Fuente: IDIHPES, Luis Reed Torres
Exactamente ciento cincuenta años atrás, tres destinos convergieron en el Cerro de las Campanas en Querétaro: Miguel Miramón, criollo, Niño Héroe de Chapultepec frente al invasor estadunidense en 1847, caudillo militar y Presidente a los 27 años, ejemplo de bizarría y nobleza, adarga y brazo fuerte del Partido Conservador; Tomás Mejía, indio puro de la sierra queretana, especialista temible en las cargas de caballería, de acrisolada honradez y paradigma de valor y de lealtad, el mismo que había dicho al Emperador al conocerlo: “Señor, yo no sé hablar, ni mucho menos decir lo que otros quieren que diga; sólo soy un soldado rudo que está dispuesto a derramar su sangre junto a la suya si así lo deparara la suerte en el campo de batalla”; y Fernando Maximiliano de Habsburgo, el noble y soñador austriaco descendiente de Carlos V, el amante del arte y de las letras devenido político en una nación extraña a él y salpicada de sangre por innumerables contiendas fratricidas, el que basó su acción en la búsqueda de una imposible reconciliación de los partidos en esta su patria de adopción y que cayó finalmente sin disminuir un ápice el honor de su ancestral alcurnia.
Los tres habían padecido, con los remanentes del Ejército Imperial Mexicano, un riguroso sitio de setenta días de duración impuesto a la levítica ciudad por las huestes republicanas de los generales Mariano Escobedo, Ramón Corona, Nicolás Régules, Sóstenes Rocha y otros.
Los combates, sangrientos con cuantiosas pérdidas materiales y humanas, atestiguaron el singular arrojo de imperiales y republicanos, y los actos de heroísmo se multiplicaron por todas partes.
En el ataque a la hacienda de San Juanico y luego en los cerros del Cimatario y San Gregorio, el general Miguel Miramón se había batido con su destreza característica a pesar de hallarse en desventaja númerica y armamentística frente al enemigo; en la Casa Blanca, aledaña a Querétaro, el general Tomás Mejía, presa de fiebres intermitentes que en veces le impedían luchar, encabezó lanza en ristre a sus tropas contra los republicanos y gritó: “Muchachos, así muere un hombre”; el Emperador, por su parte, se jugaba la vida todos los días frente a los cañonazos de los sitiadores, mantenía enhiesto el espíritu, se preocupaba por los heridos y repetía que un Habsburgo como él jamás abandonaría su puesto.
Pero paulatinamente el cerco se iba estrechando a pesar de los prodigios de valor de los sitiados. Y así, el fin llegó el 15 de mayo de 1867, cuando el coronel Miguel López, comandante del punto fuerte en el Convento de la Cruz, franqueó a los republicanos la entrada por una barda adjunta al colonial inmueble y en pocas horas la ciudad quedó ocupada enteramente por las fuerzas de Escobedo, comandante en jefe republicano. Sólo la traición había dado la victoria a los sitiadores.
Tras un simulacro de juicio en que Maximiliano, Miramón y Mejía fueron encausados de acuerdo con la ley juarista de 25 de enero de 1862 –que de hecho condenaba a muerte a todo aquel partidario de la intervención europea– en lugar de la Constitución de 5 de febrero de 1857 que prohibía la pena capital a reos de orden político y que Juárez decía obedecer, los tres fueron sentenciados al paredón.
A las siete y quince minutos de aquel 19 de junio de 1867, un bello día de sol radiante y límpida atmósfera, los tres personajes arribaron al Cerro de las Campanas –procedentes del Convento de Capuchinas–, transportados en sendos carruajes. Y con paso firme se dirigieron al lugar designado para la ejecución. Por un momento parecía que Mejía flaqueaba, pero no por cobardía, sino simple y sencillamente porque sus males físicos le obligaban a desplazarse con más lentitud.
