Fuente: IDIHPES
INTRODUCCIÓN Y JUSTIFICACIÓN
España es una nación fundamental en la forja de la Civilización Occidental, cuya enorme aportación es a menudo minusvalorada por una propaganda burda, pero que ha encontrado eco, incluso en su propio suelo. En los planes de estudio que cursan los mismos escolares españoles, no digamos los del resto de Europa o América, se ignoran las múltiples contribuciones de la patria que envió emperadores y filósofos a Roma, reconquistó su suelo del musulmán palmo a palmo, descubrió nuevos mundos, frenó al turco en Lepanto fue, en palabras de Menéndez Pelayo, luz de Trento y espada de Roma, generó el mayor Imperio conocido por la historia, aportó algunos de los mejores pintores y escritores al arte y a la literatura universal, fue la primera en vencer al bolchevismo en los campos de batalla y puso su sangre y su ingenio siempre al servicio de Occidente y de la Cristiandad. Como dicen César Vidal y Federico Jiménez Losantos:
“Durante muchos siglos, sin duda los cinco últimos, pero podríamos decir diez, quince o hasta veinte, España ha tenido una población muy homogénea en lo racial, religioso y cultural, hecho llamativo dada su situación geográfica. Aunque hoy, para destruir la idea misma de nación española, se hable de su pluralidad lingüística, religiosa o racial, lo que sorprende al asomarse a su historia es lo contrario. Cómo pasa de encrucijada a solar, de caos disperso a unidad más o menos ordenada, pero siempre conservando unos rasgos básicos, en lo político, lo religioso y lo cultural. ¡Dos mil años se dice pronto! El noventa por ciento de las naciones que se sientan en la ONU apenas pasan de doscientos. Aunque sólo fuera por esa singularidad, ya valdría la pena estudiar la Historia de España, rica, escalofriante, trascendente, asombrosa como pocas.”
En efecto la historia de España es fascinante. Estudiándola a fondo se descubren no sólo motivos de orgullo para sus nacionales y de vergüenza para sus enemigos, no sólo las claves de todo Occidente como civilización, sino también un modelo de actuación ética, un patrimonio moral, que es precisamente lo que sus detractores externos e internos no le perdonan. Adentrarse en las características y misterios, en las grandezas y decadencias de este bastión de Occidente y madre patria de la Hispanidad, gran nación de Europa y puente entre dos mundos, es una necesidad y, a la vez, un privilegio.
DESARROLLO
1.- HISTORIA
EDAD ANTIGUA, PRIMEROS POBLADORES,
La península Ibérica tiene una configuración geográfica especial, es el principio y el fin de Europa, el primer territorio euroasiático que pisaron los hombres arcaicos que salieron de África por primera vez a la conquista de nuevos territorios y el fin del mundo al que retornaron los primeros hombres civilizados, que vinieron del este con el alfabeto, la metalurgia y la agricultura.
En la sierra Burgalesa de Atapuerca, en 1976, Emiliano Aguirre descubrió la sima de los huesos y, en 1994, Carbonell, Bermúdez de Castro y Arsuaga, la Gran Dolina. Se trata de yacimientos que han sido fechados hace trescientos mil años y hace casi ochocientos mil respectivamente. La prehistoria española comienza de manera convencional unos cincuenta mil años antes de Cristo, cuando algunos hombres primitivos entraron por el Pirineo. En torno al 10000-14000 a. de J.C. ya contamos con extraordinarias muestras artísticas en Altamira, junto a Santillana del Mar, en Cantabria.
Los llamados primeros pobladores de España, los primeros pueblos dotados de una cierta cultura que se asentaron en la península Ibérica unos mil años antes de Cristo, fueron los iberos y celtas. De los celtas sabemos que vinieron por el Pirineo y quizá sucediera lo mismo con los iberos, que entonces procedían del Cáucaso, aunque, algunos sostienen que los iberos eran de origen africano. Los iberos se asentaron principalmente en la costa mediterránea y Aragón, mientras que los celtas se establecieron en el norte y el noroeste, sobre todo en Galicia y Portugal. Los celtíberos fueron fruto de la fusión entre celtas e iberos en el centro de la península ibérica entre el 700 a. de J.C. De ellos se originaron pueblos como los carpetanos, asentados en la cuenca del Tajo; los arévacos, al norte, que tenían su capital en Numancia; los vetones, a los que debemos los famosos toros de Guisando; (lugar donde se firmó el famoso tratado de Guisando donde Enrique IV cedía el trono a su hermana Isabel de Castilla, la Católica); los oretanos, establecidos en sierra Morena; los vacceos, situados en la cuenca del Duero. Además, en el norte estaban también los Astures, los galaicos y los cántabros, así como los vascones.
La de los Tartesos fue la primera civilización de Occidente. Estaba situada en España y procedía, muy posiblemente, de la cultura megalítica del suroeste español. Comprendía las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz. Tartesos tuvo una influencia fenicia e incluso posiblemente egipcia. Por la Biblia sabemos que Salomón (siglo x a. de J.C.) comerció con ella y también tenemos referencias en la estela de Assahadón del siglo VII a. de J.C. y en el profeta Ezequiel en el siglo VI a. de J.C.
Los primeros colonizadores del territorio español fueron fenicios y griegos. Los fenicios fueron un pueblo procedente de lo que ahora conocemos como el Líbano. De carácter eminentemente comercial, se lanzaron al mar y establecieron colonias por la cuenca del Mediterráneo, incluida España que, con sus costas y sus materias primas, no podría ser una excepción. Dicen César Vidal y Federico Jiménez Losantos:
“Llegaron a España en torno al siglo XII a. J. C. El primer lugar donde se establecieron fue en Gadir, actual Cádiz que, no lo olvidemos, se convirtió en la primera ciudad Europea mucho antes que Roma o Atenas. La excepción a esa primacía la presentaría Tartesos, pero no ha llegado hasta nuestros días como Cádiz. Estuvieron casi un milenio en España. En Cádiz, por ejemplo, se quedaron hasta el siglo III a. de J.C., en que fueron desplazados por los cartagineses.
Los fenicios nos aportaron mucho, han tenido una influencia considerable en nuestra historia. Por ejemplo, les debemos el alfabeto, que tiene una importancia extraordinaria en la historia de la cultura humana. Pero además, les debemos la agricultura y la ganadería avanzadas -como la producción del aceite de oliva, el pastoreo y los sistemas de cultivo e integración- la metalurgia, la navegación, la industrialización de consumo y el comercio.”
Probablemente debemos también a los fenicios el mismo nombre de España, procedente del Hispania romano y éste, a su vez, ya que no es término latino, del modo en que el pueblo fenicio se refería a la península. Habitualmente se ha traducido por “tierra de conejos”, aunque estudios más recientes parecen sugerir que la traducción correcta sería “tierra de metales”. La teoría más acreditada proviene de Jesús Luis Cunchillos y José Ángel Zamora, expertos en filología semita del CSIC, quienes tras analizar todas las hipótesis y realizar un estudio filológico comparativo entre varias lenguas semitas, llegaron a la conclusión de que la hipótesis más probable sería *I-span-ya, ‘isla/costa de los forjadores o forjas (de metales)’.
Los griegos, como los fenicios, eran otro pueblo mediterráneo -aunque no semita, sino ario- también volcado al mar y al comercio. A la península Ibérica llegaron entre los siglos VIII y VII a. de J.C. De hecho, la polis griega Focea tuvo tratos con Argantonio. Éstos se establecieron en las Baleares, Levante y el Estrecho, todas estas áreas eran zonas estratégicas. Entre las ciudades que fundaron se encentran Ampurias, una palabra que viene del término griego Emporion y que ha dejado en castellano la palabra “emporio”; también Rosas y Akra Leuka (Alicante). Si los fenicios aportaron el nombre de España, los griegos aportaron el nombre de Iberia referido como una unidad de la península y sus habitantes, y, si los fenicios aportaron el comercio, los griegos introdujeron la moneda, fundamental para su desarrollo.
Los cartaginenses, más que colonizadores fueron unos auténticos conquistadores, que rivalizaron con Roma durante todo este periodo y que en territorio hispano desplazaron a las colonias griegas apoyadas por Roma. La conquista empezó con uno de los grandes militares cartagineses, Amílcar Barca, que partiendo de Gadir, consiguió hacerse con el control de casi toda la península. Aquellos avances acentuaron la inquietud de Roma, que concluyó un tratado con Cartago en virtud del cual ambas partes se comprometían a no pasar por el río Ebro (Iberus) en el 228 a. de J.C.
Cartago y Roma se enfrentaron en una verdadera guerra mundial por el control del mediterráneo. España se vería involucrada en esa guerra de la mano de uno de los grandes genios militares de la historia: Aníbal, cartaginés hijo de Amílcar Barca que, siendo niño, le obligó a jurar odio eterno a los romanos. La relación de Aníbal con España fue muy estrecha desde el principio de su vida. Así, desde los nueve años, Aníbal vivió en España e incluso contrajo matrimonio con Himilce, una princesa ibérica de Cástulo.
La carrera de Aníbal empezó en 222 a. de J.C., cuando el general cartaginés Asdrúbal fue apuñalado por un ibero que deseaba vengar a su jefe. Aníbal -con tan sólo veinticinco años- se convirtió en el jefe de las fuerzas de Cartago en España. Su carrera militar resultó verdaderamente fulgurante. Sin embargo, lo que perseguía el cartaginés no era sólo controlar España sino vencer a Roma, la potencia enemiga de su patria. Esta guerra la inició Aníbal cuando atacó Sagunto en la primavera del 219 a. de J. C. Se trataba de una ciudad protegida por Roma y pretextando que iba a terciar en un conflicto entre esta ciudad y los turboletas, que entonces habitaban Teruel, Aníbal se dirigió contra ella. Sin embargo, contra lo que había esperado Aníbal, Sagunto resistió ya que era una ciudad próspera, amaba la independencia y confiaba en Roma con la que tenía suscrito un pacto de devotio.
Con setenta mil infantes, doce mil jinetes y unas docenas de elefantes, Aníbal se dirigió a Roma. A esas alturas, hay que tenerlo en cuenta, la mayor parte de su ejército era hispano. Tras conquistar fulminantemente los territorios de lo que siglos después sería Cataluña, Aníbal entró en el valle del Ródano y cruzó los Alpes. Durante los años siguientes derrotó a las legiones romanas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas y estuvo a punto de conquistar Roma, pero, a la postre, Cartago fue derrotada en aquel enfrentamiento y fue Roma la potencia que marcó la historia posterior de España.
Luis E. Íñigo Fernández explica el enfrentamiento entre Roma y Cartago:
“La ambiciosa Roma había aceptado la conquista cartaginesa de Iberia tan sólo porque los galos amenazaban por entonces sus fronteras septentrionales. Pero se trataba de una situación provisional. En el Senado romano se imponían ya los adalides del imperialismo, grandes propietarios deseosos de engrosar sus fortunas con las tierras, la plata y los esclavos arrebatados a los pueblos del otro lado del mar. Por otro lado, los cartagineses no se engañaban. Sus líderes, terratenientes como ellos, sabían que una nueva guerra con los romanos era inevitable. Entre ambos pueblos, en las palabras legendarias que atribuyó el poeta Virgilio a la propia Dido, no cabía ni amistad ni pacto. Se trataba de una pugna entre Imperios rivales en la que no había más opciones que la victoria o la muerte. Summa sedes non capit duos, había proclamado ante los asombrados padres del Senado cartaginés el cónsul Marco Atilio Régulo. En efecto: en la cumbre no hay sitio para dos.”
El conflicto estaba servido y para que estallara restaba tan sólo el pretexto, que fue la toma de Sagunto por Aníbal. Aquello sólo podía significar guerra. El caudillo cartaginés lo sabía, pero confiaba en el éxito de una estrategia tan temeraria como genial. El cimiento del poder de Roma se hallaba en la fértil y poblada Italia, que constituía una confederación bajo su mando. Gracias a ella, los romanos disponían de una inagotable reserva de más de setecientos mil hombres en edad militar, una cifra inalcanzable para Cartago. Había, pues, que cuartear la lealtad de los ítalos hacia Roma. Pero para lograrlo, era necesario llegar hasta ellos, y no por mar, que era imposible, pues el Mediterráneo occidental -vigilado por sus galeras- era un lago romano, sino por tierra. Sólo había, pues, una manera de alcanzar Italia, siguiendo un camino tan arriesgado como lógico: cruzar los Alpes. Los romanos no estaban preparados para semejante posibilidad ya que consideraban los Alpes una barrera natural infranqueable.
Si Cartago llevó la iniciativa por el genio militar de Aníbal y su estrategia inesperada de cruzar los Alpes, Roma la recuperó gracias al no menos genial Escipión y su táctica de cortar el abastecimiento cartaginés en España y alejar la guerra de Italia. De este modo, Aníbal no tendría otra salida que la de retirarse a Cartago y entonces Roma podría proceder a la invasión de la potencia africana y decidir la guerra. Escipión desembarcó en 209 a. de J.C. en Hispania y a partir de ese momento llevó a cabo una campaña fulgurante en la que dio muestras sobradas de su talento militar. Primero tomó Cartago Nova (Cartagena) en una operación anfibia extraordinaria. Luego derrotó en Bailén a Asdrúbal y tras varias victorias más, concluyó un foedus, es decir, un pacto con los pueblos sometidos.
De esa manera, Aníbal se vio obligado, carente de suministros, a abandonar la península italiana y dirigirse a Cartago. Allí Escipión, se enfrentó con él y lo derrotó en el 202 a. de J. C. en la batalla de Zama. Lo cierto es, sin embargo, que esa victoria se había forjado previamente en España.
El final de la presencia cartaginesa en España significó que la península entrara en una órbita cultural diferente, la romana. Su destino quedó desvinculado del Oriente y del Norte de África, donde se asentaba Cartago, y se vio ligado a Roma, una civilización europea que había absorbido y/o heredado la grandiosa cultura griega.
Como dicen Tovar y Blázquez: «Por la romanización entra Hispania en la corriente universal y recibe a través de Roma la cultura griega, el cristianismo más tarde, y las demás corrientes de la civilización.»
