Por: Graciela Cruz Hernández
Su nombre completo fue: Fernando Guilebaldo Isabel Juan José María de Jesús Altamirano y Carbajal. Nació en el municipio de Aculco, Estado de México el 7 de julio de 1848.
En 1850 se fueron a vivir a San Juan del Río, y después a Santiago de Querétaro, donde estudió en el colegio de San Francisco Javier, llamado más tarde Colegio Civil. Siempre fue un excelente estudiante, razón por la que recibió premios y diplomas teniendo siempre el reconocimiento de sus profesores.
Fernando Altamirano, quedó huérfano a los 13 años, a finales de 1861, entonces su abuelo el médico y botánico Manuel Altamirano se hizo cargo de su educación. Su abuelo además de enseñarle latín lo instruyó en la clasificación de plantas que juntos recolectaban en la Hacienda la Nopalera, de esta manera fue como nació el amor de Fernando Altamirano por la botánica.
En 1868 se muda a la ciudad de México a estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria. En 1869 ingresó a la Escuela Nacional de Medicina. Después de conseguir su licenciatura, en 1873 impartió las cátedras de farmacia, farmacología e historia de las drogas, en la misma escuela que lo formó.
También se unió a la Sociedad Mexicana de la Historia Natural, ahí le brindaron la oportunidad de publicar el catálogo de la colección de productos naturales indígenas en la Exposición Universal de Filadelfia en 1876.
En 1878 continuando como investigador y profesor de farmacología y fisiología publicó varios artículos en la Gaceta Médica de México y en la revista La Naturaleza, de la Sociedad Mexicana de la Historia Natural. En ese mismo periodo de forma interina cubrió las cátedras de terapéutica, anatomía topográfica y ginecología, ejerciendo su profesión de médico en el Hospital de San Andrés.
Desde 1888 fundó y trabajó como el primer director del Instituto Médico Nacional cargo que desempeñó de forma excelente hasta su muerte. Y fue gracias a su buen desempeño y gestión que ese Instituto tuvo nexos muy importantes con otras instituciones científicas de América Latina, Estados Unidos y Europa. En 1889 se encargó de que el Instituto participara en la Exposición Universal de París. También participó en el IX Congreso Internacional de Higiene y Demografía en Madrid en el año de 1889; así como en la exposición Universal de San Luis en 1904.
Altamirano instaló el primer laboratorio de fisiología de México, ahí realizó importantes investigaciones de campo en la botánica médica de varias regiones del país. Sus investigaciones quedaron registradas en las dos revistas del Instituto: El Estudio y Los Anales del Instituto Médico Nacional. Plasmadas en más de 250 artículos, sus contribuciones en el campo de la farmacología exploran los temas de la fisiología, la botánica y la zoología. Dentro de sus grandes aportes a la ciencia en 1905 Altamirano en colaboración con Joseph Nelson Rose describieron una euforbiácea originaria de Guanajuato, Querétaro y Michoacán, identificada localmente como Palo Amarillo, a la que consideraron especie nueva y que nombraron Euphorbia elástica, conocida también como Euphorbia fulva. Altamirano estaba interesado en esta especie debido a su contenido de resina elástica y a la que él esperaba se pudiera aprovechar en la industria como caucho comercial, pero a pesar de varios estudios la extracción no fue rentable.
Entre varias investigaciones que hizo, tradujo del latín la obra de Francisco Hernández de Toledo sobre la historia de las plantas de la Nueva España, publicando en 1896 el artículo: Historia natural, aplicada a los antiguos mexicanos. Realizó una investigación llamada Contribución al estudio de la farmacología nacional: leguminosas indígenas medicinales; siendo su amigo el pintor José María Velasco Gómez quien realizó los dibujos para ilustrar esas investigaciones.
En cuanto al campo de la zoología, descubrió en la serranía de las Cruces, cerca de la ciudad de México, una especie de ajolote no descrita; envió un espécimen al zoólogo francés Alfredo Dugés quien la identifico como miembro de una nueva especie y lo clasificó como Ambystoma altamirani en honor al descubridor.
Se interesó por el aprovechamiento industrial de algunas plantas mexicanas. Al menos un género y nueve especies de plantas y animales fueron nombrados en su honor. Ha sido considerado el iniciador de estudios farmacológicos modernos en México y primer fisiólogo mexicano
Después de una vida apasionante y fructífera el doctor Fernando Altamirano murió el 7 de octubre de 1908, a consecuencia de una hemorragia interna provocada por la ruptura de un aneurisma de la aorta abdominal. Sus restos descansan en el panteón civil del Tepeyac.
El 3 de julio de 1910, el periódico El Tiempo Ilustrado, publicó una composición que el profesor Carlos Espino Barros (fue profesor de farmacia y trabajó en el Instituto Médico Nacional como prefecto), dedicó al Dr. Altamirano en mayo de 1904.
