Por: Luis Reed Torres
Una de las principales figuras del lado realista, si no la más, que intervinieron en la guerra de independencia es, sin duda, don Félix María Calleja del Rey, controvertido personaje ante el cual todos los caudillos insurgentes, la mayoría decididos y valerosos, vieron frenados sus ímpetus bélicos y muchos incluso caminaron hacia el cadalso.
Cuando don Miguel Hidalgo inició el movimiento de insurrección en septiembre de 1810, Calleja, entonces en Bledos, San Luis Potosí, mandaba la décima brigada del ejército realista, y al tener conocimiento de aquellos sucesos se dispuso a entrenar a sus tropas en terrenos de la hacienda de La Pila, dentro de esa misma jurisdicción. Mientras tanto, el intendendente de Guanajuato, don Juan Antonio Riaño, quizá el hombre más culto del reino, se encerraba en la Alhóndiga de Granaditas para esperar allí la acometida insurgente, que tuvo lugar el 28 de septiembre de 1810. Pocas horas antes del asalto, Riaño había enviado angustiosos mensajes a Calleja en demanda de auxilio, ya que sus efectivos no rebasaban los trescientos hombres en tanto que las huestes del cura de Dolores sobrepasaban los veinte mil.
Empero, con previsora prudencia, Calleja no acudió a Guanajuato porque sus tropas no se hallaban aún lo suficientemente preparadas para entrar en campaña y en realidad desconocía el número exacto de los rebeldes.
Tomada la ciudad de Guanajuato, Hidalgo se presentó casi a las puertas de la ciudad de México, y para el 30 de octubre llegó hasta el Monte de las Cruces. El virrey, don Francisco Javier Venegas, recién llegado a la Nueva España y a quien ya me referí en la entrega anterior, se hallaba visiblemente alarmado y dispuso que el teniente coronel don Torcuato Trujillo, con apenas dos mil hombres, intentara frenar la marcha de Hidalgo, cuya marea humana amenazaba ahogar todo el reino. Y es que los métodos del cura de Dolores, que enfrentaban al indio contra el blanco y a éste contra el criollo y el mestizo, lo que degeneró en una virtual guerra de castas, dieron por resultado que aun los simpatizantes de la independencia, justamente temerosos de la anarquía, se volvieran los más acendrados defensores del régimen virreinal. El vívido recuerdo de la matanza de peninsulares en Guanajuato, acaecida apenas pocos días atrás, se hallaba fresca en todas las mentes.
Así, no fue extraño ver en el pequeño ejército de Trujillo a muchos mexicanos criollos que si bien anhelaban la independencia, se hallaban, empero, en franco desacuerdo con Hidalgo.
Tras la célebre batalla de Las Cruces, donde Trujillo fue completamente derrotado, Hidalgo, en lugar de avanzar hacia la capital, a la que es seguro hubiera tomado sin demasiado esfuerzo, prefirió retroceder con intenciones de dirigirse a Querétaro. Para su desgracia, sin embargo, se encontró en San Jerónimo Aculco con Calleja, que venía reforzado por don Manuel Flón, Conde de la Cadena e Intendente de Puebla. Cuarenta mil rebeldes chocaron entonces contra siete mil soldados de Calleja. El general español, hábil estratega, no se inmutó ante su inferioridad numérica y preparó con rapidez su plan de batalla: lanzó de inmediato cinco columnas al ataque al mismo tiempo que cubría sus flancos y resguardaba su retaguardia, y mantuvo en reserva a varios escuadrones de caballería (llamados dragones). Ejecutado así el plan en el mayor orden, la derrota de Hidalgo fue completa al desbandarse su gente. El cura se dirigió entonces a Valladolid mientras que don Ignacio Allende tomaba el camino de Guanajuato.
Enfilado ya a la victoria, Calleja se lanzó sobre la última ciudad citada en busca de Allende, aunque éste pudo escapar en el último momento.
Espantosas matanzas realizó Calleja en la Alhóndiga de Granaditas (escenario de la primera gran victoria de Hidalgo) al enterarse que muchos españoles combatientes y multitud de inocentes habían sido asesinados por los insurgentes apenas en días pasados. Testigos presenciales afirmaron que Flón, segundo de Calleja, había inundado con tal cantidad de sangre de las víctimas la planta baja de aquel vetusto edificio que apenas podía darse un paso. La guerra se había tornado cruel e implacable…
Sabedor de que Hidalgo se encontraba en Guadalajara, Calleja se dirigió a esta ciudad y el cura decidió hacerle frente en Puente de Calderón, en las afueras de la señorial urbe, en donde poco antes los insurgentes habían pasado a cuchillo a centenares de personas inocentes.
Escenificado el nuevo enfrentamiento, las huestes de Hidalgo quedaron aniquiladas, si bien el ya citado Flón, Conde de la Cadena y segundo de Calleja, pereció en el combate.
Por otra parte, el mismo Calleja reconocía que de haber llevado a efecto Hidalgo otras tácticas y estrategias que hubieran evitado la guerra fratricida, se habría encontrado con muy poca oposición. Así, en una significativa carta dirigida al mismísimo virrey Venegas, don Félix anotaba:
“Los mexicanos y aun los mismos europeos (se refiere a los españoles) están convencidos de las ventajas que les resultarían de un gobierno independiente, y si la absurda insurrección de Hidalgo se hubiera apegado sobre esta base, me parece, según observo, que hubiera sufrido muy poca oposición” (Bustamante, Carlos María de, Campañas del General don Félix María Calleja, Comandante en Jefe del Ejército Real de Operaciones, Llamado del Centro, México, Imprenta del Aguila, 1828, p. 87).
Así pues, Calleja veía con gran disgusto las medidas de Hidalgo, y en Aculco y en Calderón deshizo a los insurrectos y marcó de ese modo el principio del fin para el cura de Dolores y sus compañeros. El episodio de Baján no fue sino el corolario de la campaña emprendida por don Félix.
Don Ignacio López Rayón, que había quedado como jefe a la muerte de Hidalgo, sufrió también las embestidas de Calleja. La ciudad que el caudillo insurgente dominaba, Zitácuaro, hubo de ser rápidamente evacuada por los insurrectos, porque apenas entró Calleja en ella la borró prácticamente del mapa. Primeramente fusiló a cuanto individuo cayó en sus manos y a continuación la incendió y la dejó reducida a cenizas.
Cuando surgió Morelos tocó a Calleja ser de nuevo el caballito de batalla del régimen virreinal. Adorado y admirado por sus soldados a la vez que odiado y denostado por los insurgentes, don Félix se enfrentó a Morelos en Cuautla, y si bien no capturó en tal oportunidad al caudillo del sur, si hemos de apegarnos al número de bajas, las del cura de Carácuaro fueron incuestionablemente superiores. Además, perdió la ciudad.
Fue ésta la última ocasión que el futuro Conde de Calderón estuvo en combate. Sustituto de Venegas en el mando supremo del reino en 1813, sus tropas combatieron y aniquilaron a Morelos en 1815. Como es bien sabido, el caudillo fue fusilado el 22 de diciembre de aquel año.
Finalmente, el 20 de septiembre de 1816 don Juan Ruiz de Apodaca arribó a Veracruz para sustituir al virrey Calleja, quien se embarcó rumbo a España con su familia y allí residió los últimos años de su vida. Murió en Valencia en 1828. Tiempo antes había sido investido con el título de Conde de Calderón, en recuerdo de su más famosa victoria, y se le otorgaron las Grandes Cruces de Isabel la Católica y de San Hermenegildo.