Por: Luis Reed Torres
En esta época de espectacular avance científico y tecnológico en que la realidad supera abrumadoramente a la imaginación, muchas personas plantearán la interrogante lógica sobre cuál será la más mortífera de las armas actuales. Así, para unas, los sistemas perfeccionados de proyectiles capaces de borrar del mapa a naciones enteras o incluso al mundo en su totalidad; para otras, los modernísimos e impresionantes submarinos nucleares dotados de cohetes con un poder de destrucción inimaginable; y no pocos se inclinarán por alguna bomba de última generación, presta a borrar hasta el último vestigio de vida en la tierra, aunque, eso sí, sin arrasar ciudades.
Empero, si bien es indudable que cualquiera de los métodos de destrucción citados bastan y sobran para que la humanidad se mantenga en constante preocupación ante un eventual aniquilamiento total, no lo es menos que se olvida y/o pasa inadvertida otra arma igual o más poderosa que las anteriores: la Infiltración Mental. Y merced a nuestra ceguera e indolencia, el ahora llamado marxismo cultural la ha esgrimido, la esgrime y continuará esgrimiéndola contra todos los países, en especial los occidentales.
La Infiltración Mental consiste en inducir a los ciudadanos libres a razonar como conviene a los intereses de los impulsores de la Revolución Mundial. Como su influencia es particularmente eficaz en los medios masivos de difusión –prensa escrita, cine, radio, televisión y en nuestros días las poderosas redes sociales de toda laya–, los emboscados machacan continuamente docenas de sofismas que incluyen visos de autenticidad. Y ya se sabe que una mentira repetida insistente e incesantemente termina por convertirse en verdad, aunque intrínsecamente no lo sea, por supuesto.
Y es tal la confusión que esto acarrea, que difícilmente se puede escapar al influjo de la Infiltración Mental pese a que su acción sea contraria a todo aquello que es agradable, conveniente y cuerdo en nuestra existencia.
De ese modo, si los conjurados y sus adláteres, maestros de la semántica, afirman que nuestra sociedad descansa sobre bases caducas que hay que remover, pues a destrozarla y a no dejar vigente valor alguno que preserve y refuerce a la familia; que se aniquile como está conformada y que se abra paso a las más horrendas y monstruosas aberraciones, que al fin y al cabo representan “lo moderno”. Si se enfatiza, por otra parte, en la remoción de las estructuras políticas, pues a cambiarlas igualmente aunque no se diga bien a bien de qué manera deberán ser sustituidas y sin advertir que las venideras pueden derivar en algo mil veces peor. Y así sucesivamente…
Como se cree a pie juntillas este cuadro de “slogans”, resulta que la Infiltración Mental es un arma de terrífico poder capaz de destruir nuestro mundo sin disparar un tiro, toda vez que vacía el cerebro de ideas sanas y las reemplaza por aquellos conceptos que lo acercan al más puro hedonismo, al más estricto y a la vez más amplio materialismo, al más incontrovertible antropocentrismo. Y esto puede suceder –o mejor dicho sucede– sin que el individuo, o más bien la víctima, lo sospeche siquiera y sin que en realidad sea simpatizante de totalitarismo o dictadura ninguna, que en realidad es lo que está detrás de las ideas disolventes que pretender ser impuestas, ya sin derecho alguno de ser objetadas. ¡Extraordinaria habilidad para remodelar, trastornar y confundir la mente de las personas!
La fase posterior se traduce en desarme físico, es decir cuando se registra un cambio político hacia la tiranía y el uso de la fuerza armada para imponer la dictadura, previa Infiltración Mental de una importante colectividad que de hecho puede incluir a la mayoría de los habitantes de una nación.
Por tanto, conseguido su propósito de trabajar la mente, esta arma destroza la capacidad defensiva de un pueblo porque se carece de resistencias adecuadas –físicas y espirituales–, precisamente por los estragos que ha logrado el apoderamiento paulatino y sistemático del pensamiento.
Naturalmente que despertar bajo un Estado totalitario es trágico y amargo. Pero en veces, demasiado tarde. Así pasó con la Cuba precastrista, donde la Infiltración Mental causó un daño irreversible a la población, y así ocurrió en Nicaragua, donde un alud de propaganda convenientemente dosificada hizo creer a los habitantes que a la caída de Somoza –por lo demás ciertamente un sátrapa– el país se convertiría en una sucursal del paraíso celestial. Y ahora tienen a Daniel Ortega, encaramado en el poder desde muchos años ha y hoy con todo y esposa como segunda de a bordo del régimen. De Venezuela ya ni hablar: pasó del pésimo gobierno de Carlos Andrés Pérez (el Echeverría venezolano) al precipicio chavista que ahora llegó al fondo con Maduro.
Guardémonos, pues, de sucumbir ante el canto de las sirenas del arma más mortífera que ha visto la Era Contemporánea: la Infiltración Mental, que tanto puede vaciar el alma de un país al destruir sus sanos principios, como esclavizarlo después en una dictadura inenarrable…