Obispo, traductor y escritor
Por: Graciela Cruz Hernández
El 26 de junio de 1840, nació en Guanajuato, Guanajuato, José María Ignacio Montes de Oca y Obregón. Perteneció a una familia aristócrata, de niño fue educado en Inglaterra bajo la tutoría del cardenal Wisernan, luego en México y en Roma.
Por su gran inteligencia y formación dominó el griego, el latín, el inglés, el francés, el italiano, incluso supo del náhuatl y otras lenguas.
Ignacio siguió la vocación sacerdotal, en 1863 estando en Roma fue consagrado sacerdote, sus estudios lo llevaron a doctorarse en derecho civil y canónico. Después ya estando en México su buen nombre y fama lo llevó a que el emperador Maximiliano lo nombrara su capellán de honor.
A la caída de Maximiliano, regresó a su natal Guanajuato y estuvo al frente de una parroquia; estando ahí, el gran escritor Ignacio Manuel Altamirano lo invitó a colaborar en la revista “El Renacimiento”, prestigiosa revista que el mismo Altamirano dirigía.
Durante su vida Ignacio Montes de Oca, vio las diferentes sucesiones presidenciales y aunque trató de llevar con toda dignidad buenas relaciones con todos esos gobiernos, no desmintió el que como otros él también abrazaba la causa de un imperio con alianza europea, que sin menoscabar la soberanía nacional pudieran hacer un frente a la prepotencia de nuestro vecino país del norte que estaba apoderándose de nuestro territorio.
Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia, siendo titular del sillón 3 de 1919 a 1921. Montes de Oca era recto en el vivir, cordial en la amistad, franco, jovial y lleno de genialidades; tenía el don de gentes y supo hacerse estimar por todos los que lo conocían y en la Academia fue uno de los más eficaces núcleos de reconciliación para el acercamiento y amistad después de la Revolución.
Montes de Oca estaba habituado al trato con los grandes, eran común para él las distinciones y alabanzas y quizá el no ocultar la satisfacción que sentía, ocultaba de alguna manera su espíritu apostólico el cual dio a conocer de manera extraordinaria cuando recién consagrado obispo por el propio papa Pío IX (del que fue camarero secreto), arribó a las tierras desamparadas de Tamaulipas y las recorrió con un verdadero espíritu misionero. Contaba apenas con treinta y un años el joven obispo, y casi solo visitó hasta los últimos rincones de aquella gran extensión, los climas eran a menudo pesados e insalubres y de difícil comunicación. Contaba con la ayuda de solo unos cuantos sacerdotes dispersos en ese gran territorio. Afrontó la tarea durante nueve años de levantar todo desde sus cimientos, y consumó heroicamente una labor benemérita de gran mérito ante la pobreza y desolación que había inicialmente encontrado.
Sobre eso el P. Antonio Plancarte y Labastida, comentaba: «Sabidos los antecedentes del ilustrísimo señor Montes de Oca, conocidos su talento, su posición social, sus relaciones, su vida de príncipe en Roma, es verdaderamente maravilloso cómo haya podido vivir nueve años en su nuevo obispado, sujeto a todo género de privaciones, careciendo aun de lo indispensable para la vida. . . Conoció sus ovejas una a una; dormía bajo su tienda de campaña, erigía su capilla rural, y allí predicaba y administraba los santos sacramentos como el más humilde misionero. «No es raro — continúa el P. Plancarte– que el Romano Pontífice haya encomiado el apostolado de monseñor Montes de Oca; pero sí llama la atención que lo haya hecho el general don Mariano Escobedo, testigo presencial de sus fatigas, quien lo tuvo enfermo de fiebre maligna en una de sus haciendas, y a mí me dijo, siendo ministro de la Guerra: Su amigo de usted es mucho obispo para Tamaulipas». Aquel «mucho obispo» pasó luego a la diócesis de Linares, o sea de Monterrey, donde tocóle sostener duro combate por las libertades de la Iglesia. Lo hizo con su entereza y garbo naturales: »deber era en Nos afirma como obispo y como ciudadano».
