Por: Luis Reed Torres
(Primera de dos partes)
Es de sobra conocida la historia tradicional de los asesinatos del Presidente Francisco Ignacio Madero y Vicepresidente José María Pino Suárez el sábado 22 de febrero de 1913, es decir 107 años atrás: tras diez días transcurridos del inicio del golpe contra el gobierno federal el 9 de febrero, el 19 fueron aprehendidos en Palacio Nacional sus dos máximas autoridades. El cuartelazo lo había acaudillado el general Bernardo Reyes una vez liberado de la prisión de Lecumberri, pero abatido por ametralladoras al intentar la toma de Palacio Nacional, el mando fue tomado por los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón, quienes se encerraron en la Ciudadela con el grupo sublevado. Al cabo, el general Victoriano Huerta, designado por Madero para someter a sus opositores, les comió el mandado a éstos y se hizo del poder después de la detención de los mandatarios, sin perjuicio de que estableciera por corto tiempo una alianza con los propios Díaz y Mondragón.
Tras su breve reclusión, Madero y Pino Suárez fueron escoltados por un grupo y conducidos de noche en sendos automóviles por el rumbo de Lecumberri y muertos a tiros de pistola por el mayor Francisco Cárdenas y el cabo Rafael Pimienta. El informe oficial dijo que don Francisco y don José María habían perecido en una refriega que se había suscitado cuando un grupo de partidarios del gobierno había pretendido liberar a ambos. Naturalmente nadie creyó semejante cuento y quedó claro que el doble crimen había tenido efecto de la manera comúnmente aceptada.
Sin embargo, poco después de la caída de Huerta, el periodista Guillermo Mellado, testigo presencial de muchos acontecimientos de la época e investigador minucioso de otros, publicó un libro –hoy inconseguible– donde ofrece una versión diferente de aquellos sangrientos sucesos ocurridos después de la Decena Trágica que culminaron con la desaparición física de Madero y Pino Suárez. De tal texto aprovecho en esta entrega lo conducente.
Tras referir que «el Panzón Higareda», un individuo de las confianzas del general Mondragón, avisó a un grupo de periodistas que Madero y Pino Suárez habían muerto y luego que los diaristas recibieran la información oficial con la patraña del ataque a los coches que transportaban a los prisioneros tras salir de Palacio Nacional, Mellado narra que menos de una semana más tarde del magnicidio tuvo la fortuna de coincidir en un tren de la línea de Guadalupe con Francisco Cárdenas –que se hallaba en estado de ebriedad «casi completo»– y que, obedeciendo a su instinto periodístico, comenzó a preguntarle cómo había ocurrido el asalto al automóvil en las afueras de Lecumberri. En todo caso tal era la versión oficial…
«Cárdenas, al recuerdo de los asesinatos –escribe Mellado–, llevó sus manos a los ojos, se los restregó un poco y dijo al periodista: ‘Acérquese un poco más y le digo cómo fue’.
Juntos en un mismo asiento, «el relato tenebroso dio comienzo», dice Mellado.
«–¿Usted quiere saber, amigo periodista, cómo fue el asalto de Madero y Pino? Pues es bien sencillo. Le voy a decir la verdad pero no para que la publique, sino para que la sepa. Esa noche, como a la seis de la tarde, me mandaron llamar a los salones de la Presidencia, y hablé allí con mi general Manuel Mondragón, quien me dijo: ‘Sabemos, Cárdenas, que usted es hombre y sabe hacer lo que se le manda. El que mató a un Santanón debe, con más facilidad, matar a un Madero (Mondragón se refería a José Santana Rodríguez Palafox, hombrón veracruzano de 1.90 de estatura, bandolero devenido revolucionario, muerto en 1910 de un tiro en la cabeza por Francisco Cárdenas, a la sazón bajo las órdenes del entonces coronel Aureliano Blanquet, paréntesis de Luis Reed Torres). Yo me quedé atónito al principio, pero comprendiendo que había que obedecer y que con ello estaba seguro, contesté afirmativamente. El general Mondragón, después de escuchar mi contestación, me indicó que podía retirarme y que estuviera listo con mis hombres, escogiendo los de confianza, pues el primero que dijera una frase de lo que íbamos a hacer sería pasado por las armas.
«Como a las ocho y media de la noche y cuando ya tenía mis hombres listos –continúa Mellado el relato que le confió Cárdenas–, se me mandó llamar por el mismo general Mondragón, quien me ordenó que fuéramos al primer aviso a sacar a los señores Madero y Pino Suárez de los alojamientos donde estaban y los lleváramos a la penitenciaria para que allí, en uno de los patios, procediéramos a su ejecución. Después de recibida esta orden, yo y mis hombres nos dirigimos a sacar a Madero y Pino Suárez de las piezas en que se hallaban. El señor Madero, incorporándose, me dijo encolerizado:’¿Qué van a hacer conmigo? Cualquier atropello que se haga no es a mí, es al Primer Magistrado de la Nación. Yo no he renunciado y sigo siendo el Presidente llevado al poder por el voto unánime del pueblo». Cárdenas nada contestó; se limitó a poner al señor Madero entre los rurales, y poco después hacía lo mismo con el licenciado Pino Suárez. quien no protestó y sólo pidió que se diera aviso a su familia del sitio a donde le llevaban».
El periodista Mellado asevera que Cárdenas le indicó luego que en los momentos de ir caminando por los pasillos de Palacio Nacional, Madero levantó aún más la voz e incluso abofeteó al rural que tenía más cerca. Ante esto, Cárdenas fue precipitadamente a ver a Mondragón para participarle lo ocurrido y hacerle ver que sería riesgoso salir a la calle con los presos en medio de un escándalo. En ese momento el general se hallaba reunido con Victoriano Huerta y otras personas desconocidas para Cárdenas, y fue entonces que el propio Mondragón, «mesándose con ira los bigotes, se levantó de su asiento y me dijo: ‘Llévelos a una caballeriza y allí los remata’. Esta orden la aceptaron las personas que estaban allí, y Huerta dijo: ‘Lo que ha de ser, que sea’ » (Mellado, Guillermo, Crímenes del Huertismo, s/lugar, s/editorial, s/año, 196 páginas, pp. 28-37).
«Esperaba nuevas órdenes –dijo Cárdenas a Mellado– y el general Mondragón, encolerizado, agregó: ‘Sobre la marcha, luego’.
«Salí de allí y poco después entrábamos a una de las caballerizas. Los señores Madero y Pino, al ver aquéllo, comprendieron lo que les esperaba y protestaron en frases duras para mi general Huerta. Mas como la orden había que cumplirse, a empujones los hice entrar al interior de la caballeriza, donde los puse al fondo para que mis muchachos tiraran. Pino fue el primero que murió, pues al ver que se le iba a disparar comenzó a correr; dí la orden de fuego y los proyectiles lo clarearon hasta dejarlo sin vida, cayendo sobre un montón de paja. El señor Madero vio todo aquello y cuando le dije que ahora a él le tocaba, se fue sobre mí diciéndome que no fuéramos asesinos; que se mataba con él no a Francisco Madero, sino a la República. Yo me eché a reír, y cogiendo a Madero por el cuello, lo llevé contra la pared, saqué mi revólver y le disparé un tiro en la cara, cayendo enseguida pesadamente al suelo. La sangre me saltó al uniforme».
(CONCLUIRÁ)