En el 197 a de J.C. Hispania se convirtió en provincia Romana. Era el primer territorio en alcanzar esa condición después de Cerdeña y Sicilia. El territorio de Hispania -que era visto como una unidad- quedó dividido, por razones administrativas, en Hispania Citerior (la de este lado, al norte del Ebro) y Ulterior (la de más allá, al sur del rio).
Por supuesto el plan de Roma -como antaño el de Cartago- era convertir Hispania en un territorio sobre el que asentar a su población foránea. No resulta sorprendente, pues, que, apenas obtenida la victoria sobre Cartago, Catón tuviera que enfrentarse con una sublevación de los hispanos. Logró sofocarla, pero se trataba del inicio del inicio de una prolongada resistencia, la más larga de todas con las que tendría que enfrentarse Roma durante su dilatada historia. Tal sólo la desunión de los hispanos permitió a Roma no ser expulsada. Como reconoce Lucio Anneo Floro, historiador latino: “La nación hispana o la Hispania Universa, no supo unirse contra Roma. Defendida por los Pirineos y el mar habría sido inaccesible. Su pueblo fue siempre valioso pero mal jerarquizado”.
Tiberio Sempronio Graco desempeñó el cargo de pretor en 180 y 179 a. de J.C., y llevó a cabo un gobierno moderado y constructivo. A él podemos atribuir la explotación del valle medio del Ebro hasta el punto de que algunos autores lo consideran su verdadero descubridor. Persona práctica, creía en los beneficios de la romanización y en la importancia no sólo de vencer sino, sobre todo, de edificar. Así, tras convertirse en el vencedor de carpetanos y celtíberos al pie del Moncayo, decidió retrasar su triunfo en Roma para dedicarse a construir. Se iniciaba así un periodo de la Historia de España conocido como la Pax Sempronia, que se prolongó bastante en un mundo extraordinariamente belicoso. Concluyó por culpa de la rapacidad de los romanos que olvidaron la política inteligente de Graco y se dejaron llevar por la avaricia y el expolio. Por esa razón estalló una sublevación centrada en dos focos. El primero fue Lusitania, una zona de Hispania que ocupaba parte de Extremadura y Portugal. En el 154 a. de J.C. Luisitania se sublevó acaudillada por Púnico, al que sucedió Viriato en el 147 a. de J.C. Alabado como táctico por Apiano y Frontino, Viriato asestó distintas derrotas a los romanos demostrando que era un caudillo de primer orden. Quizá por eso sabía que no podía expulsar totalmente a los romanos de Hispania e intentó llegar a una paz con ellos. Sin embargo, los invasores no estaban dispuestos a consentirlo y sobornaron a tres de sus lugartenientes -Audas, Ditalcón y Minuros- para que lo asesinaran. Así sucedió en el 139 a. de J.C., pero los traidores no recibieron su recompensa. Por el contrario, el pretor romano les informó de que «Roma no pagaba traidores».
El segundo foco de resistencia fue la zona del Duero, centrándose de manera muy especial en la ciudad de Numancia. Su resistencia fue durísima -por algo deriva de ahí el adjetivo numantino- hasta el punto de que un general romano tras otro fracasaron ante sus murallas. En la primera batalla contra la ciudad, los elefantes que llevaban los romanos a las órdenes de Fulvio Nobilior se asustaron y se volvieron contra ellos, lo que provocó su derrota. En el 152 a. de J.C. tuvo lugar el primer asedio de Numancia, que concluyó con un acuerdo con Roma que no respetó el Senado. Se iniciaba así un largo período de hostilidades que se prolongó durante dieciocho años. Finalmente, en el 134 a. de J.C., se hizo cargo de las fuerzas romanas Publio Cornelio Escipión Emiliano, apodado «el Africano». Escipión restableció la disciplina y concibió el plan de someter a un asedio a los numantinos que les obligara a rendirse para lo que, previamente, acabó con sus fuentes de suministros. Finalmente, tras quince meses de asedio, la ciudad cayó, vencida por el hambre, en el verano del año 133 a. de J.C. Sus habitantes prefirieron incendiar Numancia y arrojarse a las llamas antes que verse reducidos a la condición de esclavos de Roma. Escipión —que asumió el sobrenombre de Numantino— regresó a Roma y allí celebró su triunfo desfilando por las calles con cincuenta numantinos capturados.
¿Por qué fracasaron los focos de resistencia en Hispania? Fundamentalmente, por dos razones. La primera fue la desunión, ya que unidos los hispanos hubieran resultado invencibles. Buena prueba de ello es que Roma se vio incapaz de sofocar, a la vez, la resistencia de Lusitania y Numancia. La segunda causa de la derrota fue la traición. En un momento determinado, hubo hispanos que prefirieron entregarse al servicio de Roma que resistir la invasión.
A partir de la caída de Numancia, la resistencia sería esporádica —aunque se prolongaría nada más y nada menos que hasta los inicios del imperio— e Hispania se vería convertida en uno de los escenarios donde se decidirían el destino de Roma y de la historia universal.
Hispania tuvo también un papel preponderante en las guerras civiles romanas. Desde la muerte de Tiberio Sempronio Graco, el 134 a. de J.C., el mismo año de la caída de Numancia, se produjo un deterioro de la república, desgarrada por la lucha entre el partido de los populares, partidario de valerse del apoyo de la plebe y el de los patricios, defensores de los privilegios de las familias romanas más antiguas. La primera guerra civil que se proyectó sobre Hispania enfrentó a Mario con Sila (88-82 a. de J.C.) y la segunda, a Julio César con Pompeyo (49-45 a. de J.C.) concluyendo con ella la república.
Hispania se convirtió en una base de operaciones de los populares desde el momento en que Sertorio decidió valerse de su territorio para enfrentarse con el patricio Sila. Sertorio aspiraba a crear una nueva Roma en territorio hispano, una Roma asentada sobre bases más justas que permitiera además que los bárbaros absorbieran pacíficamente los beneficios de su cultura. Durante los años 77 y 76 a. de J.C., Sertorio procedió, por lo tanto, a crear un estado romano con hispanos. Estableció así un senado y, lo que es más importante, la primera universidad española, la establecida en Osea (Huesca). La leyenda afirmaría que la clave de su éxito se encontraba en la superstición de los hispanos que creían en que Sertorio recibía mensajes de los dioses por medio de una cervatilla que le hablaba al oído. Otras versiones afirman que el romano supo convencerlos de los beneficios de la cultura y civilización romanas. Sertorio murió asesinado en el 73 a. de J.C tras aliarse con Mitrídates, rey del Ponto y enemigo encarnizado de Roma, lo que provocó numerosas deserciones. El destino del bando de los populares había quedado sellado.
La reacción de los hispanos primero fue de apoyo a Sertorio, pero tras su muerte, acabaron inclinándose por el bando patricio encarnado en Pompeyo, que en el año 71 a. de J.C., fundó Pamplona, una ciudad que inmortaliza su nombre.
La segunda guerra civil también se desarrolló en parte en suelo hispano. Durante los años inmediatamente anteriores, Roma había estado gobernada por un triunvirato formado por Craso, Pompeyo y César (60 a. de J.C.). Cuando tuvo lugar la muerte de Craso (53 a. de J.C.) combatiendo contra los partos, sólo quedaron dos hombres disputándose el poder personal sobre Roma. Pompeyo contaba con el respaldo de las viejas oligarquías republicanas, pero César se apoyaba en el partido de los populares y encarnaba la esperanza en un cambio social. Para neutralizarlo, el senado ordenó que desbandara a sus legiones y entrara desarmado en Roma. Consciente de que dar ese paso significaría su final, a inicios del año 49 a. de J.C., César cruzó el Rubicón, un riachuelo que separaba el territorio de la Galia de Roma. Así comenzó la segunda guerra civil. Pompeyo decidió entonces dirigirse hacia Europa oriental intentando aumentar sus fuerzas. La respuesta de César recuerda el plan que siglo y medio antes había llevado a cabo Escipión contra Aníbal. Primero, había que controlar Hispania y luego, desprovisto su enemigo de esa base, se enfrentaría con él para asestarle el golpe definitivo. Así, en julio del citado año 49 a. de J.C., tuvo lugar la primera batalla del Ebro cuando César derrotó a los pompeyanos en Ilerda (Lérida), y concedió la ciudadanía romana a Cádiz, la primera ciudad hispana en alcanzar ese privilegio. En el año 45 a. de J.C., César derrotó en Munda (Montilla), a los últimos pompeyanos. La suerte de la república quedaba así zanjada en España.
Se puede decir que la victoria de César abrió el camino a la romanización total y definitiva de Hispania. César implantó en la Ruta de la Plata colonias permanentes; convirtió a Tarragona y Cartagena en ciudades romanas —recordemos que en el 49 a. de J.C. había hecho lo mismo con Cádiz—, y de manera especialmente reveladora, permitió la entrada en el senado de tres hispanos: Lucio Cornelio Balbo, Lucio Decidio Saxa y Ticio. Eran los primeros no romanos que pasaban a formar parte de esta institución.
El último episodio de la conquista de Hispania se desarrolló de los años 29 al 18 a. de J.C. Sólo quedaban por someter los cántabros y astures y el aplastamiento de su resistencia exigió la presencia personal de Augusto, el fundador de Caesar Augusta, la actual Zaragoza, en el 14 a. de J.C. Resulta significativa la duración de aquella conquista: Doscientos años. Si lo comparamos con otras conquistas realizadas por Roma, fue un proceso extraordinariamente prolongado. Basta tener en cuenta que César había necesitado sólo diez años para conquistar las Galias que excedían territorialmente a la actual Francia. No cabe duda de que la resistencia hispana resultó comparativamente mucho más encarnizada.
España debe mucho a Roma. El dominio romano se prolongó a lo largo de seis siglos —cuatro de ellos durante la Era Cristiana— y fue la influencia cultural más profunda experimentada por España, tanto que llegó a fundirse con ella. No se trata únicamente de las grandes obras públicas —acueductos, calzadas, puentes, teatros, etcétera— sino que Roma nos dejó la lengua latina de la que derivan todas las lenguas peninsulares, con la excepción del vascuence que hunde sus raíces en la Prehistoria; nos dejó la unidad de España; nos dejó instituciones como el municipio; nos dejó la existencia de la educación superior; nos dejó la urbanización —de hecho, tanto la casa andaluza como los baños y los jardines llegaron con Roma—; nos dejó el sistema de comunicaciones y las demarcaciones regionales; nos dejó las mejoras en la explotación minera y la agricultura, y, de manera muy especial, nos dejó el Derecho, del que procede en no escasa medida nuestro ordenamiento jurídico, especialmente en áreas como el derecho civil.
A pesar de tratarse de un pueblo recientemente sometido, los hispanos se adaptaron magníficamente a la nueva situación. Es más, demostraron que podían integrarse a la perfección en ella. Por ejemplo, en apenas unas décadas eran hispanos los que enseñaban latín a los romanos como fue el caso de Quintiliano. En el curso de los siglos siguientes, España dio a Roma filósofos como Séneca, escritores como Marcial y Prudencio y, de manera muy especial, emperadores como Trajano, Adriano, Marco Aurelio y Teodosío.
Dicen que mientras que otras naciones enviaban tributos a Roma, España enviaba emperadores. El primer gobernador hispano fue Marco Ulpio Trajano. Nació en Itálica (Sevilla), en el año 53 d. J. C. y falleció, en Selinonte, en 117. Fue sin ningún género de dudas un emperador importante. Fue uno de los grandes y buenos emperadores, y con él alcanzó el imperio romano su máxima expansión territorial. Sin embargo, lo que llama especialmente la atención es que con él se produjo el fenómeno de la llegada de los hispanos a la cima de Roma. Si con el hispano Balbo, en la época de Julio César, por primera vez un hombre no nacido en Roma entró en el Senado, con Trajano, por primera vez, un ciudadano romano de origen provincial accedió al trono imperial.
El segundo emperador hispano fue Adriano, que nació en la hispánica Itálica en el año 76 d. de J.C., y falleció en Baia en el 138. Adriano se benefició también de la institución romana de la adopción que, en este caso, tuvo como adoptante al emperador Trajano. Adriano lo sucedió a su muerte con el nombre de César Trajano Adriano Augusto. Consciente de que no podía mantenerse en la política de expansión de su predecesor, Adriano redujo las fronteras y abandonó Asiria, Mesopotamia y Armenia. Esta medida provocó una conspiración entre los militares, pero Adriano la descubrió y castigó a los partícipes de tal manera que su poder se vio fortalecido y le permitió emprender su programa de gobierno. Procedió a viajar por el Imperio para conocer las necesidades de sus súbditos y para que pudieran asesorarlo en posibles soluciones.
EL gobierno de Adriano se caracterizó por la paz y el crecimiento económico, siendo la excepción a esa regla la sublevación provocada en Judea por un falso mesías llamado Bar Kojba. La guerra que duró del 131 al 134, se tradujo en medidas contra los judíos y se destruyeron los lugares sagrados judíos y judeocristianos, y en la conversión de la ciudad de Jerusalén en una urbe pagana que recibió el nombre de Aelia Capitolia.
Gran reformador, Adriano despojó de sus poderes al senado para entregárselos al consejo imperial que se convirtió en una especie de gobierno ministerial que dependía directamente del emperador. Adriano, también destacó como un gran impulsor de las obras públicas.
La Hispania romana también destacó como tierra de grandes filósofos. El primer filósofo español de rango universal fue sin duda el cordobés Lucio Anneo Séneca, nacido en Córdoba (4d.C.-65d.C.). Fue la gran figura hispano-romana en el ámbito del pensamiento y representante de una filosofía específicamente hispana. Era romano de provincia, aunque vivió la mayor parte de su vida en Roma, ocupando altos cargos de su administración. Su filosofía escrita en latín pertenece a la corriente del Estoicismo, una de las principales de la filosofía romana de su época. Además de filósofo, estadista y dramaturgo, destacó por ser un moralista.