Designado para ocupar el centro, Maximiliano prefirió poner en tal sitio a Miramón: “Un valiente debe ser reconocido a la hora de la muerte. Permítame, General, que le ceda el lugar de honor”. Y lo estrechó cálidamente en sus brazos.
Luego, el Emperador se volvió a Mejía: “General –le dijo–, lo que Dios no premia en la tierra lo hará ciertamente en el cielo”. Y también abrazó con vigor a aquel bravo adalid.
Acto seguido, los dos generales, compañeros en mil batallas se estrecharon fraternalmente.
“Ojalá que mi sangre –expresó Maximiliano– selle las desgracias de mi nueva patria. ¡¡Viva México!!
Miramón habló estentóreamente, como cuando en mejores tiempos arengaba a sus tropas:
“Mexicanos, en el consejo de guerra mis defensores quisieron salvar mi vida; aquí, pronto a perderla y cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto por la mancha de traidor que se ha querido imputarme para cubrir mi sacrificio. Perdono a los autores de este crimen y espero que Dios me perdone y que mis compatriotas aparten de mis hijos tan villana mancha haciéndome justicia. ¡¡Viva México!!
Nada habló Mejía. Sólo se le oyó musitar “Virgen Santísima”, y luego apartó de su pecho el crucifijo que llevaba al ver que le apuntaban.
Dióse la voz de fuego…
Y tres personajes pasaron a la inmortalidad…
En efecto, al mostrarse inflexible en la condena a muerte de Maximiliano, Miramón y Mejía, Juárez propició, aun sin quererlo, que el breve período del Segundo Imperio quedara indeleblemente marcado en la historia mexicana con un sello de permanente vigencia, revestido además de una romántica aureola y envuelto en una atmósfera de epopeya homérica de heroísmo, de valor, de sacrificio, de lealtad, de abnegación y, sobre todo, de tragedia.
De haber conmutado la pena, don Benito, desde lo alto de su montaña, habría condenado a los tres sentenciados a algo mucho peor que la muerte: la indiferencia y/o el olvido. Maximiliano, de regreso en Europa con más pena que gloria, habría sin duda visto transcurrir sus días inmerso en una nube gris e intrascendente, y seguramente jamás hubiera logrado deshacerse de una imagen de fracasado; Miramón, por su parte, aunque es altamente probable que siguiese de irreductible enemigo del gobierno liberal –más aún con Juárez a la cabeza–, luego de purgar alguna condena en prisión difícilmente habríase hallado en condiciones de revivir sus días de esplendor frente a un enemigo ya sólidamente fortalecido y plenamente consolidado merced al poderoso aliado yanqui; Mejía, a su vez, se hallaba tan seriamente enfermo que apenas había podido combatir durante el Sitio de Querétaro –eso sí, con particular atingencia y singular valor en las acciones en que participó– y sus males parecían irreversibles, sin demasiado margen como para pensar en una vida longeva, tanto más cuanto que la ciencia médica de la época se rendía ante infecciones más o menos graves.
En otras palabras, preso o en libertad, a don Tomás se le hubieran aunado los padecimientos morales –la derrota total de su causa– a los físicos, y era altamente improbable que viviera mucho tiempo más.
Si tal hubiera sucedido, el recuerdo del Imperio se habría desvanecido sin duda al igual que sus protagonistas –“los hombres pasan como las nubes, como las naves, como las sombras”–, y hoy sólo se le consideraría un suceso más sin mayor particularidad entre tantos otros que pueblan la historia mexicana, con algunas peculiaridades pero hasta ahí.
Pero Juárez, al insistir en la muerte insufló vida y permanente esplendor a un episodio que, aun con atractivas características, no hubiera adquirido la dimensión espectacular con la que finalmente pasó a la posteridad, incluso a nivel internacional. Y así, aquellos a quienes don Benito se empeñó en aniquilar físicamente irradian luz a través de una copiosísima historiografía y gozan todavía de cabal salud en el interés de muchos estudiosos que hurgan y escudriñan alrededor de un tema que a lo que se ve parece inagotable.