Por: Luis Reed Torres
Como es de sobra conocido, el General de División don Tomás Mejía fue un militar de pura raza otomí nacido en Pinal de Amoles, Querétaro, en 1820. De acciones sobresalientes en el arma de caballería, combatió a los invasores estadunidenses en Monterrey y en la Angostura (1846-1847) y más tarde sirvió permanentemente en las filas conservadoras. Durante la Guerra de Reforma, llamada también Guerra de Tres Años (1858-1860), obtuvo brillantes victorias sobre los liberales y tiempo después se unió al Segundo Imperio, donde refrendó lauros bélicos que le valieron diversos honores y distinciones. A la caída de la monarquía, fue fusilado –junto con Maximiliano y el General Miguel Miramón– el 19 de junio de 1867, en el Cerro de las Campanas de la propia capital queretana.
Ahora bien, existe una anécdota muy poco conocida del propio don Tomás y es la que se refiere al día en que Maximiliano y Carlota realizaron su entrada triunfal en la ciudad de México el 12 de junio de 1864, cuando todo parecía vislumbrar un nuevo y luminoso futuro para nuestro país y las esperanzas se hallaban depositadas en la pareja imperial después de tantos y tantos años de luchas fratricidas que ya habían derivado en la pérdida de más de la mitad del territorio original sin que por eso el poderoso vecino del norte dejara de continuar significando una amenaza permanente, tanto más cuanto que su alianza con el Partido Liberal se hallaba tan vigente como desde la época del arribo de Joel Roberts Poinsett en los primeros años de la década de 1820.
De vuelta al relato al que hoy me refiero, resulta que el General Mejía, Comendador de la Orden de Guadalupe y distinguido soldado, como ya quedó asentado, recibió la honrosa encomienda de pronunciar públicamente unas palabras de bienvenida a los soberanos en nombre del Ejército y de la propia Orden de Guadalupe, y para el efecto se le entregó un breve discurso a fin de que le diera lectura en Palacio Nacional una vez empezada la ceremonia correspondiente tras la celebración religiosa celebrada en la catedral metropolitana. Es decir, la comitiva haría un breve traslado de pocos metros de distancia desde el templo hasta el antiguo palacio de los virreyes.
Y es aquí donde quiero insertar fragmentos de un documento inédito de lo ocurrido en esos momentos: se trata de la carta de don Ignacio Carranza, un particular testigo presencial de los hechos, de fecha 28 de junio de 1864, dirigida a su amigo y tocayo el abogado don Ignacio Aguilar y Marocho, uno de los personajes más ilustres del Partido Conservador, autor del Dictamen de la Junta de Notables que respaldaba el establecimiento de la monarquía en México y que a la sazón se hallaba en Roma como ministro plenipotenciario ante el Vaticano.
Tras afirmar que consideraba a los nuevos gobernantes como «enviados del cielo», Carranza anuncia a Aguilar y Marocho que le relatará un pasaje sobre Maximiliano «que me reveló su profundo tacto y con el que se granjeó a un servidor eterno». Y continúa: «El General Mejía fue escogido la víspera para que dirigiera la felicitación oficial a nombre de la Orden de Guadalupe; el día de la entrada se unió a mí dicho General en la comitiva al dirigirnos de Catedral a Palacio, e iba quejándose de que su caballo se paraba de manos y no se prestó de ningún modo a que disfrutase de la distinción que le hizo el Emperador extendiéndole la mano desde su carroza para saludarlo; me dijo también lo embarazado que estaba para llevar la comisión que iba a desempeñar, sobre todo porque era tal el respeto que le habían infundido los soberanos solamente al verlos, que se encontraba poseído de un temor respetuoso que nunca había experimentado en la presencia de otro hombre. Le aconsejé de paso que se quitara el guante de la mano derecha, lo que le sirvió después, y en esto llegamos a Palacio.