Sobrino de Séneca fue Marco Anneo Lucano, también nacido en Córdoba (39d.C.-65d.C.). Pasó a la historia por ser uno de los grandes poetas épicos y dramaturgos de su tiempo. Lucio Junio Moderato Columela de Gades nació en Cádiz (4d.C.-70d.C.). Aunque sus grandes libros han estado dedicados a la agricultura y la botánica, también escribió obras filosóficas, que fueron Vida de Pitágoras, Vida de Plotino y Lecciones pitagóricas. En ellos atribuía símbolos místicos a los números, y escribía sobre la trascendencia, la inteligencia, las ideas y el alma. Marco Valerio Marcial, nacido en Calatayud (40d.C.-104d.C.), fue protegido de Séneca en Roma. Compuso 15 libros de versos más un prólogo, que reunían más de 1, 500 poemas pertenecientes al género literario Epigrama. Los Epigramas de Marcial se caracterizaron por su ingenio satírico y por documentar la sociedad romana de su época, por eso ha sido considerado como el primero de los conceptistas españoles.
Marco Fabio Quintiliano, nacido en Calahorra (35d.C.-95d.C.), fue abogado y profesor de retórica de la Roma de Vepasiano, Tito y Domiciano. Junto a Isócrates, está considerado como el mejor profesor de retórica de la Edad Antigua. Los 12 libros que componen sus Instituciones oratorias son una enciclopedia para la formación de un orador. Durante el Renacimiento, ejerció una gran influencia a las teorías pedagógicas que sustentaron la corriente del Humanismo, como por ejemplo al español Luis Vives.
Otro tema fundamental relacionado con la Hispania romana es la llegada del cristianismo a España. Como dice Rodríguez Casado: “El fenómeno de la unificación política y cultural de España por obra del Imperio romano hubiera sido, no obstante, un episodio más de nuestra historia, sin calar de manera permanente en lo más íntimo de nuestra personalidad, de no producirse el acontecimiento más perdurable de todos: la conversión de España a la fe cristiana. Ciertamente, el fenómeno no es privativo de la Península: afectó a todo el Imperio grecorromano, pero, para nuestra historia particular, tal hecho fue en realidad definitivo, y configuró nuestro ser histórico de forma indeleble.”
Sólo por la unidad de creencias “adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime”, nos recuerda Menéndez Pelayo. “Solo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social.”
Sabemos que en primera instancia se habla y se conoce de los varones apostólicos enviados a España por los primeros discípulos de Nuestro Señor Jesucristo, o de Santiago, al que se le apareció la Santísima Virgen María. La primera referencia de Santiago apóstol la encontramos en Breviarium Apostolorum. Tenemos datos históricos referidos a Pablo de Tarso. En su carta a los Romanos, escrita en el 57 d. de J.C., comenta cómo pensaba venir a Hispania. Entre el 60 y el 62 estuvo en Roma, pero en ese último año quedó libre y marchó a Hispania. Al respecto, abundan los testimonios antiguos. De la presencia de Pablo en España encontramos referencias en la Carta a Draconcio de Atanasio, en la Catequesis de Cirilo de Jerusalén, en el Comentario a Hebreos de Juan Crisóstomo, en Epifanio y en el Comentario a II Timoteo de Teodoreto de Ciro.
Muy posiblemente, el primer punto de Hispania que escuchó el Evangelio fue la actual Tarragona, el puerto donde tocó tierra Pablo de Tarso. Durante los siglos siguientes el cristianismo se expandió por toda la Hispania contribuyendo mucho a la romanización en zonas aisladas. La única excepción a ese esfuerzo fue una parte del territorio de los vascones.
Los cristianos fueron perseguidos inicialmente porque Roma los consideraba tan sólo un grupo más de judíos igual que los saduceos o los fariseos. Esa situación no duró mucho tiempo, ya que las autoridades judías comenzaron a considerar a los cristianos de manera negativa al pensar que predicaban a un mesías -Jesús de Nazaret- que no era verdadero y solicitaron ocasionalmente de las autoridades romanas que los castigaran. Si esa situación no se produjo de manera generalizada se debió a un magistrado romano llamado Galión que, por cierto, era de origen hispano. Por lo que nos han trasmitido las fuentes, sabemos que Galión, procónsul de Acaya, se negó a castigar a los cristianos por una razón religiosa (Hechos 18,12).
Por supuesto, en los años siguientes se produjeron agresiones puntuales azuzadas por algunos adversarios judíos y la plebe a la que molestaba aquella nueva fe. Sin embargo no se produjo una persecución a gran escala hasta el emperador Nerón. Los cristianos eran un chivo expiatorio ideal para distraer al populacho y como tales los utilizó Nerón cuando se produjo el incendio en Roma. Las persecuciones posteriores se produjeron por razones como la negativa a rendir culto al emperador y a los dioses paganos (Trajano o Marco Aurelio) o el deseo de borrar a los cristianos de la vida pública hasta llegar a su exterminio (Diocleciano).
La cristianización de España fue rápida, profunda y enfrentada a terribles persecuciones que eran soportadas por los españoles hispanorromanos con valor. El cristianismo, como dice Ricardo de la Cierva, “se adaptaba cabalmente al carácter hispánico”. Ciertamente la historia fascinante de la vida, mensaje, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo encajaba perfectamente con los arquetipos que se manejaban en el suelo peninsular desde hacía milenios, con sus héroes sacrificados, sus dioses antropomorfos y sus promesas de redención. Para muchos hispanos, el cristianismo, simplemente, hacía que todas sus intuiciones espirituales y religiosas previas cobrasen de pronto sentido. Como dice Rodríguez Casado: “Los hombres se hacían cristianos porque comprobaban que la Iglesia era una afirmación de principios que ellos consideraban como verdaderos y, en consecuencia, como santos. La Iglesia era amada y defendida hasta la muerte por todos aquellos que sentían que entraban en relación con lo divino al ponerse en relación con ella.”
EDAD MEDIA: EL REINO VISIGODO, LA INVASIÓN MUSULMANA, LA RECONQUISTA
El fin en el año 476 del Imperio romano de Occidente, que se tiene habitualmente como inicio de la Edad Media, no significó la muerte de la romanidad. Los visigodos eran pocos, apenas un par de cientos de miles entre una población de millones. Su intención inicial, asentarse en enclaves aislados, viviendo de sus rebaños y de las contribuciones impuestas a los hispanos; gobernarse por sus leyes consuetudinarias, dejando a los romanos el consuelo de su derecho; conservar, sin estorbar, el culto católico, manteniendo ellos sus creencias y ejercer el poder político sin alterar el orden social, pronto se revela insensata. Lo es, en primer lugar, porque el auge de la potencia franca en la Galia, encarnado en el 507 en la derrota sin paliativos del rey Alarico II, fuerza a los visigodos a trasladar el centro de gravedad de su reino a Hispania, abandonando a los francos el señorío de las Galias con la sola excepción de la Septimania, en el sur de aquel país. Y lo es, sobre todo, porque la superioridad evidente de la cultura latina atrae con irresistible energía al pueblo ocupante. Poco a poco, los más clarividentes de sus líderes terminarán por comprender que frente una población superior en número y en cultura no cabe el aislamiento. La historia de estos primeros siglos del Medievo en Hispania será así la crónica de la romanización de los visigodos.
El proceso, no obstante, será lento y discontinuo, y el avance en sus distintas facetas nada parejo. La reconstrucción de la unidad territorial de Hispania, sin embargo, llevará más de un siglo de pertinaz esfuerzo. Iniciada en el siglo VI por el rey Leovigildo, triunfador sobre suevos y vascones, solo quedará completada cuando, bien entrado ya el siglo VII, otro monarca, Sunitilla, expulse a Andalucía a los Bizantinos, empeñados en reconstruir en Occidente el Imperio romano.
Resta tan sólo para dar por concluido el proceso de construcción de un Estado hispano-visigodo derribar las barreras jurídicas establecidas por los primeros monarcas godos entre ocupantes y ocupados. Una vez más, es Leovigildo quien da los primeros pasos. Pero el proceso sólo alcanza su culminación cuando el Liber Iudiciorum de Recesvinto, ya en el siglo VII, se erige en único texto legal válido tanto para romanos como para godos, sin distinción de fueros. Desde entonces, unos y otros, aunque no por mucho tiempo, sólo conocerán una lengua, una ley, una fe y un soberano.
Con todo ello, los visigodos se encumbraban al primer puesto entre los reinos nacidos de las cenizas de Roma. Pero gran parte de su fuerza era mera apariencia. Su estado, sólido a simple vista, se asienta sobre fundamentos frágiles. El poder de rey, más allá de sus sonoros títulos y de los símbolos externos de su autoridad, heredados de Roma, es siempre débil. La magnificencia del Aula Regia, consejo asesor de rey, y la modernidad del Oficio Palatino, verdadero gabinete ministerial y cúpula de una burocracia de apetencia centralizadora, no ocultan que son magnates y obispos quienes gobiernan en nombre del monarca, obligado a escoger entre ellos y sus ministros.
La tradición germánica, que considera al monarca un caudillo guerrero en nada superior en dignidad a los nobles que lo elegían de entre sus filas, continua indeleble. Esta realidad alimenta continuas sublevaciones e incesantes querellas entre facciones aspirantes del trono, porque el ejército, sostén indispensable de la autoridad regia, no llega a articularse como una institución estatal al servicio del soberano, que debe recurrir con frecuencia a los nobles para engrosar sus filas.
Por otro lado, los visigodos cumplieron una misión histórica de importancia capital. Preservaron la herencia de Roma, y lo hicieron con tanto convencimiento que, cuando su estado se desmoronó ante el decidido embate de los musulmanes (que veremos más adelante), su legado no pereció por completo.
Invasión musulmana: De manera significativa el deseo y la ambición del islam por apoderarse de España nació del propio Mahoma. Entre las tierras que debían quedar sometidas al islam por mandato expreso de Mahoma se hallaba España, denominada “al-Ándalus”. Al respecto, existe un hadiz (dichos y acciones del profeta Mahoma relatados por sus compañeros y cumplidos por aquellos les sucedieron) muy específico que afirma:
“Cuando el enviado de Dios, ¡Dios le bendiga y salve!, estaba en Medina, se puso a mirar hacia Poniente, saludó e hizo señas con la mano. Su compañero Abu Aiúb al-Ansári le preguntó: ¿¡A quién saludas, oh, Profeta de Dios!? Y él le contestó: A unos hombres de mi comunidad (musulmana) que estarán en Occidente, en una isla llamada al-Ándalus. En ella el que esté con vida será defensor y combatiente de la fe y el muerto será un mártir. A todos ellos los ha distinguido (Dios) en su libro (Corán 39,58): -Serán fulminados los que estén en los cielos y los que estén en la tierra, excepto aquellos que Dios quiera-.”
Partiendo de ese punto de arranque no puede extrañar que España fuera y siga siéndolo actualmente, una tierra ambicionada por los musulmanes.
La conquista de España en contra de lo que suele afirmarse y a pesar de que en Guadalete, gracias a la tradición, los musulmanes lograron aniquilar al ejército español, la resistencia fue notablemente prolongada. De hecho, Tarik se vio obligado a llamar en su ayuda a Musa, el famoso moro Musa (o Muza), porque sus tropas no eran suficientes para someter a los españoles.
Dado que el invasor musulmán planteaba, de acuerdo con la ley islámica, la elección entre la capitulación o ahd (rendición y pago de la shizya) o la resistencia y suhl (esclavitud de mujeres y niños y asesinato de los hombres), hubiera sido lógico que se hubieran sucedido las capitulaciones. Sin embargo Sevilla se sublevó por segunda vez y Toledo seguía resistiendo. Hasta el 714, Zaragoza, Barcelona y Tarragona no pudieron ser conquistadas. Allí, el conde Casio se convirtió al islam, lo que dio lugar a la estirpe de los Banu Qasi. Toledo no cayó sino tras múltiples traiciones, entre ellas la apertura de las puertas de la ciudad por la comunidad judía. En palabras de Dubnow: “La capital de España, Toledo, fue entregada al guerrero árabe Tarik por los israelitas, los cuales le abrieron las puertas de la ciudad mientras la población cristiana corría a buscar refugio en las iglesias.” Y en las del maestro Salvador Borrego:
“Así las cosas, en el año 712 los mahometanos cruzaron Gibraltar con un poderoso ejército y desplazaron a la monarquía católica de los visigodos. Para esta conquista tuvieron la ayuda de la colonia hebrea que había recibido asilo en tierras españolas a raíz de su expulsión del Cercano Oriente, decretada por Roma en el año 68. Como colaboradores de los mahometanos-a quienes les abrieron las puertas de Toledo y de otras ciudades- los hebreos gozaron siete siglos de una tranquila vida en España, al abrigo de las dificultades que otros de su misma estirpe sufrían en Italia, Francia, Inglaterra y Alemania.”
Al cabo de un lustro de combates -algo excepcional si se compara el tiempo que otras naciones tardaron en verse sometidas por la espada del islam- y a pesar de las victorias, los musulmanes no habían logrado subyugar a los españoles y se planteó la posibilidad de retirarse de España dado que con el fruto de las conquistas no habría botín para todos. Si tal eventualidad no se produjo se debió a que en 716 y 719 llegaron dos nuevas oleadas de invasores norteafricanos.
La situación en que quedó la población española con la llegada de los musulmanes fue muy diversa. Los partidarios de Witiza, que habían llamado en su ayuda a los musulmanes, conservaron lo suyo e incluso lo acrecentaron como fue el caso de Agila. Los judíos mejoraron de situación e incluso se convirtieron en un instrumento indispensable para que los invasores pudieran construir una administración. Sin embargo, para la inmensa mayoría de la población española la invasión constituyó una tragedia sin precedentes y de escalofriantes características. O fue exterminada o ser convirtió en esclava o se vio condenada al exilio o se vio reducida a la condición de dhimmíes, es decir, de minoría que se hallaba obligada a pagar un impuesto para ser objeto de una tolerancia muy limitada.
El primero foco de resistencia contra el islam fue constituido en torno a Don Pelayo en Asturias. Sobre la forma en que se articuló esa resistencia hay varias teorías al respecto. Sánchez Albornoz pensaba que había convencido a los naturales del lugar de la necesidad de resistir. Lévy-Provençal se inclinaba porque había sido elegido por los godos para enfrentarse a los invasores. En cualquiera de los casos, resulta obvio que se formó un núcleo de resistencia contra los invasores islámicos y que se aglutinó en torno a Don Pelayo, un noble godo.
