Por: Luis Reed Torres
Al analizar los intentos efectuados por determinados grupos para socializar al individuo, don José Ortega y Gasset, filósofo español internacionalmente reconocido, asentaba que tal propósito constituía una magna empresa, toda vez que el socialismo (se refería, claro, al socialismo marxista; hay otro, el nacionalsocialismo alemán, pero ese es de otra naturaleza) no se satisfacía con la exigencia de que lo propio perteneciera a los demás –y en tal caso se dejaban de lado la inteligencia, la iniciativa o el espíritu de ahorro, que son general, natural y permanentemente diferentes entre los hombres– sino que adicionalmente exigía de manera irracional la adopción de ideas y de gustos ajenos, con lo que se pretendía concluir con el yo propio, con el yo íntimo. En suma, con la individualidad que, desaparecida, daría paso a la sociedad sin clases.
Al sumarme a tal crítica, debo agregar que esto resulta profundamente antidemocrático y sólo es dable, por tanto, en condiciones de dictadura (verbigracia Norcorea hoy en día). Además, la tan cacareada sociedad sin clases no ha existido, no existe, ni existirá jamás. De ahí que el pomposamente así llamado “socialismo democrático” que imperó, por ejemplo, en la Europa oriental después de la Segunda Guerra Mundial (a las naciones bajo el marxismo se les denominaba también “democracias populares”) constituya simplemente una utopía porque ambos términos –socialismo marxista y democracia– son antitéticos.
Así, cualquier naturalista de mediana preparación sabe perfectamente de la jerarquía, organización y división del trabajo que predomina en las nutridas colonias de hormigas termitas o en los colmenares. Y esto es sumamente evidente en las filas de los grandes mamíferos que siguen invariablemente a un jefe hasta que éste envejece o muere. Luego viene la sustitución que permite continuar con este ciclo.
Hasta hace algún tiempo, muchos socialistas –y también gente que no lo era pero que carecía de información al respecto– enfatizaban que la igualdad plena tuvo lugar en la vida primitiva, esto es en las sociedades prehistóricas. Pero recientes y exhaustivas investigaciones sobre la evolución del hombre han dejado claramente establecido que esto es falso. El estudio y la interpretación de los datos arqueológicos a la mano permiten determinar la existencia de tribus mandadas por un jefe, así como la existencia de cuevas mejor equipadas no sólo de los líderes sino de los hombres prehistóricos con mayor y mejor visión que otros de sus congéneres, e igualmente la división del trabajo mediante la asignación de deberes diferentes. En otras palabras, la permanencia plena y total de la, esa sí justa y democrática, desigualdad social.
El citado Ortega y Gasset, al referirse al sentimiento del hombre por sobresalir, por destacar, por dejar de ser parte anónima de la masa y dar peso a su individualidad, sentenciaba y definía que eso era nobleza auténtica, o sea la élite de la sociedad, la que emergía triunfante. Don José es muy claro sobre el particular en su ensayo escrito en 1930:
“La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos: Nobleza obliga. Vivir a gusto es de plebeyos. Noble significa el conocido, se entiende, el famoso que se ha dado a conocer sobresaliendo de la masa anónima. Implica un esfuerzo insólito que motiva la fama. Equivale, pues, noble, a esforzado o excelente. Para mí nobleza es sinónimo de vida esforzada, presta siempre a superarse a sí misma” (La Rebelión de las Masas, Capítulo VII).
Por supuesto que nada de esto es posible en el marxismo o en una “sociedad igualitaria”, como la que pregonaba para México el Presidente Miguel de la Madrid.
Si las clases son las que integran, forman o componen una sociedad –dividida en diversas jerarquías y actividades y en la que se halla presente esa nobleza a la que Ortega y Gasset se refiere y define con nitidez– resulta entonces un contrasentido hablar de “sociedad sin clases”, toda vez que son precisamente las clases la base y la esencia de la sociedad.
En la antigua Rusia soviética, por ejemplo, así como en los numerosos países que fueron sus satélites, la población permanecía aherrojada por la férrea tiranía de “la nueva clase”, como la calificó el yugoslavo Milovan Djilas, famoso opositor del dictador Iosif Walter Weiss, conocido como Josip Broz “Tito”. Y esta nueva clase, compuesta por el grupo gubernamental, detentaba el poder absoluto y marcaba las diferencias más agudas.
Sólo los altos burócratas del Partido Comunista, y naturalmente los jerarcas, podían llevar una existencia tranquila, regalada y plena. Los almacenes y los viajes estaban abiertos para ellos y su vida placentera transcurría en buena parte en sus bien equipados palacetes, denominados dachas. De ese modo existían ahí las clases. Pero ya en el sentido de formar inexpugnables barreras en las que se estrellaba la comunidad y la nobleza señalada por Ortega y Gasset. Por eso el socialismo de tipo marxista acaece sólo en las dictaduras; sólo cuando se trastoca la división natural de las clases y se insiste en conjuntar una sola, contranatural y antidemocrática, que tritura a las demás para dar paso a una clase de clases, en su tiempo el ominipotente, omnisciente y omnipresente Partido Comunista.
Y desde luego en México no desentonamos, porque sin tener en el poder a un Partido Comunista, padecemos a una “clase dorada”, integrada por todas las agrupaciones políticas habidas y por haber, que igualmente no sólo está distanciada del pueblo, sino que, de hecho, se halla formalmente divorciada de sus gobernados, cuya suerte le importa un bledo al no procurar ser gestora del bien común ni facilitar como se debe el desarrollo de la sana individualidad.
En consecuencia, resulta absurdo y risible que enjambres de ingenuos –de esos a los que Lenin calificaba de “tontos útiles”– se muestren seducidos, cual doncellas inexpertas, ante la teoría de la sociedad sin clases.