Por: Luis Reed Torres
Del 16 de abril de 1838 al 9 de marzo de 1839, México se vio inmerso en un conflicto con Francia que pasó a la historia con el nombre de «Guerra de los Pasteles». En el curso del mismo se escenificaron varias escaramuzas entre fuerzas de los dos países, pues los galos arribaron al puerto de Veracruz con una poderosa flota compuesta de diez buques de guerra bajo el mando del almirante Charles Louis Joseph Bazoche.
Todo se había iniciado poco antes, cuando el barón Antoine-Louis Deffaudis, representante de Francia en México, había fracasado en su propósito de lograr un tratado comercial favorable a su país –en 1827 se había signado un convenio con el nombre de Declaraciones Provisionales que enmarcarían a futuro las relaciones de esa índole– y entonces se hizo eco de una serie de reclamaciones de diversos súbditos franceses que exigían que México les resarciera determinadas pérdidas económicas que habían padecido en el vaivén de las contiendas fratricidas ocurridas aquí.
Destacaba entre aquéllas la presentada por monsieur Remontel, propietario de un restaurante en la villa de Tacubaya, quien alegaba que pocos años antes un grupo de oficiales mexicanos había consumido sin pagar unos pasteles e infligido ciertos daños al establecimiento. Su demanda de indemnización se elevaba a ¡600 mil pesos!, y de allí el nombre con que es conocida la contienda.
Deffaudis, vuelto a Francia disgustado porque el gobierno mexicano del Presidente Anastasio Bustamante no atendía ni compartía sus puntos de vista, había regresado ahora con la armada de su país, que bloqueó todos los puertos del Golfo e incautó barcos mercantes mexicanos. En octubre, Francia envió veinte barcos más bajo el mando del almirante Charles Baudin, quien fue nombrado ministro plenipotenciario para procurar pláticas con México.
Entabladas las negociaciones entre Baudin y don Luis Gonzaga Cuevas, ministro mexicano de Relaciones Exteriores, el francés solicitó los 600 mil pesos ya citados más otros 200 mil por los gastos de la flota surta en las costas mexicanas. Adicionalmente, el gobierno francés reiteró su petición de un convenio de amistad, comercio y navegación que incluyera derechos preferenciales a los franceses.
Rechazadas las exigencias galas, la flota francesa abrió fuego sobre la inerme Veracruz, que se vio obligada a capitular. Empero, el gobierno mexicano designó al general Antonio López de Santa Anna para que, al frente de contingentes nacionales, repeliera el ataque extranjero. Desembarcado el enemigo, se entabló una lucha entre ambas partes el 4 de diciembre de 1838 que, sin embargo, no arrojó un resultado definitivo.
Ante semejante situación, Baudin ordenó a sus hombres reembarcarse al día siguiente y, cuando efectuaban tal maniobra, dispararon un cañonazo para cubrir su retirada, con tan mala suerte para Santa Anna que el proyectil fue a estrellarse directamente sobre su pierna izquierda, que voló por los aires.
Finalmente, como otros países europeos se vieron perjudicados comercialmente por el bloqueo francés a México, Inglaterra decidió mediar en el conflicto y la paz fue firmada el 9 de marzo del año siguiente. Nuestro país, debilitado en extremo por las guerras civiles y la agresión gala, se vio obligado a cubrir los multicitados 600 mil pesos si bien ya no se le exigió cubrir los gastos de guerra. También se le devolvieron las naves que se le habían incautado al inicio del conflicto.
Ahora bien, casi cuatro años más tarde y de nuevo encaramado en el poder, Santa Anna ordenó un funeral de estado para su miembro amputado el 27 de septiembre de 1842. En medio de un vistoso desfile militar y político, la pierna –inicialmente inhumada en la hacienda de Manga de Clavo, propiedad del jalapeño– fue trasladada y enterrada con todos los honores habidos y por haber al antiguo panteón de Santa Paula –aún quedan vestigios de su iglesia en el actual Paseo de la Reforma norte, rumbo a la Villa de Guadalupe–, sin que faltara el consabido discurso rimbombante para enaltecer la figura de don Antonio.
Y así, en una alocución pletórica de cursilería y aderezada con los más asombrosos ditirambos, don Ignacio Sierra y Rosso, encargado del discurso y futuro Ministro de Hacienda del propio Santa Anna durante la última presidencia de éste en 1853, asentó que le resultaba difícil hallar las palabras para dar forma a los «vivos y profundos sentimientos que ora desgarran mi pecho, ora lo llenan de un júbilo y alegría inexplicables». Dijo que le hubiera gustado cubrirse «de sombras y de luto y derramar ardientes lágrimas sobre los despojos del Héroe», pero que al contemplar a Santa Anna «inflamado con el amor de su patria», sentía en su alma «renacer el júbilo».
Henchido de emoción, Sierra y Rosso también aseveró: «¡Mil veces feliz el General Santa Anna, que pudo con su sangre derramada por la patria comprar el amor de los mexicanos todos y merecer esas coronas cívicas que no queman la frente como las diademas de los reyes!».
No tuvo reparo el orador en comparar a Santa Anna con el legendario guerrero espartano Leónidas, que combatió a Jerjes en las Termópilas, y concluyó su discurso con estas elevadas palabras:
«¡Y tú, Héroe del Pánuco y Veracruz!, tú, cuya vida conserva el cielo para nuestra ventura, gózate y recibe el homenaje purísimo que tributamos a tus glorias (…) tu nombre durará hasta el día que ese sol se apague, y las estrellas y los planetas todos vuelvan al caos donde durmieron antes» (Sierra y Rosso, Ignacio, Discurso que por Encargo de la Junta Patriótica Pronunció en el Panteón de Santa Paula el Ciudadano…, en la colocación del pie que Perdió en Veracruz el Excelentísimo Sr. General de División, Benemérito de la Patria, D. Antonio López de Santa Anna en la Gloriosa Jornada del 5 de diciembre de 1838, México, Impreso por Antonio Díaz, Calle de las Escalerillas número 7, 1842, 8 p., pp. 4-8).
Por entonces circularon unos versos satíricos que rezaban así: «Es Santa sin ser mujer/es rey sin el cetro real;/es hombre más no cabal/y sultán al parecer./Que vive debemos creer,/parte en el sepulcro está…/si será esto de la tierra/¿o qué demonios será?».
Apenas dos años después, en 1844, durante una nueva rebelión contra Santa Anna, el pueblo desenterró su pierna del Panteón de Santa Paula y la arrastró varias calles en medio de mofas e insultos…