Por: Mnemea de Olimpia
Cuando pensamos en la familia, nuestro cerebro inmediatamente identifica a aquellos sanguíneamente más cercanos a nosotros: nuestros padres, hermanos, tíos, hijos, sobrinos, primos, etc. No obstante, antes que nada debe ser comprendido que la frontera entre la familia y la no-familia es determinada por la cultura, pues por ejemplo, en México es usual considerar incluso a primos segundos (o terceros) como parientes, mientras que en Alemania, usualmente la familia termina con los primos hermanos. Esta línea divisoria, culturalmente difusa, se constituye de una materia prima esencial, inconsciente para las masas en casi todos los casos: la identidad y la consecuente empatía; la convivencia y la subsecuente historia interpersonal que de ésta resulta. ¿Y qué sucede con los huérfanos, que carecen de cualquier parentela? ¿Es que su mente no identifica a nadie como familia? Quizás técnicamente no la tengan, pero su mente sí que piensa en alguien cuando a estas personas se les pregunta por las mismas. Para nuestra mente y psicología, todos tenemos familia, y he ahí la clave para comprender lo que es realmente el origen de ésta: la identidad y la convivencia, no sólo la sangre, ni mucho menos la tinta.
Para nuestros ancestros de hace miles de años, la idea de familia habría sido sinónimo de tribu: un colectivo reducido, compuesto por hombres y mujeres de diversas edades, experiencias y habilidades, pero con un origen y una historia en común, todos emparentados sanguíneamente entre sí, con una misma cosmovisión, valores, semejantes metas grupales, unidos profundamente en las buenas, y sobre todo, en las malas. Nótese como al describir lo que antes solía ser una familia hago énfasis en la homogeneidad de la misma, tanto biológicamente como psicológicamente. Es así que dos poderosas fuerzas mantenían unidas a las familias o tribus de hace milenios: la intensa identidad colectiva y la necesidad de permanecer unidos ante la acosadora adversidad del medio ambiente.
A lo largo de la Historia, siempre y cuando haya habido un medio de permanente adversidad, y suficiente identidad recíproca entre sus integrantes, la familia se ha mantenido unida, si no por amor (identidad), sí por necesidad (supervivencia). Eso es absolutamente fundamental que se tenga en mente: la familia disfuncional cuyos integrantes no le encuentran ventajas a permanecer dentro de ésta, está condenada a disolverse, como una tribu en decadencia cuyos miembros, al no ver sus necesidades cubiertas, optan por emigrar en búsqueda de un nuevo colectivo que les dé la bienvenida y satisfaga sus carencias.
¿Por qué resulta importante comprender lo expuesto hasta ahora?, podrán preguntarse mis lectores. Y la respuesta es simple: porque por medio de este conocimiento se puede hacer un análisis de la familia a la que uno pertenece y determinar si ésta está condenada a la disolución o a permanecer unida, y sobre todo, porque con esta herramienta intelectual podemos asegurarnos de que los nuevos hogares que formemos en el futuro cuenten con las características necesarias para que éstos sean bendecidos con el éxito y se mantengan tan cohesionados como una tribu ancestral.
Concluyamos, entonces, que es el grado de homogeneidad identitaria, aunado a la intensidad de las necesidades emanadas de la adversidad afrontada, lo que augura si una tribu (familia) permanecerá unida o no. En el pasado, ambas condiciones se cumplían naturalmente. Hoy en día, sucede exactamente lo contrario. Justamente, esto último es lo que estudiaremos en la siguiente entrega.