Por: Luis Reed Torres
Como continuación de algún tema sobre la guerra de independencia, presento aquí en detalle un singular episodio ya conocido, pero no por eso menos digno de ser recordado, tanto más cuanto que el personaje principal del mismo es el que lleva la voz cantante en este texto.
«Tengo la pena de manifestar a usted que, por órdenes expresas del Virrey, con fecha trece del actual fue muerto su señor padre, general don Leonardo Bravo, en la calzada del Ejido de la ciudad de México (hoy llamada Avenida de la República y su prolongación hacia el centro de la metrópoli, Avenida Juárez, paréntesis de Luis Reed Torres), habiendo subido al ignominioso patíbulo del garrote vil con el valor y la serenidad que siempre le distinguieron.
«Deploro tanto como usted suceso tan infausto, aunque le recordaré que es una gloria al servicio de la patria.
«De todos modos, como respuesta a la anterior noticia, sírvase mandar pasar a cuchillo a todos los prisioneros que tiene en su poder, comunicándome enseguida su ejecución. Igual cosa haré con los que yo guardo.
«Dios conserve a usted muchos años.
«Dado en el cuartel general de Tehuacán, a los diecisiete días de septiembre de 1812» (Trueba, Alfonso, Nicolás Bravo, el Mexicano que Perdonó, México, Editorial Jus, S.A., 1976, 223 p., p. 47).
Tal era el tenor de la carta que don José María Morelos y Pavón había enviado a Nicolás Bravo, joven de veintiséis años que se había distinguido ya como uno de sus principales lugartenientes al resistir victoriosamente un sitio que en Coscomatepec (Veracruz) le habían impuesto las tropas realistas, y al obtener luego diversas conquistas de la que la conseguida en San Agustín del Palmar (Puebla) resultó ser la más resonante y contundente, pues hizo casi trescientos prisioneros al realista Juan Labaqui.
Nacido el año 1786 en Chilpancingo, el joven Bravo se había unido –junto con su padre, don Leonardo, y sus tíos don Miguel y don Víctor– a las tropas de Morelos en mayo de 1811 a través de la persona de don Hermenegildo Galeana quien, como es bien sabido, formó con don Mariano Matamoros la mancuerna brillantísima que secundó entusiastamente a don José María.
La figura de don Nicolás Bravo, poco conocida a pesar de los magnos festejos que año con año se realizan para ensalzar la independencia, resulta sumamente notable e interesante, tanto más cuanto que constituye uno de los poquísimos personajes de nuestra historia que no es cuestionado por nadie. Por el contrario, tirios y troyanos se han mostrado siempre acordes en señalar a Bravo como un hombre de incontrovertible valor personal y de singular grandeza de alma, y cuyos relevantes méritos, acrisolada honradez y modestia sin par le harán siempre ser recordado con admiración y gratitud por los mexicanos.
El episodio histórico acaecido en Medellín –pequeña villa cercana a la ciudad de Veracruz– y que cuenta el perdón que el joven Bravo concedió a los trescientos prisioneros que se hallaban en su poder –y a los que Morelos le había ordenado tajantemente ejecutar luego de que su padre había sido muerto en la ciudad de México por el gobierno virreinal–, representa sin duda el punto culminante de la carrera política y militar de don Nicolás, pues sobre todo por ese hecho es conocido. Pero ¿cuáles fueron los motivos por los que obró así? ¿Qué resortes movieron su alma para adoptar una actitud aparentemente incomprensible, toda vez que aquella guerra se caracterizaba por sangrienta y sanguinaria? ¿Qué hizo a Bravo dar el primer paso para, hasta cierto punto y dadas las circunstancias, intentar humanizar la terrible contienda?
Que sea el propio don Nicolás quien relate cómo y por qué perdonó la vida de trescientos prisioneros realistas luego de conocer la muerte de su padre, don Leonardo, hecho prisionero durante la ruptura del sitio de Cuautla y ejecutado por medio del llamado «garrote vil» en la capital de la entonces Nueva España.