Al despedirse, en diciembre de 1884, de la grey de su diócesis de Linares que apacentó por un lustro, decía con palabras que dejaban mostrar la generosidad de su corazón: »Al soltar las riendas del gobierno de este obispado, pedimos perdón a nuestros diocesanos de las faltas y errores que nuestra fragilidad nos haya hecho cometer; lo imploramos, sobre todo, de aquellos a quienes en el ardor de la lucha tuvimos necesariamente que herir o derribar, al lanzar nuestros dardos en defensa de la Religión. ¡Oh! ¿Por qué nos provocaron? ¿Por qué convirtieron nuestra misión de paz en un estado de perpetua guerra, para todos funesta? Al mismo tiempo enviamos nuestro perdón a cuantos nos saturaron de oprobios; y pueden estar seguros que –como ya ha sucedido con los que se nos han acercado– jamás será obstáculo para obtener nuestros servicios y nuestra especial benevolencia, el habernos ultrajado». (Obras pastorales y oratorias III, 603).
El obispo Montes de Oca pasó en 1885 a la diócesis de San Luis Potosí, estuvo a su cargo por treinta y seis años, Montes de Oca era emprendedor, eficiente en la organización, supo elegir muy bien a sus auxiliares, consiguiendo así llevar a su predilecta y amada diócesis a florecer en religiosidad, beneficencia y cultura.
Hombre de letras que por su admirable don de lenguas, por su recia formación de humanista, por su prestancia de orador, le mereció entre los árcades el seudónimo de Ipandro Acaico, en la Arcadía Romana a la que perteneció.
Montes de Oca como traductor, nos dio la única traducción cabal que en castellano tenemos de las obras de Píndaro, «bosque profundo y misterioso» de lirismo, así como versiones de otros poetas griegos como: Bucólicos griegos de Teócrito; así como del poeta Mosco y de su maestro Bión, del poeta Anacreonte; también La Argonáutica, poema épico de Apolonio de Rodas y El rapto de Elena, poema de Coluto de Nicópolis.
Como escritor, de sus obras propias tenemos: Ocio poéticos; A orilla de los ríos; Sonetos jubilares; Obras pastorales y oratorias; Nuevo centenar de sonetos y Otros cien sonetos de Ipandro Acaico.
Don Marcelino Menéndez Pelayo, entre otras palabras sobre Montes de Oca decía: Entre las pocas, poquísimas buenas traducciones de poetas griegos que posee nuestra lengua, nadie negará a las de Ipandro uno de los primeros lugares … Es sin duda Ipandro helenista egregio y gallardo versificador, aunque en su trabajo se noten desigualdades … » Su fácil maestría es prodigiosa, «y le hace buscar con predilección las formas más estrechas y difíciles de la métrica castellana: octavas, tercetos, sonetos: nueva y pesada cadena sobre las muchas que el arte de traducir impone … «; pero Monte de Oca »sale airoso de todas las dificultades. La crítica más severa sólo hallará que censurar en tan gran número de versos alguno que otro prosaico o duro y cierta redundancia de estilo. Pero ¿quién no perdonará esto al lado de tanta facilidad, desenfado y armonía?» Como poeta original, opino que debemos colocarlo, con mesurada justipreciación, dentro de los límites de su escuela y de su tiempo. Creo que más que poeta, en aquel sentido altísimo y esencial que conviene reivindicar para el vocablo, era Montes de Oca varón de insólita cultura literaria y de connaturalizada pasión por expresarse en verso. Iba volcando métricamente cuanto sentía y vivía –de preferencia en sonetos que se computan por centenas, y el versificar volvióse en él tan cotidiano como el respirar: lo que pudiera ser plática, misiva, sermón, arenga, vertíalo en estrofas; y así es natural que dentro de la habitual soltura