En el 718 los españoles ya habían establecido un reino en Asturias. Cuatro años después lograron la primera victoria sobre los musulmanes en Covadonga. Por primera vez en la historia, el islam era frenado en el campo de batalla. Cuenta entre la historia y la leyenda como tan sólo un grupo muy reducido de hombres comandados por don Pelayo y como armas tan sólo piedras, lograron derrotar a todo un ejército de musulmanes. Ahí empezó la reconquista del pueblo español, bravío como pocos.
La resistencia ofrecida por don Pelayo se perpetuó y ya no se detendría hasta expulsar de España a los invasores. Alfonso I, yerno de don Pelayo, fue un gran rey, plenamente consciente de la necesidad de emprender una reconquista de la España invadida por el islam. No se trataba sólo de resistir a los terribles golpes musulmanes, sino también de recuperar territorio perdido. Así Alfonso I, en primer lugar, reconquistó la zona Cantábrica que había sido ocupada por los bereberes. Luego se extendió por Galicia, haciéndose con plazas tan principales como Lugo, Tuy, Oporto, Braga y Viseo. A continuación descendió y recuperó León, Astorga, Zamora, Salamanca, Ávila, Sepúlveda, Simancas, Amaya o Miranda de Ebro. En el 745, los musulmanes no pasaban de controlar Mérida y Coria en el centro y en el oeste, siendo Toledo y Talavera los puntos más avanzados del dominio musulmán.
Cuando se produjo la invasión de España por los musulmanes, la dinastía califal era la de los omeyas. Sin embargo, pronto Abul Abbas el sanguinario asesinaría a todos los omeyas y se convertiría en califa. De la terrible matanza sólo se escapó un jovencísimo Abd ar-Rahmán que llegaría a España y que cambiaría la Historia. Durante cuatro años vagó por el norte de África huyendo de los esbirros de Abul Abbas. Se salvó porque los yemeníes enfrentados a los qaysíes le ofrecieron pasar a la Península. El 14 de agosto de 755, desembarcaba en Almuñécar. Para nuestra Historia, se trató de un episodio muy relevante porque, como veremos, fundó el emirato independiente.
Aprovechando la división de clanes que existía en al-Andalus. Abd ar-Rahmán, primero, eliminó a los qaysíes respaldado por los yemeníes. Luego eliminó a los yemeníes y se enfrentó con los bereberes levantiscos. Así, apoyado en el ejército y en el clan de los quraysíes que eran los suyos, logró conquistar el poder. Este pasaje de la historia fue clave para acabar con el islam en España.
Otros focos de resistencia fueron: La Marca Hipánica, Aragón y Navarra. La Marca Hispánica fue un territorio tapón creado por el imperio carolingio para enfrentarse a una posible invasión islámica. En el 777, Carlomagno fracasó en un intento de conquistar Zaragoza, Pamplona y Barcelona, pero en 820 controlaba lo que sería, posteriormente, la Cataluña vieja. Barcelona fue arrasada en 852 y 858, pero, en 870, un godo de Carcasona llamado Wilfredo el Velloso unió bajo su dominio los condados de Barcelona, Gerona, Urgel-Cerdeña y Conflent. No era independiente, puesto que dependía del imperio franco, pero sí era un foco de resistencia frente al islam.
Aragón: A inicios del siglo IX sobre las montañas aragonesas regía un conde franco llamado Aureola. En el curso de ese mismo siglo, Aragón escapó de la influencia franca para caer en la navarra. Entre los siglos VIII y XI, pasó de 600 km cuadrados a 4000.
Navarra: Pamplona fue ocupada en el 716 por los invasores islámicos, pero se sublevó contra ellos en 735,755 y 777. Ocasionalmente, Navarra estuvo sometida a los francos pero en 824 los echó de su seno convirtiéndose en un reino independiente.
Con estos focos de resistencia y la ayuda involuntaria de Abd ar-Rahmán llegaría otro momento clave: el plan de Reconquista de Alfonso III. Buscaba, por supuesto, recuperar la tierra ocupada por los musulmanes.
La Reconquista se articuló sobre tres ejes. Uno de ellos, orientado desde Galicia, daría lugar con el tiempo al nacimiento de las coronas de Portugal y Castilla. El segundo eje avanzó por el centro y partiendo de municipios como Toro y Zamora, preparó la reconquista del valle del Tajo. El tercer eje arrancó de una tierra que ya a finales del siglo IX comienza a llamarse Castilla.
Los hitos más importantes que tuvo la Reconquista de Alfonso III, en el oeste, en 868, repobló Oporto y en 878 Coimbra. En el centro, la victoria cristiana de la Polvorosa obligó por primera vez a los musulmanes a pedir una tregua. En el este, Diego Rodríguez Porcelos, hijo del conde castellano Rodrigo, fundó en 873 Burgos. Llegó incluso hasta Mérida donde liberó a los mozárabes y se los llevó al norte.
Los musulmanes no prestaron al principio excesiva atención a los rebeldes del norte encastillados en las montañas, a los que con evidente desprecio llamaron asnos salvajes. Quizá por ello, los cristianos refugiados en tierras cántabras, navarras, aragonesas y catalanas pudieron reunir fuerza suficiente para, algo más tarde, lanzar sus primeras expediciones hasta el sur. Pero nos quedaría algún núcleo muy poderoso, uno de ellos el califato de Córdoba.
En el 912, llegó al poder Abd-Rahmán III sucesor y nieto de Abdallah. En apariencia lo único que tenía era un pequeño territorio en torno a Córdoba, pero en el año 927 murió Omar ibn Hafsun y al año siguiente Abd ar- Rahmán tomó Bobastro. Eliminado el primer adversario, Abd ar- Rahmán no tuvo mucha dificultad en ir consolidando su poder. Su seguridad era tanta que, finalmente, dando un relevante paso histórico, se proclamó califa. Fundamentalmente, su califato, consistió en el control sobre al-Ándalus, en ataques a los núcleos de resistencia norteños y en el lujo en el que gastaba el fruto de sus saqueos. El por qué no se pudo perpetuar el esplendor del califato era porque ni el sistema era productivo ni podía mantener el expolio de manera indefinida.
La decadencia del califato se inició no mucho después del fallecimiento de Abd ar-Rahmán III. Al morir al-Hakan II dejó el trono cordobés a Hisam, un muchacho de once años sin ninguna experiencia política. El poder real quedó, sin embargo, en manos del último gran personaje del califato: al- Mansur o, como lo llamaban los cristianos, Almanzor. El gobierno de Almanzor significó una dictadura militar que duró más de veinte años. El musulmán ni construía ni recuperaba terreno. Tan sólo arrasaba, asesinaba, saqueaba y esclavizaba.
El castellano Sancho García protagonizó varias cargas de caballería que estuvieron a punto de hundir el frente de Almanzor. En definitiva, poco había logrado salvo someter todo a fuerza bruta y al morir, el aparato del Estado islámico se colapsó. De hecho, el gobierno dictatorial de Almanzor fue una de las causas que motivaron el estallido de la Gran Fitna y la guerra civil en al- Ándalus entre los años 1009 y 1031. La violencia islámica había causado males indecibles, demostró ser incapaz de articular un sistema político no ya justo, sino meramente estable.
Los almorávides no fueron derrotados totalmente hasta 1147 con la toma de Almería. El papel del Cid fue esencial en la lucha contra estos invasores norteafricanos. De entrada, el Cid supo establecer una línea de contención que demuestra su talento como estratega. Por añadidura supo controlar los intentos de irresponsable traición como la del conde de Barcelona y demostró ser un magnífico táctico. Quedaría pues el último bastión del Islam, Granada, que verá ya su reconquista en manos de los Reyes Católicos, el 2 de Enero de 1492.
La historia de la reconquista demuestra que las aportaciones de los árabes a España se han exagerado con una intencionalidad política clara en aras de defender un multiculturalismo imposible. Casi todo en el emirato siguió elevándose sobre lo que había sobrevivido de la herencia hispanorromana. Así las aldeas o cortijadas rurales insertas en el seno de una gran propiedad constituían una herencia clara del Bajo Imperio romano; la mayor parte de las ciudades eran de origen preislámico; las casas que suelen denominarse árabes seguían un claro patrón romano; el sistema de aparcería mantuvo patrones emanados directamente de los conocimientos romanos como el uso y trazado de canales y acequias, conservados naturalmente por los visigodos. No deja de ser una terrible ironía que los musulmanes tratasen de aniquilar una cultura extraordinaria, fruto de la fusión de elementos romanos, cristianos y germánicos, y que parte de lo que sobrevivió se atribuya ahora a sus destructores. El mito de la convivencia pacífica entre las tres culturas, musulmana, judía y cristiana, en el seno de al Ándalus, quebrada por la intransigencia religiosa de los conquistadores es otra falacia anti-histórica que, con evidente anacronismo, proyecta sobre el pasado histórico las obsesiones políticas del presente. Los musulmanes obtuvieron la ayuda de los judíos para invadir la península y los recompensaron por ello, pero para los cristianos siguió un calvario en el que en el mejor de los casos fueron respetados como siervos o como una clase inferior en su propia tierra y en el peor fueron exterminados con furia genocida.
EDAD MODERNA: LOS REYES CATÓLICOS, EL DESCUBRIMIENTO, LOS AUSTRIAS, LOS BORBONES.
El reinado de Isabel y Fernando representa uno de los momentos estelares de la Humanidad y sobre todo de la Cristiandad. Ambos esposos reunían de un modo eminente las cualidades que Maquiavelo exigía al Príncipe (se dice que tomo a Fernando como ejemplo para su famosa obra), pero no en el sentido cínico del que ha derivado la palabra “maquiavelismo” sino dentro del respeto a los valores morales. El haz de flechas adoptado como emblema por Isabel, simboliza y avisa de sus futuras empresas políticas: Ordenación de su reino de Castilla, núcleo fundacional de la España moderna; defensa de la Cristiandad en su Cruzada contra el islam, recuperando la unidad territorial del reino Hispanorromano con la Conquista de Granada y defendiendo en el Mediterráneo Oriental la Cristiandad y, básicamente a Italia, de la acometida Turca; expansión de la Fe al Nuevo Mundo descubierto por Colón gracias a Isabel; y finalmente la Reforma de la Iglesia Española gracias a la cual en España no hubo luteranismo, ni guerras de religión. Reforma que sirvió de base para la verdadera reforma de la Iglesia, decretada poco después en Trento y dirigida por teólogos nacidos y formados en la Iglesia reformada por la Reina.
Sólo una de estas empresas hubiera glorificado a un reinado, reunidas todas componen la maravillosa sinfonía, la obra más que humana, de esta divina mujer, de esta castellana de Madrigal de las Altas Torres, de Ávila de los Caballeros y los Santos. Fundadora de la España moderna, defensora de la Cristiandad y el Papado frente al Gran Turco, adelantando de la Reforma de la Iglesia y codescubridora y Evangelizadora de América.
Tras las previsiones de la muerte de Enrique IV el Impotente, hermano de Isabel, se produce la famosa entrevista en los Toros de Guisando, donde se lleva a cabo la pacifica transición para el reinado de su hermana. El 12 de diciembre de 1474 murió Enrique IV. En esos momentos, la situación de los reinos peninsulares resultaba extraordinariamente interesante. En Castilla, Isabel -que se había casado con Fernando de Aragón- fue proclamada reina, aunque una parte de la nobleza apoyara a Juana la Beltraneja pensando que una reina débil les sería conveniente para sus propósitos. En Aragón reinaba Juan II, al que debía suceder su hijo Fernando, que se había casado con Isabel de Castilla abriendo así la puerta a la reunificación de España. En Navarra era reina doña Leonor, hermanastra de Fernando de Aragón, lo que podía conducir también a la reunificación.
A todo lo anterior hay que añadir que en, Granada, Muley Hacén llevaba tiempo negándose a pagar tributo a Castilla y tentando la posibilidad de una nueva guerra; y que en Portugal reinaba Alfonso V, que estaba casado con Juana la Beltraneja y soñaba con apoderarse de Castilla. La situación en Castilla distaba mucho de ser buena. La nobleza era fuerte y la economía, débil. Además existía un considerable problema de inseguridad pública al que se sumaron en seguida el desorden regional y una guerra civil en contra de la legitimidad de Isabel.
Isabel obtuvo la victoria de Toro (1476) y Albuera (1479). Con la innegable victoria de Isabel, Alfonso V de Portugal renunció a sus pretensiones y Juana la Beltraneja fue llevada al convento de Santa Clara en Coímbra. El final de la guerra civil abrió para Isabel y Fernando un universo de posibilidades políticas. Sin embargo, antes de acometer cualquiera de ellas, resultaba obligado establecer el orden interior que la desidia y el mal gobierno habían erosionando terriblemente durante los reinados anteriores. Fueron tres los aspectos fundamentales los que intentaron establecer Isabel y Fernando. En primer lugar, controlar a una nobleza levantisca que sólo buscaba el triunfo de sus intereses a costa del bienestar del reino; el segundo lugar, restaurar el orden público que se veía alterado no sólo por la ausencia de poder central sino, especialmente, por las banderías locales; y, finalmente, reformar la administración para que la tarea de la gobernación fuera lo mejor posible. Sabido es que el símbolo de la unión de esos reinos fueron el yugo y las fechas.
Se formó la Santa hermandad como una manifestación del deseo de imponer la ley y el orden. Establecida en 1476 en las Cortes de Madrigal, se trataba de una fuerza encargada de defender el orden público. Significó un avance revolucionario ya que se trató del primer cuerpo de policía de Europa. Ya finalizada la guerra civil y el establecimiento del orden interno, se abrió para Isabel y Fernando la posibilidad de consumar una tarea que había llevado a los españoles casi ocho siglos. Se trataba de concluir la liberación del suelo peninsular invadido. En contra de lo que suele afirmarse, lo que provocó la guerra no se debió al maquiavelismo de los Reyes Católicos. La razón estuvo en la negativa de Muley Hacén de pagar el tributo que abonaban los reyes moros de Granada a Castilla desde el reinado de Fernando III el Santo. A esa provocación sumaron los musulmanes el traicionero ataque contra Zahara. Resulta obvio que los Reyes Católicos no podían tolerar aquellas dos agresiones y la guerra resultó inevitable.