En efecto, tengo a la vista los Apéndices del tomo tercero de la Historia de México de don Lucas Alamán, en donde se inserta la misiva que el general Bravo dirigió al propio don Lucas treinta y ocho años después de aquellos sucesos y en respuesta a los requerimientos que el insigne escritor guanajuatense formuló al héroe insurgente a fin de que contara con detenimiento lo ocurrido en Medellín, Veracruz, el año 1812.
Tras decir a Alamán que con mucho gusto lo complacerá en su petición, Bravo anota que desconfiaba de las autoridades virreinales porque había sido testigo, junto con su padre, del fusilamiento de los hermanos Rafael y Juan Orduña por parte del realista Andrade, a pesar de que éste había enviado a un emisario a ver a don Juan para darle a entender que respetaría la vida de su hermano Rafael si el primero se presentaba al jefe realista; pero que, verificado esto por don Juan, Andrade había dispuesto ponerlos en capilla a ambos y ejecutarlos al día siguiente, lo que así sucedió, y como ahora el virrey Venegas ofrecía el indulto a Nicolás Bravo, así como respetar la vida de su padre si se presentaba al gobierno, era de recelar la seriedad de semejante ofrecimiento.
«Nadie podrá dudar que yo estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio por la vida de mi padre en su prisión –escribía Bravo a Alamán el 21 de febrero de 1850–, y más teniendo como tenía permiso de Morelos para hacerlo; pero este hecho bárbaro (o sea la ejecución de los Orduña, paréntesis de Luis Reed Torres) me horrorizó de tal manera que me hizo desistir de libertarlo por el medio que me propuso el virrey Venegas».
Y tras referir a Alamán que obtuvo dos victorias sucesivas sobre los realistas, el antiguo héroe insurgente, ya con sesenta y cuatro años a cuestas en 1850, va a la parte medular de su relato:
«Después de pocos días me comunicó el señor Morelos que no había sido admitida la propuesta que hizo al Virrey (y que consistía en la liberación de ochocientos prisioneros españoles a cambio de la vida de don Leonardo, paréntesis de LRT), y que éste, al contrario, había mandado que diesen garrote a mi padre (el garrote vil era un instrumento de estrangulamiento usado contra reos sentenciados a muerte y que rompía las vértebras cervicales del ejecutado, paréntesis de LRT) y que ya era muerto, ordenándome al mismo tiempo el que mandara pasar a cuchillo a todos los prisioneros españoles que estaban en mi poder, manifestándome que ya había ordenado que hicieran lo mismo con cuatrocientos que había en Zacatula y otros puntos; esta noticia la recibí a las cuatro de la tarde y me sorprendió tanto que en el acto mandé poner en capilla a cerca de trescientos que tenía en Medellín, dando orden al capellán (que era un religioso apellidado Sotomayor) para que los auxiliase; pero en la noche, no pudiendo tomar el sueño en toda ella, me ocupé en reflexionar que las represalias que iba yo a ejecutar disminuirían mucho el crédito de la causa que defendía, y que observando una conducta contraria a la del Virrey, podría yo conseguir mejores resultados, cosa que me halagaba más que mi primera resolución; pero se me presentaba para llevarla a efecto la dificultad de no poder cubrir mi responsabilidad de la orden que había recibido, en cuyo asunto me ocupé toda la noche, hasta las cuatro de la mañana que me resolví a perdonarlos de una manera que se hiciera pública y surtiera todos los efectos en favor de la causa de la independencia: con ese fin me reservé esta disposición hasta las ocho de la mañana, que mandé formar la tropa con todo el aparato que se requiere en estos casos para una ejecución; salieron los presos que hice colocar en el centro, en donde les manifesté que el virrey Venegas los había expuesto a perder la vida aquel mismo día por no haber admitido la