«Allí fue el lance: al principiar su discurso se cortó y no podía leer –prosigue el relato del señor Carranza–; mandó entonces Su Majestad que descorriesen las cortinas para que viese mejor; pero como no era luz lo que hacía falta, esa atención hizo subir de punto el embarazo del General Mejía, lo que conocido entonces por el Emperador se bajó del trono, y quitando de sus manos el papel se las estrechó diciendo que más hablaba el corazón que las palabras. Pasado este momento me volvió a hablar Mejía en el grupo diciéndome: ‘no tiene remedio, es nuestro destino morir al lado de este hombre’. Estas palabras en la sinceridad de nuestro valiente indio puede usted colegir lo que significan» (Carta de don Ignacio Carranza a don Ignacio Aguilar y Marocho, México, 28 de junio de 1864, en Centro de Estudios de Historia de México CARSO, Fondo Segundo Imperio, IX-1, Legajo 115-120, Carpeta 1-8, Manuscritos de Ignacio Aguilar y Marocho).
También testigo presencial del acontecimiento fue el puntual historiador don Niceto de Zamacois, quien al ocuparse del suceso que hoy trato anota lo siguiente:
«Un incidente digno de conocerse pasó en una de esas felicitaciones. El General don Tomás Mejía, que pocos días antes había alcanzado sobre don Manuel Doblado una victoria en Matehuala (Zamacois se refiere a la obtenida por Mejía con dos mil hombres sobre los seis mil del liberal Doblado el 17 de mayo de 1864 en territorio de San Luis Potosí, paréntesis de Luis Reed Torres), se hallaba en esos instantes en México y a él le fue encomendada la felicitación en nombre de los caballeros de la Orden de Guadalupe. El General, más acostumbrado a los rudos combates que a escenas semejantes a la que se efectuaba en aquel momento, sintió embarazada la voz por la emoción al leer el breve discurso sin que acertase a pronunciar las palabras. Maximiliano, al notar aquella turbación que le impedía leer, bajó una o dos gradas del trono que estaba allí colocado, le tomó de las manos el papel en que estaba el discurso, y estrechándoselas afectuosamente le dijo que ‘no hacía caso de las palabras, sino de los corazones, y que sabía que el suyo le pertenecía’ « (Zamacois, Niceto de, Historia de México Desde sus Tiempos más Remotos Hasta Nuestros Días, Barcelona/México, J.F. Parrés y Compañía, Editores, Tomo XVII, 1881, 1,186 p., p. 332).
Sin embargo, parece que Mejía sí alcanzó a expresarse ante el Emperador, pero no precisamente en los términos cortesanos del papel que habían puesto en sus manos y que hizo a un lado para hablar en frases similares a las que refiere don Ignacio Carranza en su carta ya citada:
«Señor –dijo entonces–, yo no sé hablar ni mucho menos decir lo que otros quieren que diga; soy un soldado rudo que está dispuesto a derramar su sangre por usted; y le juro que sabré morir a su lado si la suerte nos enviara juntos al patíbulo».
Difícilmente podría alguien haber imaginado en esos momentos de esplendor, de risas, de fiesta y de música, hasta qué punto se tornaría realidad tan trágica alocución y hasta qué punto cumpliría aquel humilde militar indio la palabra empeñada.
Tres años después, caído el Imperio en Querétaro y a punto de ser juzgados por el vencedor el propio Maximiliano y los generales Miramón y Mejía con presumibles resultados de una condena a muerte, el general Mariano Escobedo, comandante en jefe republicano quien había sido derrotado y hecho prisionero por Mejía en Río Verde, San Luis Potosí, en 1861, trató de salvar a su antiguo vencedor, que no sólo no lo había fusilado como en ese tiempo se acostumbraba, sino que hasta le había dejado en libertad (Escobedo era entonces coronel).
En el curso de una entrevista concedida al periodista Ángel Pola en 1887, Escobedo declaró textualmente:
«En Querétaro, tanto al archiduque como al General Castillo y demás jefes, los traté con caballerosidad, y de una manera especial a Mejía, y estuve dispuesto a hacer cuanto fuera posible en su obsequio. El 17 de mayo (1867) una persona de mi familia pasó a hablar con el General Mejía, a ofrecerle cuanto pudiera necesitar. Mejía contestó que de pronto nada necesitaba y que correría la suerte del Emperador. El 18 fui personalmente a hacerle una visita y le signifiqué mi deseo para que fuera a San Luis Potosí a presentarse al gobierno, con la seguridad de que sería tratado de la manera más caballerosa. Por toda contestación me dijo:
«–El Emperador ¿qué suerte correrá?