El final de la reconquista de Granada, en 1492, estuvo vinculado a dos hechos de enorme relevancia: la expulsión de los judíos y el descubrimiento de América.
Referente a la expulsión de los judíos no se puede hablar de una sola causa. Hay que decir que la expulsión total de 1492 vino precedida por otras parciales. Por ejemplo, en 1483 se aceptó la expulsión de los judíos de algunas zonas de Andalucía, y en 1498, de Zaragoza y Albarracín. Finalmente, la presión eclesial y los sentimientos del pueblo llevaron a los Reyes Católicos a no sobrenadar por encima de la marea de hostilidad hacia quienes habían franqueado la entrada a los invasores islámicos y frecuentemente conspiraban contra las instituciones de los cristianos, sino a encauzarla mediante el Decreto de Expulsión. El decreto de expulsión castellano cita solo razones religiosas, pero el aragonés hace referencia también a la usura. El 31 de marzo de 1492, ordenaron que salieran de España antes del 31 de julio. En su conjunto, unos cien mil judíos, que no aceptaron convertirse al catolicismo para evitar la ley, salieron de España.
Como dice Salvador Borrego: “En diversas épocas y países los judíos fueron expulsados en masa, acusados de ser una inmensa sociedad secreta que daba impulso a movimientos contra el trono y el altar.” Ocurrieron expulsiones de la Renania en 1012; de Francia en 1182; de Baviera en 1276; de Inglaterra en 1290; por segunda vez en Francia, en 1394, y, finalmente, de España en 1492. España fue el lugar en el que los judíos fueron mejor tratados porque no se confiscaron sus bienes y se les permitió marchar con ellos (en el plazo fijado de cuatro meses los judíos podrían vender sus bienes inmuebles y llevarse el producto de la venta en forma de letras de cambio —no en moneda acuñada o en oro y plata porque su salida estaba prohibida por la ley— o de mercaderías —siempre que no fueran armas o caballos, cuya exportación también estaba prohibida; eso ya era mucho más que lo que ocurría en las otras expulsiones en las que sus bienes eran directamente enajenados).
Con motivo de esas expulsiones se decía que si en tan diversos países y épocas se había obrado así, eso tenía su origen en los propios judíos por su conducta hacia los cristianos. El historiador judío Paul Johnson dice que «las acusaciones ‘populistas’ eran falsas, pero la afirmación de que los judíos constituían un sector intelectual subversivo tenía un ingrediente de verdad».
El otro hecho de relevancia que mencionábamos fue el descubrimiento de América. Cristóbal Colón fue un marino de origen desconocido, al que desde hace décadas se ha atribuido un origen Genovés, aunque resulta mucho más probable que fuera Balear, como sostienen, entre otros, César Vidal o el historiador y presidente de la Asociación Cultural Cristóbal Colón, D. Gabriel Verd. Tras el rechazo de otros reyes, la convicción de Isabel, que percibía posibilidades en aquel viaje y que había quedado fascinada por la cosmovisión de Colón expuesta en su Libro de Profecías, a lo que se sumó el final de la guerra en Granada, que no sólo liberó recursos, sino además inyectó un enorme optimismo nacional, permitieron la empresa que había de cambiar la historia del mundo.
Otro de los acontecimientos que precedieron la expulsión de los invasores y la conquista de América fue las guerras de Italia. En 1494, a los dos años de la reconquista de Granada y del descubrimiento de América, falleció el rey Fernando I de Nápoles, hijo de Alfonso V de Aragón. Como sucesor fue nombrado su hijo Alfonso II de Nápoles. Sin embargo, aquella sucesión no fue aceptada por Francia que procedió a invadir Nápoles. Fernando el Católico -que era familiar del rey injustamente destronado- comenzó a buscar apoyos para una intervención. Logró el del papa y el de Florencia y la no menos importante neutralidad de Venecia. Al frente de las tropas españolas estaría Gonzalo de Córdoba, un militar que había destacado bajo pabellón castellano durante la guerra de Granada, el Gran Capitán,- muy admirado incluso en nuestros días-. Comenzaba así la guerra de Nápoles.
Las consecuencias que tuvieron las guerras de Italia fueron, en primer lugar, coronar el sueño de proyección mediterránea que, desde la Edad Media, había tenido Aragón, pero ahora conseguía toda España. En segundo lugar, se produjo un fortalecimiento de la alianza papal de enorme relevancia para la política de expansión territorial de España. Finalmente, estas guerras permitieron controlar la política de Francia, secular enemigo de los intereses españoles.
Otro de los episodios de las políticas de los Reyes Católicos que merece mención fue la política matrimonial. Constituía un programa de acción internacional de primer orden cuya actualidad resulta innegable. En primer lugar, su intención era aislar a Francia, una potencia que durante siglos ha sido enemiga de España y que ha mostrado una enorme agresividad contra otras naciones del continente. Los matrimonios concertados con Flandes, Inglaterra y el imperio Alemán pretendían conjurar ese peligro para la paz y la estabilidad de Europa. En segundo lugar, buscaba concluir la reunificación de España, recuperando los vínculos que siempre han existido con Portugal. Finalmente la política matrimonial pretendía proyectar a España hacia el Atlántico y Europa central, en un plan europeísta de enorme magnitud.
Los Reyes Católicos realizaron también grandes reformas a nivel interno: Nombraron a corregidores encargados de vigilar la administración de los municipios, convirtieron el Consejo Real en eje de la política y, por añadidura, crearon el Consejo de las Indias. La administración de justicia pasó a los letrados y dejó de estar en manos de los señores, con lo que se primó la competencia profesional sobre la sangre. Igualmente, unificaron la legislación (V.g.: las leyes de Toro en Castilla). Revocaron las mercedes que venían de la época de Enrique II, acabaron con los abusos impositivos y suprimieron las fronteras aduaneras entre Castilla y Aragón. El ejército se hizo permanente y dependió directamente de la Corona. Además, se reorganizó por armas y unidades y se impulsaron la artillería y la marina, en este último caso para defender las rutas de Indias. Estas reformas sentaron las bases de una hegemonía española que duraría siglo y medio.
Los Austrias: 26 de noviembre de 1504. La reina Isabel la Católica acaba de morir y ya se empiezan a escuchar las voces de la mayoría de los nobles de Castilla, que reclaman a Juana la Loca como su verdadera reina. Fernando de Aragón intenta llegar hasta donde sea necesario para impedir que su yerno, Felipe el Hermoso, le arrebate el gobierno de las tierras castellanas. Entretanto, la casa de Austria, mediante una política de pactos y enlaces matrimoniales, pugna por convertirse en la familia más poderosa de Europa. Todos los países de la cristiandad, papado incluido, se enredan en una serie de luchas por el poder en las que el sexo, la violencia y el crimen se utilizan como armas para conseguir sus fines políticos.
La Monarquía Hispánica —o Monarquía Católica— fue durante toda esa época la mayor potencia de Europa. Durante los llamados Austrias mayores —Carlos I y Felipe II—, alcanzó el apogeo de su influencia y poder. La herencia territorial de Carlos I, procedente de los Habsburgo —Países Bajos y Condado de Borgoña en 1506— y de los Trastámaras —Coronas de Aragón y Castilla en 1516—, junto con la conquista de América, conformó la base de lo que se conoce como Imperio español.
Sin embargo, los reinados de los llamados Austrias menores —Felipe III, Felipe IV y Carlos II—, coincidentes con lo mejor del Siglo de Oro de las artes y las letras, significaron el inicio de la «decadencia española»: la pérdida de la hegemonía europea y una profunda crisis económica y social. En la segunda mitad del siglo XVII, los españoles fueron sustituidos en la hegemonía europea por la Francia de Luis XIV.
Los Austrias fueron aumentando sus posesiones por vía matrimonial y militar, o ambas al mismo tiempo. Pero su régimen de gobierno mantuvo siempre una característica: cada reino conservaba su lengua, sus costumbres, sus instituciones, su sistema fiscal y su cultura política. Sin embargo, cómo también se recoge en el Diccionario de Autoridades, comenzará a hablarse de la Monarquía de España desde la última parte del reinado de Felipe II. Karl Brandi, uno de los mejores biógrafos de Carlos V, afirmaba con rotundidad como “es indudable que el nuevo Estado español en su forma exterior y unidad interior se construyó en los días de Isabel de Castilla”.
En cualquier caso, a lo largo de la Edad Moderna se fue creando un sistema sociopolítico cuyo papel estelar estaba reservado a los Austrias. Los soberanos instauraron una “monarquía autoritaria”. Para la presencia creciente de la Corona se hizo indispensable el desarrollo de las instituciones. No era posible gobernar un imperio sin un aparato que estuviera a su frente. Por tanto, la irrupción de numerosas instituciones de gobierno también fue un rasgo característico de la Monarquía de los Austrias. El espacio político más célebre de los Austrias fue la polisinodia, esto es, un sistema de consejos territoriales o temáticos. El Consejo más importante fue el de Estado, preocupado por los asuntos más notables de la Monarquía, especialmente en materia de política exterior. También existía un Consejo de Guerra, un Consejo de Hacienda, de Inquisición, de Órdenes Militares o de Cruzada. Desde un punto de vista territorial, destacó el Consejo de Castilla —capaz en el siglo XVII de proteger los intereses de los sectores bien acomodados en las ciudades—, un Consejo de Indias, de Aragón, de Italia, de Portugal y de Flandes.
La muerte de Fernando el Católico llevó a la ascensión al trono del joven Carlos como Carlos I de Castilla y Aragón. Su herencia española incluyó todas las posesiones españolas en el Nuevo Mundo y alrededor del Mediterráneo. Después de la muerte de su padre Habsburgo en 1506, Carlos había heredado el territorio denominado Flandes o los Países Bajos (donde había nacido y crecido) y el Franco Condado. En 1519, con la muerte de su abuelo paterno Maximiliano I, Carlos fue debidamente elegido ese mismo año como Emperador con el nombre de Carlos V. Su madre permaneció como la reina titular de Castilla hasta su muerte en 1555, pero debido a su salud, Carlos (con el título de rey también allí) ejerció todo el poder sin contemplaciones, lo que produjo la sublevación conocida como Guerra de las Comunidades. Sofocada la sublevación en 1521, al igual que la simultánea de las Germanías de Valencia, el Emperador y Rey Carlos era el hombre más poderoso de la Cristiandad.
La acumulación de tanto poder preocupaba al rey de Francia, Francisco I, que encontró sus posesiones rodeadas de territorios Habsburgo. En 1521, Francisco invadió las posesiones españolas en Italia e inauguró una segunda ronda del conflicto franco-español. Las Guerras Italianas fueron un desastre para Francia, que sufrió derrotas tanto en la llamada Guerra de los Cuatro Años (1521-1526) -Biccoca (1522) y Pavía (1525, en donde Francisco fue capturado)- como en la Guerra de la Liga de Cognac (1527-1530) -Landriano (1529)- antes de que Francisco cediera y abandonara Milán, en beneficio una vez más de España.
En 1527, debido a la incapacidad de Carlos de pagar suficientemente a sus ejércitos en el Norte de Italia, éstos se amotinaron y saquearon Roma por el botín. En 1533 el Papa Clemente rechaza anular el matrimonio de Enrique VIII de Inglaterra con Catalina de Aragón (tía de Carlos). La Paz de Barcelona, firmada entre Carlos y el Papa en 1529, estableció una relación más cordial entre ambos líderes. De hecho, el Papa nombró a España como protectora de la causa Católica y reconoció a Carlos como rey de Lombardía a cambio de la intervención española en derrocar a la rebelde República florentina.
En 1543, Francisco I, rey de Francia, anunció su alianza sin precedentes con el sultán otomano, Solimán el Magnífico, ocupando la ciudad de Niza, controlada por España, en cooperación con las fuerzas turcas. Esto suponía una traición flagrante a la cristiandad. Enrique VIII de Inglaterra, que guardaba mayor rencor contra Francia que el que tenía contra el Emperador por resistirse en el camino a su divorcio, se unió a Carlos en su invasión de Francia.
La Reforma Protestante había comenzado en Alemania en 1517. Carlos, a través de su posición como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, sus estratégicas posesiones patrimoniales situadas a lo largo de las fronteras alemanas, y su cercana relación con sus parientes Habsburgo en Austria, tuvo gran interés en mantener la estabilidad del Sacro Imperio Romano Germánico y mantener unida a la Cristiandad. Primero intentó el camino de la negociación en la Dieta de Worms de 1521 y el Concilio de Trento de 1545, pero los protestantes fueron a la guerra, liderados por el elector Mauricio de Sajonia. Como respuesta, Carlos invadió Alemania al frente de un ejército compuesto por tropas españolas y flamencas, esperando restaurar la autoridad imperial. El emperador personalmente infligió una severa derrota militar a los protestantes en la histórica Batalla de Mühlberg en 1547. En 1555 Carlos tuvo que firmar con los estados protestantes la Paz de Augsburgo, que restauraba la estabilidad en Alemania. La implicación de Carlos en Alemania establecería un rol para España como protectora de la causa católica en el Sacro Imperio Romano Germánico; el precedente sentado entonces llevaría siete décadas más tarde a la participación en las Guerra de los Treinta Años que acabarían finalmente con el estatus de España como una de las potencias líderes de Europa.
En 1526, Carlos se casó con la infanta Isabel, hermana de Juan III de Portugal. En 1556, Carlos abdicó de sus posesiones, pasando su Imperio español a su hijo Felipe II de España, y el Sacro Imperio Romano Germánico a su hermano, Fernando. Carlos se retiró al monasterio de Yuste donde murió en 1558.
Enrique II de Francia llegó al trono en 1547 e inmediatamente renovó el conflicto armado. El sucesor de Carlos, Felipe II, consiguió aplastar al ejército francés en la Batalla de San Quintín en Picardía en 1557 y derrotar a Enrique de nuevo en la Batalla de Gravelinas el año siguiente. La Paz de Cateau-Cambrésis, firmada en 1559, reconoció definitivamente las reivindicaciones de España en Italia.