propuesta que se le hizo en favor de todos por la existencia de mi padre, a quien habían mandado dar garrote en la capital; que yo, no queriendo corresponder a semejante conducta, había dispuesto no sólo el perdonarles la vida en aquel momento, sino darles una entera libertad para que marchasen a donde les conviniera; a esto respondieron llenos de gozo que nadie quería irse, que todos quedaban al servicio de mi división, lo que verificaron a excepción de cinco comerciantes de Veracruz que por las atenciones de sus intereses se les extendieron pasaportes para aquella ciudad; entre ellos se hallaba un señor Madariaga que después, en unión de sus compañeros, me manifestó su reconocimiento con la remese de paños suficientes para el vestuario del batallón» (Alamán, Lucas, Historia de México, con una noticia preliminar del sistema de gobierno que regía en 1808 y del estado en que se hallaba el país en el mismo año, México, Imprenta de Victoriano Agüeros y Compañía Editores, Tomo III, 1884, 567 p., Apéndices, Documento número 5, pp. 474-477. Énfasis de Luis Reed Torres. Alamán informa igualmente que los 400 prisioneros realistas que Morelos tenía en Zacatula (Guerrero) y cuya muerte anunciaba en represalia por la de don Leonardo Bravo, «no fueron muertos entonces, sino mucho después con otro motivo y en menor número»).
Concluye Bravo su carta a Alamán refiriendo a éste que luego contó a Morelos lo que había hecho, y que había insistido ante su jefe acerca de la conveniencia de esa política, si bien no dejó de sentir inquietud de que Morelos desaprobase su conducta. Esto último no ocurrió, pues el caudillo mantuvo a don Nicolás en su puesto y continuó dispensándole entera confianza.
En cuanto a las razones expuestas en la carta a Alamán resultan, a mi juicio, diáfanas y poderosas, pues conocedor Bravo de la forma en que se llevaba la guerra, prefirió asestar un golpe de efecto que redundara en mayores simpatías populares hacia la insurgencia. Don Nicolás dirigió y actuó de manera estupenda su obra montada en un solo acto –a pesar de la terrible herida que significaba la muerte de su padre– y, quizá sin proponérselo, pasó a la posteridad como un héroe griego protagonista de una hazaña incruenta. Por lo demás, Bravo jamás se había caracterizado por ensañarse con los prisioneros, y su magnanimidad, decencia y hombría de bien fueron siempre sus mejores prendas tanto en ese momento como en el resto de su vida. Recuérdese de pasada que don Nicolás era el comandante de la guarnición del castillo de Chapultepec el año 1847, cuando la fortaleza fue asaltada por los invasores estadunidenses. Allí, Bravo se condujo con toda atingencia y no hizo más porque no pudo. Quedó prisionero del enemigo y luego fue liberado. Tenía entonces sesenta y un años. Viviría hasta los sesenta y ocho, pues murió en 1854.
Ejemplos últimos de la magnánima personalidad de don Nicolás y de su honor a toda prueba los constituyen la decidida protección que ordenó se proporcionase al virrey Apodaca en caso de que éste cayese en poder de sus tropas luego de perder el puesto a manos de don Francisco Javier Novella –ya en las postrimerías de la guerra de independencia–, y la elección que don Agustín de Iturbide hizo de su persona para que mandase la escolta que debía acompañar al Libertador en su camino a las costas de Veracruz para embarcarse luego rumbo a Europa. Bien sabía el héroe de Iguala que podía confiar ciegamente en Bravo, hombre en toda la extensión de la palabra e incapaz de trastada alguna.
Tal fue la conducta del personaje que recibió su bautizo de fuego en 1811, cuando se unió a la causa insurgente, y que terminó su carrera militar enfrentando valerosamente al invasor en 1847, sin hombres y sin recursos, pero con la entereza y decisión que siempre le distinguieron…