Por: Gustavo Novaro García
En enero de este año las probabilidades de reelección del presidente Donald Trump se veían muy altas. Estaba en control de su partido, sin oponentes internos que le disputaran la candidatura, en tanto que en el partido demócrata había múltiples aspirantes, con predominancia de los de extrema izquierda; la economía marchaba muy bien; y era el primer mandatario de su país desde tiempos inmemoriales en no invadir otro país o comenzar una guerra.
Ahora, a menos de un mes de las votaciones -aunque millones ya han sufragado por correo-, se ve muy difícil que consiga su propósito de continuar otros cuatro años despachando en la Casa Blanca.
Y su suerte, como la de buena parte del mundo, la podemos atribuir a una enfermedad.
El Covid-19 que brotó en noviembre de 2019 en China, se fue expandiendo rápidamente por el orbe. Para los Estados Unidos, abierto por dos frentes, el europeo y el asiático, era imposible impedir que el virus llegara a su suelo.
La enfermedad resultó una catástrofe, para marzo la economía estadounidense estaba en un alto casi total. Millones de sus ciudadanos comenzaron a quedar en el desempleo y a solicitar apoyo económico, que su gobierno, reaccionando rápido ante la emergencia, aprobó.
Centenares de miles, luego millones, se contagiaron y los cadáveres comenzaron a acumularse. Hasta ahora los muertos son más 210 mil. Por una estrategia política y de seguridad, Trump, a quien sus servicios de espionaje y de control de enfermedades le dieron a conocer los riesgos del Covid, decidió minimizar el asunto en sus apariciones públicas, con la idea de no provocar pánico, como le reveló en una entrevista, ahora recogida en el libro Fear, al veterano periodista Bob Woodward.
La efectiva división de autoridades en el vecino del norte entre los niveles estatal, federal y municipal, no condujo a un frente unificado. Algunas ciudades volvían obligatorio usar cubrebocas, prohibían las reuniones multitudinarias y establecían toques de queda. En otros condados se promovía el no usar máscaras faciales y el seguir con las actividades normales.
El parón económico y el stress, estallaron con la muerte a manos de la policía en mayo, de George Floyd de raza negra. Comenzaron disturbios en numerosas ciudades. Las principales avenidas del país fueron testigos de saqueos y destrucción, promovidos por grupos radicales como los antifa. En un momento dado, Trump tuvo que meterse al bunker de la residencia presidencial por la recomendación del servicio secreto.
La calma nunca volvió por completo, continuaron los decesos a manos policiacas, y eso llevó a fuertes disturbios alimentados por extremistas en Seattle y Chicago, por ejemplo.
Aunque la recuperación económica comenzó poco a poco, Estados Unidos difícilmente llegará a estar en el punto en el que se encontraba en diciembre del año anterior.
Los demócratas se unificaron tras el ex vicepresidente Joe Biden, en aras del pragmatismo para volver al poder. Y así, privaron a Trump de enfrentar a un oponente más inclinado a la izquierda.
En el primer debate entre Trump y Biden, se pensaba que el mandatario, que aprovechó muy bien sus habilidades mediáticas en la campaña de 2016, aplastaría a un Biden a quien se le conoce como disperso y locuaz, no fue así. Trump desaprovechó una gran oportunidad de enderezar sus oportunidades.
La puntilla a sus aspiraciones pareció darla el anuncio dado a conocer en la madrugada del viernes 2 de octubre, de que el presidente y su esposa habían contraído Covid.
Trump mostró rápidas señales de recuperación y retomó su agenda pública. Sin embargo, se negó a sostener un segundo debate presidencial, que por prudencia se propuso virtual.
Quedan muchas incógnitas con respecto a lo que sucederá el martes 3 de noviembre, día de la votación, al ser el sistema electoral estadounidense uno indirecto, en el que no cuenta la votación popular mayoritaria, y sí, en cambio, los electores que se les dan a los estados de acuerdo con su población.
Hasta ahora, Biden lleva la mano ganadora, pero no todo está decidido.