctor Riedel, de Viena?». «No bien oí este nombre –dice Basch en sus Memorias–, cuando lo comprendí todo. Herzfeld había dicho al fin la verdad, y aun cuando yo hubiera querido mantener al Emperador en la ilusión, no me era posible mentir. Es el director de la Casa de Dementes, respondí» (Basch, Samuel, Recuerdos de México, Memorias del Médico Ordinario del Emperador Maximiliano, México, Imprenta del Comercio de N. Chávez, a cargo de J. Moreno, Calle de Cordobanes número 8, 1870, 479 p., pp. 36-40, con Rectificaciones de Hilarión Frías y Soto –médico, periodista e historiador liberal– a partir de la página 328).
(El doctor Samuel Basch –1837-1905– se había formado en las universidades de Praga y de Viena, y en México fue cirujano jefe del hospital militar de Puebla en tiempos del Imperio. Inventó el esfigmomanómetro en 1881, un aparato medidor de la presión sanguínea, y escribió numerosos artículos obviamente sobre cuestiones médicas, en especial de anatomía. Su obra sobre México fue escrita a requerimiento de Maximiliano y, tras el fusilamiento de éste, se hizo cargo de su cuerpo y retornó con él a Austria a fines de noviembre de 1867. El Emperador Francisco José, hermano de Maximiliano, lo nombró Ritter –Caballero– poco tiempo después)
Al saber Maximiliano la suerte corrida por su esposa, no pensó sino en abdicar a la primera oportunidad. Quería reunirse con ella en Europa y abandonar para siempre la aventura mexicana. Un factor, entre otros –sobre todo salvar su dignidad–, hizo mella en su decisión y lo hizo desistir de su inicial propósito: la noticia de la llegada de los generales Miguel Miramón y Leonardo Márquez, procedentes de Prusia el primero y de Tierra Santa el segundo, quienes se pusieron de inmediato a las órdenes del Emperador y le ofrecieron sus bien conocidas espadas para sostener el vacilante Imperio. Ambos habían sufrido un no tan disimulado y absurdo destierro para evitar ser un obstáculo en la reconciliación política buscada por Maximiliano que, como otras muchas laudables intenciones, fracasó totalmente.
El camino final quedó así allanado para el último episodio en Querétaro. Prisionero ya Maximiliano, los generales Miramón y Mejía le mintieron piadosamente y le aseguraron que habían recibido noticias de Europa que informaban de la muerte de Carlota. Esto reconfortó al Emperador, y ya sin nada que lo atara a esta vida como él mismo dijo, marchó mucho más tranquilo a la muerte. Alcanzaría a su esposa en el más allá. Por lo pronto, la cita inmediata era en el Cerro de las Campanas. Cúmplense por estos días 152 años de este último acontecimiento…