Por: Luis Reed Torres
Para nadie es un secreto que Venezuela es hoy un país que literalmente se muere de hambre. Es común ver fotografías de gente desesperada buscando algo de comer en los botes de basura, o bien recorriendo los anaqueles vacíos de los supermercados. Algo impensable en una nación rica en petróleo que si bien enfrentaba a fines del siglo XX diversos problemas como el resto de los países de Iberoamérica –entre los que se destacaba la corrupción–, mantenía la suficiente estabilidad económica como para permitirle a la mayoría de sus ciudadanos vivir aceptable y decorosamente, y desde luego con libertad política y pleno respeto a la manifestación de ideas.
¿Pero qué sucedió tras los regímenes de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera? Simple: el ascenso de Hugo Chávez, que se entronizó en el poder durante catorce años –hasta su muerte– y arrastró a Venezuela a un desastre de proporciones inimaginables del que sabrá Dios cuándo pueda liberarse. Dicho de otro modo, los venezolanos salieron de gobiernos censurables en varios aspectos –no en todos– para entregarse a uno nuevo que, encabezado por un líder mesiánico, resultó incomparablemente peor que los que habían dejado atrás.
Naturalmente que para ascender al poder, Chávez prometió el oro y el moro a los venezolanos: fin de la corrupción, respeto y fomento de la iniciativa privada, todo tipo de libertades públicas –políticas y de prensa, desde luego– y hasta un referéndum para que, después de dos años de mandato, el pueblo decidiera si quería o no que continuara en el mando de la nación. Ahí están los incontestables videos que demuestran tales aseveraciones.
¿Y qué pasó después? Simple: Chávez no sólo no cumplió nada de lo prometido sino que, por el contrario, se rodeó de favoritos que resultaron más corruptos que los anteriores de la llamada clase política, hostilizó sin tregua a la empresa privada con arbitrarias expropiaciones decididas en un momento, coartó la libertad política mediante la represión de sus opositores, maniató a la prensa y, desde luego, ni por asomo se le ocurrió dejar el poder, al que sólo la muerte hizo abandonarlo. Su sucesor, Nicolás Maduro, hechura suya, siguió exactamente los mismos pasos e hizo a un lado al Congreso legalmente constituido para fabricar uno a modo que, a lo que se ve, lo perpetuará en el mando.
A este tipo de régimen es al que han elogiado sin límites, entre otros, Héctor Díaz Polanco, presidente de la Comisión de Honestidad y Justicia de Morena, quien demandó “la integración de México en la Revolución Bolivariana” (El Financiero, 23 de octubre de 2017); Dolores Padierna, asesora cercana de Andrés Manuel López Obrador, quien se presentó en Caracas para apoyar la reelección de Maduro con “nuestra humilde solidaridad” y confianza de que “ese modelo es lo que hay que hacer en todo el mundo” (Primera Plana Noticias, 2 de febrero de 2018), y Yeidckol Polevnsky, secretaria general de Morena, quien después de estar en aquel país sudamericano aseguró que “el gobierno de Venezuela es un ejemplo para nuestra vida”. Y, tras elogiar a Maduro, dijo que “yo no puedo hacer otra cosa que honrar a Hugo Chávez” (El Universal, 1 de junio de 2017).
Pues bien, durante los catorce años que Chávez estuvo en el poder, la deuda pública venezolana pasó de 27 mil millones de dólares a 104,700 millones. Los motivos principales de tal tendencia hay que buscarlos en el crecimiento de la burocracia estatal y el desaforado incremento del gasto público, que en esos catorce años pasó de 24 por ciento a casi 50 del Producto Interno Bruto (PIB)
“El gobierno recurrió al endeudamiento –señaló el economista Alexander Guerrero, catedrático de la Universidad Central de Venezuela– porque el ingreso petrolero resultó insuficiente. Con el endeudamiento mantuvo el ritmo de los programas sociales que requerían ingentes recursos y además nutrió la brecha existente entre ingresos y egresos”.
Dijo también que al problema de la deuda se sumó el crecimiento del Estado, producto de catorce años de estatizaciones y expropiaciones, e indicó que si en 1998 el Estado sólo intervenía el sector petrolero, el aluminio y algunas empresas eléctricas, para estas épocas el sector público controla la mayor parte del área productiva y la totalidad de la energética, y tiene amplia participación en numerosas empresas que han abultado la nómina directa e indirectamente. Igualmente, otro de los factores que multiplicó el endeudamiento fue la recurrencia del régimen a solicitar préstamos externos tanto para tener divisas como para alimentar el mercado cambiario (Quadratín México, 31 de marzo de 2013).
(En la década de los cincuenta del siglo XX, Venezuela era uno de los países más prósperos de la América Española pues el gobierno del general Marcos Jiménez realizó un vasto programa de obras públicas entre 1950 y 1958 y muchos inversionistas se establecieron en el centro de la capital, donde en las zonas llamadas San José, Altagracia y La Candelaria abundaban los restaurantes lujosos que hoy brillan, con refulgente obsesión, por su ausencia)
Todo esto, naturalmente, ha derivado no sólo en nulo crecimiento económico, sino en una inflación del orden de ¡¡6, 147 por ciento!! (hasta marzo de 2018). Y semejante cifra sitúa a Venezuela en un estado de hiperinflación, es decir una denominación con la que se describen los contextos en los que los precios aumentan más de un cincuenta por ciento al mes, o las tasas interanuales superan el ciento por ciento tres años consecutivos. En el caso venezolano se cumplen ambos criterios. Recientemente el régimen puso en circulación billetes de 20 mil bolívares –el de más alta denominación en toda la historia venezolana– que, como supondrá el lector amigo, sirven para maldita la cosa.
En tal tesitura, el Fondo Monetario Internacional ha previsto una tasa de inflación para Venezuela de ¡¡13,000 por ciento!! al concluir 2018 y una contracción del PIB de 15 por ciento (El Economista, 12 de marzo de 2018).
Por lo demás la escasez de alimentos es ya endémica, y hay carencia casi absoluta de carne, café, aceite, azúcar, papel higiénico, hojas de rasurar y mil etcéteras más. Por si no bastara, el déficit de medicinas es de casi 90 por ciento, según reseñó el diario El País el 14 de marzo de 2018.
En fin, para qué seguir e inundar de más cifras al lector. Creo que con lo hasta aquí expuesto basta y sobra para percatarse del desastre de una nación que cayó ingenuamente en una trampa mortal.
Dios proteja a México de similar calamidad…