El Imperio español había crecido sustancialmente desde los días de Fernando e Isabel. Los imperios azteca e inca fueron conquistados durante el reinado de Carlos, de 1519 a 1521 y de 1540 a 1558, respectivamente. Se establecieron asentamientos españoles en el Nuevo Mundo: Florida fue colonizada en los años 1560, Buenos Aires fue asentada en 1536 y Nueva Granada (actualmente Colombia) fue colonizada en los años 1530. Manila, en las Filipinas, fue asentada en 1572. El Imperio español en el extranjero se convirtió en el origen de la riqueza y poder español en Europa, pero contribuyó también a la inflación. En vez de impulsar la economía española, la plata americana hizo a España dependiente de los recursos extranjeros de materias primas y bienes manufacturados.
La Batalla de Lepanto marcó el final de la expansión del Imperio otomano en el Mediterráneo. En 1571, una expedición naval mixta (con Génova, Venecia y el Papado) liderada por el hijo natural de Carlos, Juan de Austria, aniquiló la flota otomana en la Batalla de Lepanto, una de las más célebres de la historia naval.
En 1566, disturbios liderados por calvinistas en los Países Bajos Españoles provocaron que el Duque de Alba dirigiera una expedición militar para restaurar el orden. En 1574, el ejército español al mando de Luis de Requesens fue repelido en el asedio de Leiden después de que los holandeses destruyeran los diques que contenían el Mar del Norte, inundando el territorio e impidiendo las maniobras militares. En 1576, a la vista de la imposibilidad de sostener los costes de su ejército de ocupación de los Países Bajos de 80.000 hombres y los de la enorme flota vencedora de Lepanto, Felipe tuvo que aceptar la quiebra. El ejército en los Países Bajos se amotinó no mucho después, saqueando Amberes y el Sur de los Países Bajos, impulsando a varias ciudades de las anteriormente pacíficas provincias del Sur a unirse a la rebelión. Los españoles escogieron el camino de la negociación y pacificaron la mayoría de las provincias del Sur de nuevo con la Unión de Arras en 1579.
En 1580 el último miembro masculino de la familia real portuguesa, el Cardenal Enrique de Portugal, murió. Felipe reclamó sus derechos sucesorios al trono portugués y en junio envió un ejército a Lisboa al mando del Duque de Alba para asegurarlos. Los territorios castellanos y portugueses en ultramar pusieron en las manos de Felipe la casi totalidad del Nuevo Mundo explorado junto a un vasto imperio comercial en África y Asia.
En 1585 durante la Guerra de los Ochenta Años, un Tercio del ejército español, el Tercio Viejo de Zamora, comandado por el maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla, se enfrentó y derrotó en condiciones muy adversas a una flota de diez navíos de los rebeldes de los Estados Generales de los Países Bajos, bajo mando del almirante Hohenlohe-Neuenstein. En España la tradición católica ha considerado que la victoria, llamada en España milagro de Empel, fue gracias a la intercesión de la Inmaculada Concepción y por ello la Concepción fue proclamada patrona de los Tercios españoles, actual Infantería Española y es fiesta nacional en España el día 8 de diciembre. El almirante enemigo Hohenlohe-Neuenstein llegó a decir: «Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro».
En 1588, Felipe envió la Armada Invencible a atacar Inglaterra. De los 130 barcos enviados en la misión, sólo la mitad regresaron a España sin incidentes, y unos 20.000 hombres perecieron. Algunas fueron víctimas de los barcos ingleses, pero la mayoría lo fueron del mal tiempo. No obstante, poco después el poder naval español recuperó rápidamente la posición preeminente que mantuvo durante otro medio siglo. España también proporcionó ayuda a una durísima guerra irlandesa frente a Inglaterra.
Afrontando las guerras contra Inglaterra, Francia y los Países Bajos, la ya agotada España estaba desbordada. Luchando continuamente contra la piratería que dificultaba su tráfico marítimo en el Atlántico, la Real Hacienda se vio forzada a admitir la quiebra de nuevo en 1596.
Los sucesores de Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II fueron hombres de capacidad limitada no interesados en política, que se apoyaron en válidos, a menudo más atentos a sus intereses particulares que a los del Reino. La burocracia española que se había forjado alrededor del carismático, trabajador e inteligente Carlos I y que había llegado a su máxima eficacia con Felipe II, exigía un monarca sólido; la debilidad de Felipe III y IV, y de Carlos II que murió sin descendencia, llevó a la decadencia de España. Carlos II murió en 1700, finalizando la línea de la Casa de Austria en el trono de España exactamente dos siglos después de que naciera Carlos I.
La Guerra de Sucesión Española (1700-1715) y los tratados de Utrecht y Rastadt determinaron el cambio de dinastía, imponiéndose en el trono la Casa de Borbón (con la que se mantuvieron los pactos de familia durante casi todo el siglo XVIII), aunque significara la pérdida de los territorios de Flandes e Italia en beneficio de Austria y onerosas concesiones en el comercio americano en beneficio de Inglaterra, que también retuvo Gibraltar y Menorca. El pretendiente borbónico Felipe V era quien más derechos dinásticos tenía. Como dice Juan Antonio Granados:
“La esperable muerte sin descendencia del desdichado Carlos II supuso el inicio de la cuestión dinástica por la Corona de España, al disputarse el trono vacante entre los partidarios del archiduque Carlos de Austria y los que postulaban a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Ambos pretendientes poseían motivos dinásticos sobrados para aspirar a la Corona; Felipe, duque de Anjou, era bisnieto de Ana de Austria, hija mayor de Felipe III de España y nieto de Maria Teresa de Austria, hija mayor de Felipe IV de España. Por su parte, Carlos, archiduque de Austria y más tarde emperador del Sacro Imperio, el hijo menor de Leopoldo I de Austria, fruto del tercer matrimonio de este con Leonor del Palatinado, reclamaba el trono español por su abuela paterna, que era María Ana de Austria, la hija menor de Felipe III. Esto quería decir que en virtud de las reglas de sucesión, la candidatura francesa era superior, puesto que su pretendiente descendía de la hija primogénita de un rey de España.”
Dentro de España se impuso un modelo político que adaptaba el absolutismo y centralismo francés a las instituciones españolas. En el contexto de una nueva coyuntura de crecimiento, se procuró la reactivación económica y la recuperación colonial en América, con medidas mercantilistas en la primera mitad del siglo, que dieron paso al nuevo paradigma de la libertad de comercio, ya en el reinado de Carlos III.
EDAD CONTEMPORANEA: LA PERDIDA DE LAS COLONIAS, GUERRA CIVIL, FRANQUISMO.
La Edad Contemporánea no empezó muy bien para España. En 1805, en la batalla de Trafalgar, una escuadra hispano-francesa fue derrotada por el Reino Unido, lo que significó el fin de la supremacía española en los mares en favor del Reino Unido. Napoleón Bonaparte, emperador de Francia que había tomado el poder en el país galo en el complejo escenario político planteado tras el triunfo de la Revolución Francesa, por su parte, aprovechó las disputas entre Carlos IV y su hijo Fernando y ordenó el envío de su poderoso ejército a España en 1808 pretextando invadir Portugal, para lo que contaba con la complicidad del primer ministro del rey español, Manuel Godoy. El emperador francés impuso a su hermano José I en el trono, lo que desató la Guerra de la Independencia Española, que duraría cinco años. En ese tiempo se elaboró la primera Constitución española, de marcado carácter liberal, en las denominadas Cortes de Cádiz. Fue promulgada el 19 de marzo de 1812, festividad de San José, por lo que popularmente se la conoció como «la Pepa». Tras la derrota de las tropas de Napoleón, que culminó en la batalla de Vitoria en 1813, Fernando VII llegó al trono de España. La Guerra de la Independencia provocó un estallido de patriotismo que dejó innumerables muestras de heroísmo, recordando la tradición española de apego a la independencia y fiero sentido del honor.
Durante el reinado de Fernando VII la Monarquía Española experimentó el paso del Antiguo Régimen al Estado Liberal. La muerte de Fernando VII en 1833 abrió un nuevo período de fuerte inestabilidad política y económica. Su hermano Carlos María Isidro, apoyado en los partidarios absolutistas, se rebeló contra la designación de Isabel II, hija de Fernando VII, como heredera y reina constitucional, y contra la derogación del Reglamento de sucesión de 1713, que impedía la sucesión de mujeres en la Corona. Estalló así la Primera Guerra Carlista. El reinado de Isabel II se caracterizó por la alternancia en el poder de progresistas y moderados. La Revolución de 1868, denominada «la Gloriosa», obligó a Isabel II a abandonar España. A iniciativa del general Juan Prim, se ofreció la Corona a Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia. Su reinado fue breve por el cansancio que le provocaron los políticos del momento y el rechazo a su persona de importantes sectores de la sociedad, a lo que se sumó la pérdida de su principal apoyo, el mencionado general Prim, asesinado antes de que Amadeo llegara a pisar en España. Seguidamente se proclamó la Primera República, que tampoco gozó de larga vida, aunque sí muy agitada: en once meses tuvo cuatro presidentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar. Durante este convulso período se produjeron graves tensiones territoriales y enfrentamientos bélicos.
La Restauración borbónica proclamó rey a Alfonso XII, hijo de Isabel II. España experimentó una gran estabilidad política gracias al sistema de gobierno preconizado por el político conservador Antonio Cánovas del Castillo, que se basaba en el turno pacífico de los partidos Conservador (Cánovas del Castillo) y Liberal (Práxedes Mateo Sagasta) en el gobierno. En 1885 murió Alfonso XII y se encargó la regencia a su viuda María Cristina, hasta la mayoría de edad de su hijo Alfonso XIII, nacido tras la muerte de su padre. La rebelión independentista de Cuba, que tuvo en las logias masónicas su centro máximo de operaciones conspirativas, en 1895, indujo a los Estados Unidos a intervenir en la zona. Tras el confuso incidente de la explosión del acorazado USS Maine el 15 de febrero de 1898 en el puerto de La Habana, los Estados Unidos declararon la guerra a España. Derrotada por la nación norteamericana, España perdió sus últimas colonias: Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico.
El siglo XX comenzó con una gran crisis económica y la subsiguiente inestabilidad política. Hubo un paréntesis de prosperidad comercial propiciado por la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial, pero la sucesión de crisis gubernamentales, la marcha desfavorable de la Guerra del Rif, la agitación social y el descontento de parte del ejército, desembocan en el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923. Estableció una dictadura militar que fue aceptada por gran parte de las fuerzas sociales y por el propio rey Alfonso XIII. En 1930 Primo de Rivera, traicionado por los burócratas desplazados del poder, por la clase pseudo-intelectual y, finalmente, por el propio Rey, presentó su dimisión y se marchó a París, donde murió al poco tiempo.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 dieron la victoria a las candidaturas monárquicas, pero como en las grandes ciudades, cuyo escrutinio fue conocido con anterioridad, ganaron las republicanas, se produjeron una serie de manifestaciones exigiendo la instauración de la República. Exagerando la influencia de los manifestantes y notoriamente mal aconsejado, Alfonso XIII abandonó el país y el 14 de abril de ese mismo año se proclamó la República. Durante su duración se produjeron numerosos abusos contra los creyentes y, en general, contra la mitad sociológicamente más conservadora del país, como la quema de conventos, el golpe de estado de la izquierda en el 34 y el asesinato del líder de la oposición Calvo Sotelo en el 36. Esta situación desembocó en una insurrección militar y, finalmente, en la guerra civil. La Guerra Civil española, declarada cruzada por su Santidad Pío XII fue un acontecimiento de la máxima importancia por varias razones. En primer lugar represento la primera victoria sobre el bolchevismo en los campos de batalla, como siglos antes la reconquista había significado la primera victoria sobre el islam. También supuso la salvación de la fe verdadera en la nación que había evangelizado a la mitad del orbe, ante la más cruenta persecución religiosa de la historia. Finalmente permitió la instauración del régimen de Franco, el más exitoso de la historia reciente de España y de toda Europa en el siglo XX.
La Segunda República nació fruto de unas elecciones locales… que ganaron las candidaturas monárquicas, se desarrolló de modo autoritario y frentista, con ilegalidades continuas y agresiones a la media España más conservadora, hasta crear un clima prerrevolucionario y de enfrentamiento guerracivilista, de modo que no puede sorprendernos que terminase muriendo, precisamente, en una guerra civil. Ya en el 32 comenzó la quema de conventos, de la que las autoridades republicanas se desentendieron con la famosa frase de Azaña: “Vale más la vida de un republicano, que todos los conventos de España”, lo que en la práctica quería decir, que todas las agresiones contra religiosos quedarían impunes. El mismo Azaña ordenó acabar con un motín de campesinos anarquistas en Casas Viejas, por el expeditivo método de “pegarles tiros en la barriga”.
En las elecciones del 34 ganó la derecha, lo que provocó un golpe de estado de la izquierda con la revolución de Asturias y la declaración de independencia del estado catalán. Tras la victoria del Frente Popular en el 36, en unas elecciones plagadas de irregularidades y disturbios, los abusos y las violencias no se hicieron esperar, culminando en la liberación indiscriminada de presos y el asesinato de Calvo Sotelo. Sólo en ese clima se explica el alzamiento nacional. El franquismo fue un régimen sin libertades políticas, pero en el que la represión fue mucho más baja, que en las dictaduras soviéticas con las que coincidió en el tiempo, y que, además, se fue reduciendo a lo largo de la vida del régimen, hasta el punto de hablarse de “dictablanda” en sus últimos años. Ello coincidió con un crecimiento económico sin precedentes, compatible con una protección social mucho más intensa que la que existe en España en la actualidad y en un clima de indudable paz social. Por poner un ejemplo, la indemnización por despido rebajada de 45 días por año trabajado a 30 por la reforma laboral del ejecutivo de Rajoy, era, al final del franquismo, de 65 días. Franco murió en la cama, sin ninguna oposición remarcable a su régimen, que pudiera ponerlo en peligro, y la transición a la democracia la protagonizó la propia clase dirigente franquista, que aceptó “suicidarse” políticamente, para dar lugar a un nuevo régimen democrático.
