Fuente: IDIHPES
Es ampliamente conocida en la historia la nunca desmentida ambición que la Casa Blanca albergó siempre por los dilatados territorios del norte mexicano. El propósito de expansión, originado del más radical puritanismo calvinista que derivó final y fatalmente en la tesis del Destino Manifiesto –según el cual Dios tiene por elegidos a los Estados Unidos y les impele al incesante crecimiento y dominio material aun basado en las más atroces injusticia–, se halló siempre presente desde el nacimiento mismo de aquella nación. De ahí a complementar tal idea con la Doctrina Monroe –anunciada por James Monroe, su quinto Presidente–, según la cual América era para los americanos (en la práctica para los americanos del norte, es decir los estadunidenses), constituía el siguiente y lógico paso. Según esta última tesis, unilateralmente esgrimida por el vecino, ninguna potencia extracontinental tendría derecho de participar o intervenir políticamente en los asuntos del nuevo mundo. En lugar de eso, Estados Unidos quedaría de hecho, aunque no de derecho, como el tutor y policía de toda la región. Y esto se cristalizó particularmente en el caso de México, el vecino más cercano y más a la mano.
En congruencia con todo lo anterior, los Estados Unidos maniobraron hábilmente y lograron debilitar a México de manera irreparable tan pronto éste nació a la independencia. La implantación del sistema republicano tras la caída de Iturbide, promovido por Joel Roberts Poinsett, afectó gravemente la esencia y el ser de la nación. Al adoptarse instituciones políticas extrañas que jamás habían tenido aquí la menor vigencia y que desde luego eran inoperantes y altamente perjudiciales en virtud de nuestra propia idiosincrasia, el país quedó a la deriva, escindido y víctima de innumerables y sangrientas contiendas fratricidas que lo postraron y dejaron a merced del voraz vecino del norte.
Así, la inicial pérdida de Texas seguida de la de California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, Colorado y parte de Oklahoma, constituyó la culminación de un madurado proceso largamente acariciado por la Casa Blanca. Con una segregación total de casi dos millones y medio de kilómetros cuadrados –es decir el 55 por ciento de lo que originalmente poseíamos–, México quedó como la nación que ha sufrido la peor mutilación territorial en la historia del mundo.
Ahora bien, a los Estados Unidos les interesaba grandemente la posesión de las extensiones citadas especialmente porque se hallaban escasamente pobladas, y en todo caso porque quienes las habitaban eran gente de raza blanca. En otras palabras, no les apetecía en modo alguno apoderarse de hecho de todo el restante territorio mexicano, mucho menos el ubicado del centro del país hacia el sur, pues en éste se asentaban grandes núcleos de población india y mestiza, por quienes los estadunidenses albergaban un desprecio profundo y a quienes jamás imaginaban de ciudadanos de su país, dado también el temor que sentían frente a una potencial contaminación racial (Amplia información de todo lo hasta aquí redactado en Reed Torres, Luis, Al Servicio del Enemigo de México, México, Tercera Edición del Autor, 2016, 276p., pp.7-53).
A pesar de todo lo anterior, resulta que los propios Estados Unidos, tan reacios a recibir en su territorio población mexicana mestiza y/o india, fueron responsables, paradójicamente, que de manera paulatina se vieran invadidos de oleadas de emigrantes –legales algunos, pero ilegales en su mayoría– que se convirtieron pronto en inmigrantes, como pronto se verá.
