Por: Gustavo Novaro García
Las ciudades de México encuentran un fenómeno pocas veces visto: el cierre de sus centros comerciales, los lugares que se habían transformado en el principal punto de paseo y diversión para las familias.
Cines, restaurantes, tiendas de ropa, gimnasios todos ellos se encuentran a oscuras y sin vida. Sin vendedores ni compradores. Eso implica una doble reflexión: ¿Qué implica para las actividades sociales? Y, ¿Cómo afecta la economía?
Lugares para vender o intercambiar productos fueron en paralelo con el surgimiento de las sociedades humanas, poco a poco fueron especializándose. El primer lugar conocido que se pensó y construyó para integrar lugares de diversión y tiendas para vender productos únicos fue el Mercado de Trajano, adyacente al Foro de Trajano, que se inauguró el 1 de enero del año 112 d.C.
En él, un habitante de la Roma antigua podía encontrar productos de lujo importados de Asia -canela, clavo, pimienta, seda-, pescados y mariscos, ropa, joyas y de allí acudir a una biblioteca.
No sería sino hasta el siglo XIX en Europa y Estados Unidos que comenzaron a surgir las tiendas departamentales en las que se podían comprar desde alimentos, hasta muebles o ropa.
Ya en el siglo XX, el siglo del automóvil, se crearon los centros comerciales, en los que en un espacio cerrado se concentraban tiendas que ofrecían diferentes mercancías, con lugares para comer y esparcimiento, principal, pero no exclusivamente cines.
El concepto evolucionó en el siglo XXI, se han combinado conceptos antiquísimos con nuevos avances en la mercadotecnia, para que las ofertas para los compradores-paseantes sean muy atractivas y variadas.
Y, aunque cada vez están en mayor peligro, continuaron las tiendas tradicionales mexicanas que podemos datar desde los tiempos coloniales. Ahora, han cerrado casi todos esos lugares para ir a comprar, para entretenernos, para socializar, con excepción de las farmacias y los lugares que ofrecen alimentos.
El hogar se ha vuelto el refugio de una población acostumbrada a trabajar y adquirir en las calles.
En el segundo aspecto, sin mercancías que vender, sin poder concentrar a espectadores, gente que se quiere ejercitar; las tiendas han cerrado, unas obligadas, otras por precaución, otras más ante la falta de clientes.
Esto ha provocado un severo y catastrófico golpe a la economía. En el balance entre la salud y el dinero en el bolsillo, prevalecieron los criterios de salud pública. Pero las semanas de cierre han provocado que la mayor parte de la población vea afectados sus ingresos.
El vendedor que depende de sus comisiones, el mesero de las propinas, la proveedora de banquetes de los eventos, el paseador de perros que ya no lo puede hacer, las trabajadoras de limpieza casera.
Y el dueño de un local que debe pagar el alquiler, el fabricante que no puede mover su mercancía, el dueño o manejador de un Uber que debe la mensualidad del coche y se encuentra con muchos menos usuarios.
A todo esto nos enfrentamos ahora, y más cuando tenemos al frente del gobierno un grupo parásito que cree que la pobreza es una virtud, que es mejor igualar a la población hacia abajo, dejarla sin expectativas de crecimiento.
Un gobierno que en boca de su timonel dice que le viene “como anillo al dedo” una crisis para profundizar su proyecto político, mientras se desmorona la forma de vida de centenares de miles, tal vez millones de ciudadanos que tendrán que cerrar sus negocios, que están con menor sueldo o sin sueldo, que se quedarán sin su empleo, que no podrán pagar sus cuentas, pero que siguen siendo extorsionados por el SAT.
El regreso a la normalidad nos debe sacar a las calles, para protestar masivamente en contra de un gobierno que ve una desdicha como una oportunidad de oro para someternos a sus designios. El verano debe de ser una etapa de movilizaciones para mostrar nuestra inconformidad y obligar a cambios de fondo, antes de que sea demasiado tarde.