2.- MITOS ESPAÑOLES
Cuando los romanos llegaron a las costas españolas los mitos que se susurraban sus habitantes tenían ya milenios. No en balde la de los Tartesos, asentada en España, es la primera civilización europea. Dicen sobre ella Vidal y Jiménez Losantos:
“Gobernada por una monarquía sujeta a leyes de extraordinaria antigüedad, conocemos los nombres de sus reyes mitológicos como Gerión, cuyos bueyes robó el héroe griego Hércules en uno de sus ‘trabajos’; Norax, su nieto, que conquistó Cerdeña; Gárgoris, primer rey de la segunda dinastía de los Tartesos, inventor de la apicultura y el comercio; Habis (que no Habidis), hijo bastardo de Gárgoris, que decretó las primeras leyes, dividió la sociedad en siete clases y prohibió el trabajo a los nobles.
Más base histórica tiene el dato de que, según Heródoto, en el siglo V a. de J.C. una nave griega, procedente de Focea y mandada por Calois de Samos, llegó al reino de Tartesos. Fue allí donde encontraron a Argantonio. Teóricamente, habría nacido en el 670 a. de J.C. y habría sido coronado en el 630 a. de J.C.”
Precisamente los mitos sobre Gárgoris y Habidis (o Habis) son los primeros mitos generados sobre suelo español (y tal vez europeos) con puntos de conexión interesantes con toda la mitología griega y romana más conocidas. Fernando Sánchez Dragó lo cuenta sí:
“Nuestro primer recuerdo se llama Gárgoris, andaluz y rey de los curetes, patriarca del bosque tartésico donde los titanes se alzaron contra los dioses, amigo de las abejas e inventor del arte de recoger la miel. Se emparejó con la más hermosa de sus hijas y de ella tuvo un varón que era nieto del padre y hermano de la madre. A este prodigio le pusieron por nombre Habidis. Y cuando aún repetía el eco su primer vagido, Gárgoris lo echó al monte para encubrir un acto que ya las gentes empezaban a llamar incesto y a considerar pecaminoso. Quería que las alimañas se cebaran en el niño, pero sucedió que se acercaron mansamente a él y hasta le dieron leche. El rey hizo entonces ayunar a su jauría y, cuando ya los perros babeaban, les arrojó el cuerpo tierno de Habidis. Pero los lebreles, rodeándole, lo halagaron. Seguros servidores se hicieron a la mar con el recién nacido y lo abandonaron a mucha distancia de la costa. Pero las olas lo devolvieron sin encono y una cierva tuvo para él leche y premura de madre. Habidis bebió la ligereza en esos pechos y, ya adolescente, devastaba la región sin que nadie se atreviera a plantarle cara. Cayó al fin en una trampa y los campesinos lo llevaron ante Gárgoris, que primero cobró afición al muchacho y luego lo reconoció como nieto y único heredero de su reino. Habidis fue un monarca sabio, prudente, generoso y grande. Dio leyes al pueblo bárbaro, unció los bueyes a la reja y fundó la ciudad santa de Astorga, acaso el más antiguo enclave urbano de los que subsisten en la Península.”
Se trata, sin duda, de una historia fascinante que nos recuerda a otros mitos, desde la fundación de Roma con loba en lugar de cierva, hasta en época actual, el cuento de Blanca Nieves, pasando por la historia bíblica del propio Moisés. Sigue diciendo Sánchez Dragó:
“Trogo Pompeyo recoge el cuento en la perdida Historia universal cuyo epítome trazó Justino. Forzosamente hubo testimonios anteriores devorados por el sueño de la razón. Con o sin ellos, Gárgoris y Habidis protagonizan la fábula más antigua de Occidente. En su bóveda resuenan otros ámbitos y otras voces: las de Horus y Set, Astiages y Ciro, Semiramis, Zarathustra, Telephos, Atlante, los hijos de Malanippe, Cibeles, el príncipe egipcio Moisés, Rómulo y Remo, los hindúes Sandragupta y Krishna, San Jorge, Bernardo del Carpio, Fernán González y —ya en un terreno puramente literario— las del Gargantúa de Rabelais, el Mowgli de Kipling y el gurú inventado por Hermann Hesse en el epílogo de Juego de abalorios. Un hilo secreto mueve a todos estos personajes, una misma sangre los recorre. Cito de memoria y olvido o desconozco otras formulaciones de este sueño común que los españoles soñaron antes (o recordaron mejor).”
Si las andanzas de Gárgoris y Habidis son nuestro primer mito (y padre de buena parte, sino todos, los mitos occidentales) la tauromaquia es nuestro primer rito. La lidia del toro, en formas muy semejantes a la actual, tiene siglos de historia, pero en otras versiones, más dispares, pero reconocibles, tiene milenios de existencia y es el único ritual prerrománico que de alguna forma se conserva en occidente. Sánchez Dragó, siguiendo a Platón, le atribuye un origen mítico en la fantástica Atlántida:
“Entre ellas acaso convenga incluir ese ars poética que enseña a citar un cuatreño y a burlarlo. Los diez reyes de la confederación atlante se reunían una vez al año para presenciar la ceremonia religiosa de la lazada del toro y su posterior ofrenda a los dioses. Platón lo cuenta con detalle: los soberanos empezaban por elucidar o confesar sus posibles abusos, luego impetraban a Poseidón brío y destreza para capturar la res y por último reducían a ésta con garrotes y cuerdas, pero sin fierros, y la degollaban con arreglo a un puntilloso ritual. El filósofo ateniense ignora que está describiendo una corrida: también los matadores solicitan la venia de un ser inaccesible (el presidente), se apoderan psicológicamente del burel con palitroques y telas, y al final utilizan un arma blanca para desgolletarlo como mandan unos cánones rigurosamente programados.”
El origen de la tauromaquia suele buscarse en Creta, aunque para Sánchez Dragó no es descabellado que pudiera encontrarse en España:
“¿Por qué la mayoría de los investigadores buscan el origen de la tauromaquia española en Creta y no al revés? La cronología de ambos ciclos es imposible de precisar, por lo que sólo les queda un argumento: el culto arcaico al toro —dicen— ha dejado más vestigios en la isla griega que en la Península. Afirmación harto discutible, pues en los campos celtibéricos no hay excavación, mito, impulso o memoria ancestral que no pague su tributo al gran buey de los orígenes. ¿Qué significa la majestuosa osamenta de morlaco desenterrada en un yacimiento neolítico de Almizaraque? Tabanera admite la existencia de vínculos muy especiales entre ese animal y los primeros pobladores de la Península, y cree que algo se filtró al subconsciente de la raza originando ritos, creencias y ceremonias agrarias en tiempos plenamente históricos.”
“¿Más o menos que en Creta? Más, sin duda, pero a falta de un Evans capaz de reconstruir al pastel el palacio del Minotauro y de reclamizarlo en el ágora de las academias con raro talento de ejecutivo. Además, el hecho de que aquí existan aún corridas convierte el asunto en tema de actualidad, arrebatándolo a la investigación y abandonándolo en el bebedero de los técnicos turísticos, empresarios rumbosos y covachuelistas del Ministerio de Gobernación. Los prehistoriadores y arqueólogos, con razonamiento mecánico (aunque explicable) e infantil (aunque arbitrario), suponen: si el asunto dura es que debe de ser reciente. Pero hay verdades eternas.”
La tauromaquia se relaciona también con el mito fundacional de Europa, cuando la princesa de tal nombre es secuestrada por Zeus-Júpiter en forma de toro blanco y llevada al más lejano occidente. Una vez más, las interpretaciones habituales dicen que fue llevada a Creta, aunque el más lejano occidente de la época, el fin del mundo conocido, no era sino España. Álvarez de Miranda, ante la similitud de los ritos taurinos griegos e ibéricos, propone para explicar su origen un estrato común de creencias mágico-religiosas en el Mediterráneo preindoeuropeo: “El mundo grecorromano —dice — conservó el recuerdo de ese estrato y de esa mentalidad en dos altas palabras, en dos solemnes nombres: Europa, la mujer poseída por un dios-toro; Italia, el país de los jóvenes toros. Pues bien, el mundo ibérico ha conservado también el mismo recuerdo, pero no con palabras, no en la zona del verbo, sino —una vez más— en el seno tenaz de su tierra y de sus hombres”.
3.- RELIGIÓN: DEFENSA DE LA CRISTIANDAD
Para los que somos creyentes, la expansión del cristianismo por todo el mundo, permitiendo que la palabra de Dios pueda ser escuchada en todos los rincones de la tierra, ha supuesto la salvación de millones de almas, permitiendo que la humanidad pueda ser salva. En ese sentido, que España haya sido la patria encargada de evangelizar a un nuevo mundo a consecuencia del descubrimiento de América y de proteger la fe verdadera de la amenaza musulmana primero y de la herejía protestante, después, representa el destino más honroso que Dios podría reservarle. España fue, en palabras de Ramiro de Maeztu, “el brazo de Dios en el mundo”.
Incluso para quienes no compartan nuestra fe, la popularización de los valores cristianos, sólo puede verse como enormemente positiva, siquiera sea desde un punto de vista ético. Gracias a la filosofía emanada del Cristianismo el mundo se ha convertido en un lugar menos frío y cruel, más amable, más confraterno. El amor al prójimo, incluso al enemigo, y el perdón, antes considerados debilidades, integran ahora la sensibilidad moral, incluso de quienes más se enfrentan a la Iglesia Católica, y ello es indudable mérito del ejemplo de Cristo, circunstancia que se debe reconocer independientemente de las creencias religiosas que se defiendan.
Esta vocación en la defensa de la Cristiandad tiene varios hitos. El primero y fundacional es la conversión de España al cristianismo en la época romana. Ya hemos explicado sus pormenores en el punto dedicado a la historia. El segundo es la conversión de los Visigodos al catolicismo abandonando la herejía arriana. Dice al respecto el historiador Luis Suárez:
“Esto nos obliga a llegar al año 589. Nueve años antes, el 580, dos importantes personajes para el futuro de Europa, paseaba por el pasillo del palacio de las Blachernae, en Constantinopla. Uno era Leandro, el arzobispo de Sevilla, el otro era Gregorio, que llegaría a ser Papa, San Gregorio Magno porque es uno de los grandes Papas de la cristiandad. ¿De qué hablaron en aquel momento? De muchas cosas que tenemos la oportunidad de conocer, pero de algo sumamente importante: había que crear un mundo nuevo en el que las diferencias entre germanos y latinos se borrasen mediante la aceptación del cristianismo, el cristianismo católico romano. Pasan nueve años y esos dos personajes, elevados a la cumbre del poder, el uno en España y el otro en Roma, pueden comunicarse la gran noticia: ya los visigodos han aceptado el catolicismo; y no sólo esto, sino que han aceptado una forma de estado en donde el reino aparece como una representación colectiva: el Concilio.”
El siguiente hito de esta apasionante historia de fidelidad a Dios es la reconquista. Dice Pío Moa:
«En Irlanda o Polonia, otros países de frontera, esta religión (el catolicismo) también estuvo unida íntimamente a la forja de la nacionalidad: en Polonia, frente la ortodoxia rusa y el protestantismo prusiano, a cuyas manos sucumbió el país varias veces; en Irlanda, contra el protestantismo inglés, vencedor también por varios siglos. No obstante, el enemigo en estos casos era alguna variante cristiana; en España la diferencia cultural y política con el adversario había tenido mucho mayor calado, pues se trataba del islam, dominador de buena parte del país durante cinco siglos, y de un residuo considerable dos siglos largos más. España se había reconstruido en pugna con Al-Ándalus, partiendo de unos mínimos núcleos de resistencia, y es quizá el único país del mundo que, habiéndose islamizado en gran medida, volvió al cristianismo y a la cultura europea, ajena a tal experiencia; aunque beneficiaria de ella, pues España, con su reconquista, constituía una línea avanzada de defensa del continente.
Esa lucha, de por sí muy ardua, lo fue más con la escisión protestante y las guerras consiguientes entre cristianos. También entonces tomó el país sobre sí la defensa de lo que consideraba la unidad cristiana, tanto en el campo político y militar como en la promoción de la Reforma católica, culminada en Trento. La unidad cristiana urgía tanto más a los españoles frente a un islamismo a la ofensiva, pero no lo apreciaban de igual modo los «herejes», que sentían la amenaza musulmana mucho más remota, al no encontrarse en primera línea ni sufrir directamente sus embates.
Es más los protestantes buscaron permanentemente la alianza con los turcos para atacar a la católica España cuya lucha en dos frentes, agotador cada uno, se complicó en sumo grado. Peor: la católica Francia aunó su fuerza con la otomana y a veces con la protestante, convirtiéndose en una verdadera plaga para el esfuerzo hispano».
Ello explica perfectamente que se hablase de España como «martillo de herejes» o «espada de Roma», o que se añadiese el apelativo de «Católicos» a los reyes Isabel y Fernando, que se les permitiese entrar bajo palio a las catedrales ( costumbre extendida a los Jefes de Estado, que ejerció Franco y que dio pie a críticas de incultos ), que se incorporase el Águila de San Juan a las enseñas españolas y un largo etc. de honores que sólo pueden ofender a ignorantes o a fanáticos anticristianos.
La extrema coherencia en la defensa de la fe católica de la nación española, apostando por la contrarreforma, o lo que era lo mismo por la unidad del cristianismo, la integridad de Europa y la espiritualidad frente al materialismo economicista que la reforma traía, y que culmina en la crisis de valores actual, llevó a los enemigos de esta fe a serlo también de España. «Los españoles son más papistas que el Papa» solían decir como crítica, que en el fondo encerraba un halago.
La religiosidad de Carlos V influyó mucho en Felipe II. En 1539, el emperador le decía: «Encargamos a nuestro hijo que viva en amor y temor de Dios y en observancia de nuestra santa y antigua religión, unión y obediencia a la Iglesia romana y a la Sede Apostólica y sus mandamientos» y, en las instrucciones de 1543, le recomendaba: «tened a Dios delante de vuestros ojos y ofrecedle vuestros trabajos y cuidados, sed devoto y temeroso de ofender a Dios y amable sobre todas las cosas, sed favorecedor y sustentad la fe, favoreced la Santa Inquisición». Unos mandatos que, en 1556, reiteraría en su testamento: «Le ordeno y mando como muy católico príncipe y temeroso de los mandamientos de Dios, tenga muy gran cuidado de las cosas de su honra y servicio; especialmente le encargo que favorezca y haga favorecer al Santo Oficio contra la herética pravedad por las muchas y grandes ofensas de Nuestro Señor que por ella se quitan y castigan».