Si personajes importantes de la política estadunidense del siglo XIX como el ya citado Joel Roberts Poinsett (primero enviado oficioso y luego ministro en México), Samuel Houston (vencedor de Santa Anna en San Jacinto y primer Presidente de Texas), James Polk (Presidente que ordenó la invasión de México en 1846), Winfield Scott (comandante en jefe de las tropas que ocuparon México), William Learned Marcy (Secretario de Guerra con Polk), James Buchanan (Secretario de Estado con Polk y más tarde Presidente), Lewis Cass (Secretario de Estado con Buchanan), Thomas Corwin (ministro de EU con el gobierno juarista en 1862) y decenas más contemplaron con profundo desprecio y desdeñosa antipatía a México y los mexicanos –particularmente por su mayoría de población mestiza e india– y temieron abiertamente que su nación blanca se contaminara de éstos, sus sucesores en las altas esferas del gobierno provocaron que tan temido fenómeno se cristalizara en el territorio estadunidense. Dicho de otro modo, si los personajes enlistados líneas arriba resucitaran, se darían de topes y reclamarían airadamente a las generaciones políticas que les sucedieron por causar la invasión pacífica de millones de mexicanos en Estados Unidos. Precisamente lo que aquéllos más temían…
Sucede que en septiembre de 1835, la Junta Anfictiónica de Nueva Orleans redactó un plan secreto con miras a ensayarlo en México. Tal documento, cuyos artífices fueron la Casa Blanca con el Presidente Andrew Jackson a la cabeza, así como los mexicanos Lorenzo de Zavala, Valentín Gómez Farías y otros, asesorados por el cubano José Antonio Mejía, incluía un aspecto clave para la dominación efectiva de México: el punto sexto, que hablaba de implantar una reforma agraria de tipo esencialmente político.
Esta “reforma agraria” era virtualmente una adulteración de las inquietudes legítimas de los campesinos mexicanos y consistía en la eliminación del núcleo agrícola de propiedad privada y su reemplazo por ejidos en los que la tierra ya no sería de quien la trabajara, sino del Estado.
De ese modo, a lo largo del tiempo, pero más específicamente en las tres primeras décadas del siglo XX, la producción agrícola fue decayendo, aunque, eso sí, demostró inequívocamente su admirable efectividad en cuanto correspondía a un severo control político sobre los hombres del campo (Información detallada sobre la Junta Anfictiónica de Nueva Orleáns en Cuevas, Mariano, Historia de la Iglesia en México, México, Editorial Porrúa, 1992 (facsimilar de la edición de 1928), Tomo lll, 434p., pp.210-232, y Gibaja y Patrón, Antonio, Comentario Crítico, Histórico, Auténtico a las Revoluciones Sociales de México, México, Tipografía Universal, 1934, Tomo lll, 337p., pp. 185-197).
Naturalmente, la acelerada y creciente miseria en el campo mexicano causó irremediable e irremisiblemente que los paupérrimos campesinos, de hecho siervos del gobierno a través de los comisarios ejidales, buscaran afanosamente nuevos horizontes que les permitieran sobrevivir con decoro y fijaron sus ojos en los pujantes Estados Unidos, a donde, de la manera que fuese, se empeñaron en emigrar masivamente con los resultados ahora de sobra conocidos.
En otras palabras, a la respuesta de por qué la imposición en México de una ruinosa reforma agraria se responde de manera sencilla, aunque sorpresiva y desconocida para la mayoría de la gente: fue Estados Unidos el patrocinador del sistema ejidal, si bien no para adoptarlo y sí para aplicarlo a su vecino del sur con la finalidad comprensible de tenerlo siempre dependiente.
Así, todos los Presidentes de México, o con otra denominación, que fueron hechura de los Estados Unidos –los que no lo fueron están considerados por la historia oficial como “traidores a la patria”, como Iturbide, Zuloaga o Miramón, por ejemplo– se vieron obligados, en mayor o en menor grado, a continuar esa línea política procedente del extranjero y empobrecedora de nuestro país, puesto que de ahí dependía en buena parte su permanencia en el poder. Por eso era intocable el ejido; por eso ningún Presidente mexicano quiso encararlo en serio; por eso a quien censuraba tal sistema se le tildaba de “reaccionario” u “oscurantista”; por eso constituía tabú político.
Solamente en ciertas ocasiones se intentó, si no eliminar, por lo menos dejar de lado el punto sexto dictado por la Junta Anfictiónica de Nueva Orleáns. Tales fueron los casos de Madero, Huerta, Carranza, Obregón y Calles. Y a varios les costó la silla presidencial y hasta la vida.
Así, estos personajes, aunque reñidos entre sí, nunca pensaron sino que el campesino tuviera parcelas en propiedad y jamás en que estuviera sujeto a controles estatales que le impidiesen gozar de “tierra y libertad”, precisa síntesis de los postulados zapatistas.
De ese modo, Madero quería hacer pequeños propietarios, y el 31 de agosto de 1911 ordenó que se trazara un plan con ese objeto. Y también ordenó restituir sus tierras, en propiedad, a quienes hubiesen sido privados de ellas. Además, ante la convención del Partido Constitucional Progresista, había afirmado su propósito de “asegurar el principio de propiedad” y de la “pequeña propiedad agrícola… pues ésta constituye una gran base de riqueza pública”.