y lozanía del verso y en medio de logros de primer orden, tropecemos con ripios, desmayos, prosaísmos, ) en cambio no nos coja y estremezca aquel algo intuitivo, fascinante y arcano que deslumbra en el ápice de la soberana poesía. Mas fuera injusto hacer cargo personal de lo que es, en mi sentir, reparo formulable a toda una escuela, a toda una etapa, y quizá a muchas. Paréceme, por otra parte, que el prosista –a quien debemos ocho suculentos volúmenes de Obras pastorales Y oratorias, descuella con un género de excelencia que es propio de los grandes y que suele hacer menos ruido, porque consiste puntualmente no en ostentar sino en esconder el arte, dentro de la severa sobriedad y la sencillísima elegancia. El mejicano a quien la Academia Española habría de confiar la oración fúnebre por Cervantes al venir el tercer centenario del Quijote en 1905, ya había pronunciado en su país, veintisiete años atrás, cuando alboreaba la Academia Mejicana, una pieza famosa en homenaje de Alarcón y otros ingenios nuestros” (Obras pastorales y oratorias, t. II, p. 53).
Montes de Oca está colocado en el rango supremo de los oradores, aplomo y gallardía en el ademán, impecable dicción y cálida voz que cautivaba a su auditorio, de no haber sido así no se le hubiera confiado esa oración fúnebre a Cervantes por el tercer centenario del Quijote.
Fue entre 1913-1914 que desgraciadamente ni sus méritos ni su edad le impidieron al obispo Montes de Oca tener que abandonar su querida patria y vivir en el exilio que sufrió a causa de la revolución que en una ensañada persecución profanó su residencia, el arte selecto que ella contenía así como su riquísima biblioteca, una de las primeras de América.
La tristeza y melancolía que sufrió el obispo en su exilio hizo estragos en su persona, tanto así que en ocho años su físico y ánimo parecía el de otro hombre.
En Madrid, Ignacio Montes de Oca acababa de celebrar las bodas de oro de su consagración episcopal (murió siendo el decano del episcopado del mundo), fue homenajeado tanto por el Sumo Pontífice, como por los reyes de España, por los miembros de la Real Academia y por otros importantes personajes.
Montes de Oca, después de su largo exilio anhelaba regresar a su patria y el pueblo potosino esperaba jubiloso el regreso. El obispo emprendió el viaje, pero no alcanzó a llegar con vida, enfermo y casi ciego, murió en Nueva York, el 18 de agosto de 1921 a los ochenta y un años de edad, su alma volaría a la patria eterna y aquel pueblo que con tanto gusto esperaba tenerlo de vuelta, cambió su sonrisa por lágrimas y luto. Recibieron sus restos mortales los cuales fueron depositados en la tumba que el propio obispo se mandó labrar muchos años atrás en su querida catedral.
En este su poema Ignacio Montes de Oca habla de sí mismo, refiriéndose a él con el seudónimo que le pusieron en la Arcadía Romana. En sus versos muestra su anhelo de pasar sus últimos días entre sus amados fieles que esperaban su regreso.
Ipandro Acaico
Triste, mendigo, ciego cual Hornero, Ipandro a su montaña se retira, sin más tesoro que su vieja lira, ni báculo mejor que el de romero.
Los altos juicios del Señor venero, y al que me despojó vuelvo sin ira de mi mantel pidiéndole una tira, y un grano del que ha sido mi granero.
¿A qué mirar con fútiles enojos a quien no puede hacer ni bien ni daño, sentado entre sus áridos rastrojos, y sólo quiere en su octogésimo año, antes que acaben de cegar sus ojos morir apacentando su rebaño?
Fuentes:
https://cronologiassanluispotosi.com (PDF)
Sotanas de Méjico Por Alfonso Junco Editorial Jus Méjico