«–Espero de un momento a otro órdenes del gobierno –le contesté–; y creo que éstas no serán benignas para los jefes superiores.
«–Estoy resuelto a seguir la suerte del Emperador.
«–Quizá en este momento, por el telégrafo, se me den órdenes que, por severas que sean, tengo que cumplirlas. Como hasta ahora no las recibo, obraré como crea conveniente. Estoy en disposición de salvar a usted sin condición ninguna; pero usted no debe ponérmelas a mí.
«–Me paré, hizo otro tanto el General Mejía, y me estrechó la mano entre las suyas.
«–Debo –me dijo– atenciones y confianza al Emperador, y correré su suerte» (Diario del Hogar, domingo 15 de mayo de 1887, p. 2).
En todo caso, que el General Mariano Escobedo no pudo jamás borrar de su mente el grato recuerdo que Mejía dejó en su vida –también se batieron ambos en Matamoros en la época del Imperio–, lo demuestra el hecho de que en 1890 solicitó a su amigo don Juan de Dios Peza, reconocido poeta y literato, la composición de unos versos en honor y en memoria de don Tomás, que vieron la luz pública el 11 de julio de aquel año y que en las partes concretas a las que hoy me he referido rezan del modo siguiente:
Transcurrían unos minutos muy largos/Mejía estaba en silencio/todo tembloroso y pálido, /en silencio los presentes/ y en silencio el soberano. /De pronto ven con asombro/ que el indígena soldado, /abriendo los negros ojos/ que brillaban animados, /perora sin dar lectura/ al papel que está en sus manos. «Majestad –calló un momento:/ Majestad –siguió turbado/ Majestad –yo no he aprendido/ lo que otros por mí pensaron, /pero si usted lo que busca/ es un corazón honrado, /que lo quiera, lo respete, / lo defienda sin descanso/ y le sirva sin dobleces, /sin interés, sin engaño, / aquí está mi corazón, /aquí están, señor, mis brazos, / y en las horas de peligro, / si al peligro juntos vamos, / lo juro por mi bandera, /sabré morir a su lado». Con lágrimas en los ojos, /trémulo Maximiliano, / las fórmulas de la corte/ por un instante olvidando, /bajó del trono y al punto/ dio al General un abrazo, /que aplaudieron los presentes/ con lágrimas de entusiasmo.
Cayó el Príncipe más tarde/ y con él cayó el soldado/ que le dijo esas palabras/ llenos los ojos de llanto. /A don Tomás le ofrecieron/ del patíbulo salvarlo/ y el respondió: «Solamente/ que salven al Soberano». / Un General victorioso/ de gran poder y alto rango, /que le estaba agradecido/ por algún hecho magnánimo, /fue y le dijo: «Yo podría/ lograr veros indultado; /os estimo y necesito/ a toda costa salvaros. / ¿Queréis que os salve? decidlo/ que no me daré descanso/ hasta que al fin me concedan/ lo que para vos reclamo». /«Sólo admitiré el indulto, /respondió el indio soldado, /si me viene juntamente/ con el de Maximiliano». /«Me pedís un imposible». /«Pues bien, moriré a su lado». /«Pensad que tenéis familia». /«Tan sólo a Dios se la encargo». /«Soy capaz de protegeros/ si os resolvéis a fugaros». /«¿Y al Emperador?» –«No, nunca». / «Pues su misma suerte aguardo». /Y como lo sabe el mundo, /juntos fueron al cadalso/ y allí selló con su sangre/ lo que dijeron sus labios (Peza, Juan de Dios, Las Glorias de México. Musa Épica. Cantos a la Patria, Casas Editoriales: México, Maucci Hermanos; Buenos Aires, Maucci Hermanos e Hijos; Habana, José López Rodríguez, 1893, 331 p., pp. 77-82).