En el Plan de Ayala (25 de noviembre de 1911), Zapata exponía la intención de expropiar los latifundios, previo pago de una tercera parte, con objeto de dar tierras a los campesinos; pero en ningún momento pensó en sujetar a éstos por medio de ejidos. Sus lemas –no huelga repetirlo– son de una claridad meridiana: “Tierra y libertad” y “la tierra es de quien la trabaja”.
Por eso el general revolucionario Ignacio C. Enríquez asevera que “desde 1910 hasta 1914, ningún caudillo habló de ejidos. Consideraban que el ejido era cosa del pasado, pues fue implantado por los españoles para tener sometidos a los indios… Los jefes que iniciaron la Revolución y quienes los secundamos, inclusive los campesinos que nos apoyaron, no tuvimos el propósito de resolver el problema agrario a base de ejidos, sino por medio del fraccionamiento de los latifundios para crear la auténtica pequeña propiedad rural”.
Don Antonio Díaz Soto y Gama refiere que luego de explicarle a Emiliano Zapata que bajo el marxismo es una junta estatal la que reparte a su arbitrio la producción de la índole que fuere, el caudillo del sur le contestó: “Pues mira, por lo que a mí hace, si cualquier tal por cual se entrometiera en esto y quisiera disponer de los frutos de mi trabajo, ese tal, sea quien fuere, recibiría de mí muchísimos balazos”.
La sana ambición de poseer un medio propio de sustento, de mejorarlo, de acrecentarlo, de heredarlo, principio básico de la vida económica, constituía, pues, una premisa básica fundamental del zapatismo. De ahí también que durante la convención revolucionaria celebrada en Aguascalientes el año 1914, Francisco Villa y Eulalio Gutiérrez especificaron, con el apoyo incondicional de Zapata, que se impulsaría la pequeña propiedad para todos, sin ejidos prestados ni sujeciones oficiales.
Sin embargo, quien más se empeñó en el siglo pasado por radicalizar la reforma agraria política –contraria al verdadero sentir de los caudillos mexicanos y venero de desgracias y resquebrajamiento económico que fomentó grandemente la emigración mexicana a Estados Unidos– fue el Presidente Woodrow Wilson, quien no dudó en desembarcar tropas en Veracruz en 1914 cuando comprobó que el general Victoriano Huerta pretendía escabullirse del famoso punto sexto.
Por lo demás, Huerta pugnaba por seguir una política propia y se mostraba particularmente amistoso con las potencias europeas y con los capitalistas procedentes de las mismas; era, igualmente, partidario de relaciones de recíproco respeto con el clero y, por ende, no se distinguía por imaginar planes o medidas radicales que desembocaran en una lucha inútil y desgastante; y, por último, se percibía su intención de respetar las unidades productivas en el campo y, por lógica, su oposición a una ruinosa reforma agraria como la que Wilson pretendía impulsar entusiastamente entre los jefes revolucionarios mexicanos, con la mira no tan secreta de tornarnos más dependientes en el aspecto alimenticio.
Huerta, pues, distaba de ser el hombre ideal para la Casa Blanca…
En tal tesitura, el Presidente Wilson fue enfático: “Todas las fases de la situación mexicana se basan por ahora en la condición de que los hombres que ocupan el poder en México han de ser eliminados, de una manera o de otra, antes de que el país pueda emprender su marcha hacia su destino manifiesto…”.
Y cuando Huerta estaba a punto de abandonar el poder merced a la bárbara presión del vecino del norte, Wilson exigió que el nuevo mandatario “debe ser un declarado constitucionalista que estará encargado personalmente de formular y promulgar las reformas (agraria y religiosa) necesarias e inevitables como deber al cual debe plegarse ante todo” (Lascuráin y Osio, Angel, La Segunda Intervención Americana, México, Editorial H.T. Milenario,segunda edición, 1967, 151p., p.92).
Poco tiempo antes, al tomar posesión de la presidencia, el mismo Wilson había declarado sin tapujos: “I am going to teach the South American Republics to elect good men” (Voy a enseñar a las repúblicas sudamericanas a elegir buenos hombres).