La composición de Espino Barros lleva por nombre Teodicea. Es un razonamiento sobre la existencia de Dios y sobre el ateísmo, con un final donde el creyente pide misericordia a Aquél que lo ha creado y por quien todo existe. Parece ser que este era un tema de conversación entre el Dr. Fernando Altamirano y el Profesor Carlos Espino Barros como científicos, amantes de la naturaleza, y creyentes.
TEODICEA
¿Quién es Dios? No lo sé; mi entendimiento
Limitado no puede definirle.
¿Dónde está? No lo sé; mas lo presiento
Y sin verle ni oírle
Casi le escucho y su presencia siento.
Le descubro en los vivos arreboles
Que preceden al sol del nuevo día,
En el nublado de plomizas moles,
Y en la extensión vacía
Sembrada de planetas y de soles;
Veo su mano en el florido Mayo
Su pupila en el sol que nos alumbra,
Su gran potencia al desprenderse el rayo
En donde se vislumbra
De su excelso poder como un ensayo;
Oigo su voz en las cadencias graves
Que entona el mar con sus rizadas ondas,
En el gorjeo de las canoras aves
Y entre las verdes frondas,
En el susurro de las brisas suaves:
Otras veces le escucho amenazante
Ya en la estruendosa inmensa catarata,
Y en el encrespado oleaje que pujante
En el mar se desata,
Ya en el fragor del trueno rimbombante.
Yo siento un débil rayo de su esencia
Cuando recorro con ansiosa mente
Las sabias leyes de la humana ciencia,
O cuando interiormente
Oigo la justa voz de la conciencia.
Y estudiando en el libro siempre abierto
De la naturaleza prodigiosa
El admirable y sin igual concierto
Que reina, en cada cosa
Se revela su espíritu encubierto:
En una gota de agua se halla un mundo,
En un rayo de luz más de un problema,
Y en una chispa eléctrica un fecundo
Asunto para un tema
Que no agotará el sabio más profundo.
¿Quién al átomo de la misteriosa
Afinidad, y a la materia presta
La fuerza de cohesión y la pasmosa
Gravitación supuesta
Que al cosmos equilibra poderosa?
¿Qué artífice tendió por el espacio
Los rieles invisibles en que ruedan
Esferas de amatista y de topacio,
Sin que desviarse puedan
Ni rodar más aprisa o más despacio?
En la materia organizada, el serio
Fenómeno insondable de la vida
Encierra para el hombre un gran misterio,
En la escala corrida
Desde el pequeño insecto al megaterio:
¿Quién ingénito instinto da al gusano
Que a fabricarse un capullo acierta,
Se sepulta, y en otro azas galano
Se transforma y despierta?
¿No hay para el sabio aquí todo un arcano?
¿Quién adiestra a la araña cautelosa
A disponer sus redes con tal arte?
¿Quién instruye a la hormiga laboriosa
A la vez que le imparte
Diligencia ejemplar tan asombrosa?
¿Quién a la abeja enseña geometría,
Al castor ingenioso arquitectura,
Y a las aves viajeras geografía?
¿Quién da al perro ternura,
Amor, lealtad, instinto y valentía?
Confuso ante la sabia providencia
Que solicita atiende y alimenta
Desde el ser que doto de inteligencia
Hasta aquel que presenta
Rudimentaria y débil existencia,
Imposible es negar la omnipotente
Mano de un Dios, cuyo poder se ostenta
(En la materia bruta, e igualmente
En todo lo que alienta)
Con verdad innegable y evidente.
¿Cómo hay entonces quien a Dios no invoque
Y le niegue negando la evidencia,
Le desconozca ingrato y aún sofoque
La voz de la conciencia,
E inferior al salvaje se coloque?
¿Cuál es el hombre probo, casto y justo
Que la inmoralidad del alma niega
Y dice que no hay Dios? Solo el injusto
Y el malvado reniega
Para calmar su turbación y susto.
¡No existe el ateísmo, no hay ateos!
Para acallar la voz de la conciencia
Y darle rienda suelta a los deseos
De la concupiscencia,
Se hacen de la impiedad convictos reos;
Pero al llegar temblando a los confines
Que separan la vida de la muerte,
Donde se acaban las pasiones ruines
Y se abate el orgullo del más fuerte;
Todos claman ¡Señor, no me abomines!
¡Yo creo en ti, mi Dios, yo quiero verte!
Y en este duro trance, en este acto,
¡Perdóname, Señor, yo me retracto!
Este hermoso poema nos recuerda aquellas palabras atribuidas a Louis Pasteur: Un poco de ciencia aleja de Dios pero mucha ciencia devuelve a Él.
Fernando Altamirano, científico y creyente, un verdadero Orgullo de Nuestra Identidad Nacional Mexicana.