¡A puntapiés nos marcaban el camino a seguir!
Así, al apadrinar Wilson la vorágine que cimbró a México hace poco más de cien años, causó a nuestra patria daños irreparables:
“La revolución –escribió don Angel Lascuráin y Osio–, cuyo fin principal aparente era tan sólo el derrocar a Huerta… se convirtió en un azote, atacando cuanto había de valer en México, descargando sus iras contra todo aquello que representaba el México de entonces, las haciendas, los capitales mexicanos y europeos, saqueando las iglesias, los colegios, entrando a las poblaciones y cometiendo toda clase de arbitrariedades, asesinatos, robos, violaciones de mujeres, como si todo el país fuera cómplice del asesinato de Madero, y necesario castigarlo y destruirlo. La revolución se portó realmente como un ejército de ocupación extranjero, y los generales salidos de ella, como verdaderos conquistadores que descargaban su bota de hierro contra los vencidos”.
Ante semejante panorama, en modo alguno resulta extraño que miles y miles de mexicanos de todos los rincones del país procuraran escapar del caos y se dirigieran a la nación vecina del norte. Los movimientos armados, tutoreados por la Casa Blanca, dieron por resultado, en mayor o en menor tiempo, la invasión pacífica de los Estados Unidos de parte de quienes eran despreciados por los propios estadunidenses.
Todo esto se agravó más y más una vez concluida la lucha armada revolucionaria, pues la adulterada reforma agraria que no producía víveres pero sí líderes, que multiplicó los paupérrimos ejidos en millones de hectáreas sobre todo en la época cardenista (1934-1940), que destruyó enormes extensiones de propiedades privadas que daban de comer a la nación, y que extendió sus tentáculos de miseria en la nación entera, se tradujo, ni más ni menos, en una estampida humana de connacionales hacia el país del norte con los resultados por todos conocidos.
Como quedó anotado líneas arriba, los postulados que implicaban poseer el cimiento del esfuerzo propio fueron dejados de lado y vino la era de los caciques modernos y de los despojos. El campesino, eterna bandera utilizada en miles de mítines y de discursos, se vio privado de los beneficios que supuestamente le reportaría haber regado con su sangre los campos de batalla; se vio privado de ascender en el nivel de vida que había acariciado; se vio privado de ser real y efectivamente dueño de su propio destino; se vio privado, en una palabra, de “tierra y libertad” y de que se le reconociera que “la tierra es de quien la trabaja”. En época de Carlos Salinas de Gortari el ejidatario se volvió propietario, pero la entrada en vigor del TLC le impide competir con productos extranjeros y continúa en la miseria. Todo quedó nuevamente en favor de Estados Unidos.
Si al amplio cuadro hasta aquí presentado le agregamos la irrefrenable corrupción que devora al país y la vergonzosa impunidad que le acompaña, así como las decenas y decenas de miles de muertos, de secuestrados, de extorsionados y demás que bañan de sangre al país un día sí y otro también, y le sumamos la cada vez más creciente miseria del pueblo mexicano a niveles nunca antes registrados, ¿qué de extraño resulta que muchísimos mexicanos deseen ahora mismo escapar del ominoso desastre en que nos hallamos –y que tiende a empeorar– y volteen sus ojos hacia Estados Unidos?
En síntesis, la masiva emigración mexicana a Estados Unidos tuvo su origen en las políticas agrarias y económicas impuestas a México desde la Casa Blanca con el propósito de volvernos dependientes en todos los órdenes, y paradójicamente eso le provoca ahora escozor y grave preocupación al país del norte por las razones que fuesen. Y así, lo que los políticos estadunidenses del siglo XIX quisieron siempre evitar, lo padecen ahora mismo las administraciones actuales por las directrices que se obligó a seguir a nuestra patria en el pasado. Todo esto se agudiza en estos momentos, como queda asentado, por la alarmante descomposición del tejido social que hoy padecemos, producto del caos imperante en el llamado sistema político mexicano.
Naturalmente, muchas aristas más podrían tratarse todavía del tema que hoy se ha desarrollado, pero este marco histórico visto en panorama puede servir para darse una idea y ubicar el problema en su verdadero origen y en su correcta perspectiva.
Ver También: Inmigración de Mexicanos a E.U. en Cifras