Estos consejos los trasladó después Felipe II a su hermanastro don Juan de Austria al decirle cara a la decisiva batalla de Lepanto que: «ante todo debía de tener ante sí la devoción y el temor de Dios, de cuya mano ha de proceder todo bien y buenos y prósperos sucesos de vuestra navegación y empresas y jornadas». A lo que añadió que no permitiera en sus galeras la blasfemia. Cuando se consiguió la victoria Felipe II encargó a Tiziano un cuadro titulado «España en auxilio de la Religión». El Papa, al instituir la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, consagró la salvación de la Cristiandad.
La evangelización del nuevo Mundo, la calificación como cruzada de nuestra guerra civil… Toda nuestra historia aparece ligada a esta realidad. En palabras insuperables de Menéndez Pelayo:
«Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares, los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida. España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas.»
4.- DEFENSA DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL
Cuentan que el poeta decía que los tercios españoles eran valientes porque sí. Mal entendía este poeta a nuestros soldados. Estos tenían muy buenas razones para ser valientes. Estaban protegiendo a la Civilización Occidental. Estaban defendiendo un modo de vida y un patrimonio cultural común, procedente de la antigüedad grecolatina, que nos ha acompañado a los europeos y demás occidenteles hasta hoy en día. Ninguna nación de cuantas componen Europa, ni aun occidente, ha cargado sobre sus hombros, con más gallardía que la española, la tarea de servir al proyecto civilizador heredado de la Roma Imperial.
Quizá fue durante la reconquista cuando se forjó esta vocación de servicio a occidente. No en balde se estaba frenando a su mayor enemigo de la época, dirimiendo, de paso, si la Península Ibérica iba a pertenecer, culturalmente hablando, a África o a Europa. En palabras del historiador Pío Moa:
«España se había reconstruido en pugna con Al-Andalus, partiendo de unos mínimos núcleos de resistencia, y es quizá el único país del mundo que, habiéndose islamizado en gran medida, volvió al cristianismo y a la cultura europea. Esta larguísima pugna marcó la mentalidad popular, y creó una fuerte peculiaridad con respecto al resto de Europa, ajena a tal experiencia aunque beneficiaria de ella, pues España, con su reconquista, constituía una línea avanzada de defensa del continente».
Incluso una vez finalizada la reconquista España siguió siendo país de frontera con el islam. Más aún, con la llegada de la dinastía de los Austrias al trono español, bajo cuyo dominio estaba también Austria y el Imperio Alemán, los recursos peninsulares y americanos fueron puestos al servicio de la protección de Europa también en su frontera oriental ante el Imperio Turco.
Lo cierto es que a lo largo de su historia España siempre ha destacado en este papel, que incluso la ha definido y la ha diferenciado de otras naciones más pragmáticas y posiblemente egoístas. A ello se suma una defensa de la unidad europea rota por protestantes y más adelante, por otras naciones celosas del predominio Español.
Históricamente esta posición de vanguardia de occidente se ha concretado en distintos puntos: en la Hispania romana, aportando filósofos y emperadores, que como Seneca entre los primeros, denunciaban desde el estoicismo peninsular la corrupción de las costumbres o como Adriano entre los segundos, que constituía un ejemplo de buen gobierno; en la reconquista, ya citada; en la lucha contra el Imperio Otomano; en la contrarreforma defendiendo la fe verdadera y la unidad religiosa de Europa; y, más recientemente, en el afán de concordia en el contexto de las guerras mundiales que asolaron Europa en el siglo XX o la lucha contra el comunismo. Pondremos como ejemplo la lucha contra el Imperio Turco. Devolvemos la palabra a Pío Moa:
«La cima de la reconstrucción de España, alcanzada entre finales del siglo XV y principios del XVI, coincidió con una nueva oleada de expansión islámica, esta vez de la mano del Imperio Otomano, la auténtica superpotencia de la época, que no ocultaba su designio de devolver España al islam y dedicar a pesebres para los caballos las aras del Vaticano. El Magreb se convirtió en una base de piratería e incursiones turco-berberiscas, mientras Italia y las posesiones españolas en ella sufrían la constante amenaza del turco, dueño del mar. España, entonces, volvió a hallarse en primera línea, país de frontera nuevamente. El poderío otomano tenía ímpetu bastante para extender sus brazos no sólo por el Mediterráneo sino también por el continente, desde los conquistados Balcanes hacia el centro de Europa. La segunda línea expansiva también afectaba a España, por la alianza familiar de los Habsburgo y por una percepción del peligro más aguda que en otros países, así este país asumió la defensa de Europa desde Viena al Magreb, convirtiéndose en el principal freno al expansionismo musulmán».
Buen ejemplo de todo esto es la batalla de Lepanto, la más famosa de este periodo. La escuadra turca se acababa de apoderar de la isla de Chipre y el Papa Pío V, canonizado después, sintiendo el peligro infiel muy cercano, enarboló la bandera de la Cristiandad después de las liviandades partidistas de algunos de sus predecesores, y convocó una Santa Liga a todos los príncipes cristianos a la que Felipe II se adhirió inmediatamente. Después lo hicieron Génova y Venecia, directamente afectadas por la conquista de Chipre. Francia se negó. El predominio español era evidente así que se aceptó la jefatura suprema de don Juan de Austria, hermano del Rey. Las flotas a su mando se reunieron en Mesina, de donde zarparon el 17 de Septiembre de 1571 y el día 7 de Octubre se efectuó el encuentro con la flota turca, mandada por Alí Bey. Pese a la superioridad numérica turca los hombres de don Juan de Austria lograron la más resonante victoria hallando la muerte Alí Bey. Durante la batalla don Juan de Austria sorprendió a todos lanzándose espada en mano sobre los enemigos que conseguían saltar la Real, su nave.
Toda Europa y las Indias vibraron con la gloria de Lepanto. Franceses y protestantes, sin embargo, no se alegraron tanto, inconscientes de lo que hubiera representado una victoria Otomana y envidiosos del poderío español. Cuentan que Guillermo de Orange se encerró abatido, durante semanas. En palabras de otro historiador, Ricardo de la Cierva:
«Pese a los vanidosos despliegues de Uluch Alí, Lepanto había sido un golpe de muerte para el Turco, que ya no volvería jamás a intentar una operación ofensiva de envergadura en el mar, y pareció iniciar, desde entonces, una decadencia irreversible. Tan es así que en 1580 solicitó la firma de una tregua, que se acordó y luego prolongó. Felipe estaba seguro de que ‘quienes han de venir’, como llamaba a los españoles del futuro, verían la jornada de Lepanto como la más decisiva para Occidente desde que los atenienses derrotaron a la escuadra persa en Salamina. El más ilustre soldado de Lepanto, llamado Miguel de Cervantes Saavedra, llamó a la batalla ‘la más alta ocasión que vieron los siglos’. España entera lo creía así».
Las ocasiones históricas en las que los españoles pusieron la fuerza de su brazo al servicio de la civilización europea-occidental, a veces en perjuicio de sus propios intereses peninsulares, fueron incontables, hasta hacer al poeta afirmar:
“Doquiera la mente mía
sus alas rápidas lleva,
allí un sepulcro se eleva
contando tu valentía.
Desde la cumbre bravía
que el sol indio tornasola,
hasta el África, que inmola
sus hijos en torpe guerra,
¡no hay un puñado de tierra
sin una tumba española!.”
No solo por la fuerza de su brazo y la generosidad a la hora de derramar su sangre por Occidente, también en el plano intelectual España rindió importantes tributos a la Civilización Occidental, a su unidad, su supervivencia, su grandeza y su obediencia a Dios. Ya hemos citado al cordobés Seneca denunciando la corrupción en Roma. También debemos citar a los teólogos españoles que fueron luz de Trento y a los pensadores de la Segunda Escolástica española pertenecientes a la Escuela de Salamanca que debatieron los justos títulos de conquista para legitimar la presencia española en América y conformaron el nacimiento del derecho internacional. Como dice Woods:
«El derecho natural no era para Vitoria y sus aliados patrimonio exclusivo de los cristianos, sino derecho de todos los pueblos. Creían en la existencia de ‘un sistema de ética natural’ que no dependía de la revelación cristiana ni entraba en contradicción con ella, sino que se sostenía por sí solo. Esto no significaba que las sociedades no violasen esta ley, que no lograran aplicar alguno de sus preceptos o simplemente ignorasen sus consecuencias en determinada área. Dejando a un lado estas dificultades, los teólogos españoles creían, con San Pablo, que la ley natural estaba escrita en el corazón humano, y disponían por tanto de una sólida base sobre la cual establecer unas normas de conducta internacionales moralmente vinculantes aun para quienes jamás habían oído hablar del Evangelio (o lo habían rechazado). Se atribuía a estos pueblos el mismo sentido básico del bien y del mal, tal como se resume en los Diez Mandamientos y en la Ley Dorada que algunos teólogos casi identificaban con el derecho natural a partir del cual podían establecer las obligaciones Internacionales»
Volviendo a la frase con la que iniciábamos la exposición de este punto, don Juan de Austria, don Miguel de Cervantes y los demás héroes, sabían perfectamente por qué debían ser valientes, y no escatimaron valor ni esfuerzo para realizar tan importante tributo a Europa pese a la pasividad o la directa traición de muchas de sus naciones. Ellos sabían perfectamente lo que significa ser español.
5.- IMPORTANCIA DEL DESCUBRIMIENTO
El descubrimiento y posterior conquista de América tuvo una importancia fundamental en el transcurso de la historia universal en varios aspectos. Por una parte se completó el mapa del mundo, se cambió la imago mundi, es decir, la imagen que se tenía del mundo adecuándola a la realidad. Esto propició varios efectos, como espolear la revolución científica o aumentar el conocimiento humano de un modo sin precedentes. En poco tiempo no quedó un rincón del planeta que estuviera completamente aislado del resto. Esto significa que, desde el descubrimiento, da inicio la historia universal. Además el mestizaje que se propició hizo nacer la Hispanidad como concepto cultural y moral, demostrando que un modelo de fusión cultural enriquecedor es posible, y no sólo el modelo anglosajón basado en el exterminio de indígenas. Desde el punto de vista religioso se le robó un continente al mar y a la barbarie bajo el signo de la cruz. Esto atrajo a millones de almas a la fe verdadera y garantizó durante siglos que la palabra de Dios fuera escuchada en todos los rincones del planeta. Desde el punto de vista político aseguró el predominio de Europa sobre la historia universal en los siguientes cinco siglos. Otro favor que Europa debe a España.
Junto a la defensa de Occidente y la Cristiandad la mayor contribución de España a la Historia es el descubrimiento de América. Dice el historiador Ricardo de la Cierva:
“El acontecimiento capital en el reinado de los Reyes Católicos, suficiente por sí mismo como para marcar el comienzo de la Edad Moderna universal, es el descubrimiento de un Nuevo Mundo el 12 de Octubre de 1492. Terminaban los Reyes Católicos de completar la Reconquista con la toma de Granada, no descuidaban en su designio político exterior la consideración de Europa, pero lograban, por medio de la genialidad tesonera de Colón, la creación de un horizonte occidental en Ultramar. Este hecho importantísimo cambió la idea del mundo, la ‘imago mundi’ e introdujo un nuevo y trascendental factor estratégico en las relaciones militares y globales de Occidente.
La impresión en toda Europa fue tremenda. En los años y décadas siguientes toda la vida de Occidente quedó profundamente afectada por el descubrimiento del Nuevo Mundo en casi todos sus aspectos: económicos, políticos, estratégicos. Gracias a España el conjunto europeo y occidental retiene desde entonces la hegemonía sobre el mundo entero en lo político, en lo estratégico y en lo cultural.”
Uno de los mitos tradicionales básicos de Europa hace referencia al fin geográfico del mundo situado en el cabo de Finisterre, cuyo nombre significa precisamente eso: finis-terre, el fin de la tierra. Allí la mitología situaba unas columnas que marcaban el fin del mundo con la inscripción: “Non plus ultra”. No más allá. Universalizar la Civilización completando el mapa del mundo. Quitar el “Non” a la inscripción de las columnas. Aventurarse a descubrir que había más allá. Ese es el mérito de un pueblo aventurero. Desde entonces las columnas con la inscripción “Plus Ultra” forman parte básica de los símbolos heráldicos y de las señas de identidad españolas.
El descubrimiento de América fue crucial también para catalizar la revolución científica y el avance del conocimiento. Yuval Noah Harari lo sintetiza en uno de sus libros:
“El descubrimiento de América fue el acontecimiento fundacional de la revolución científica. No solo enseñó a los europeos a preferir las observaciones actuales a las tradiciones del pasado, sino que el deseo de conquistar América obligó asimismo a los europeos a buscar nuevos conocimientos a una velocidad vertiginosa. Si realmente querían controlar los vastos territorios nuevos, tenían que reunir una cantidad enorme de nuevos datos sobre la geografía, el clima, la flora, la fauna, los idiomas, las culturas y la historia del nuevo continente. (…). A partir de entonces, no solo los geógrafos europeos, sino los eruditos en casi todos los campos del conocimiento, empezaron a trazar mapas con espacios vacíos que había que llenar. Comenzaron a admitir que sus teorías no eran perfectas y que había cosas importantes que no sabían. Los europeos fueron atraídos a los puntos vacíos del mapa como si de imanes se tratara, y pronto empezaron a rellenarlos. Durante los siglos XV y XVI, expediciones europeas circunnavegaron África, exploraron América, atravesaron los océanos Pacífico e Indico, y crearon una red de bases y colonias por todo el mundo. Establecieron los primeros imperios realmente globales y urdieron juntos la primera red comercial global. Las expediciones imperiales europeas transformaron la historia del mundo: de ser una serie de historias de pueblos y culturas aislados, se convirtió en la historia de una única sociedad humana integrada.”
Pero probablemente la consecuencia más importante del descubrimiento fue dar inicio a la Historia Universal. Como indica Ramiro de Maeztu en su gran obra “Defensa de la Hispanidad”:
“Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya.”
“Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una aristocracia hispánica ha de añadir a su lema el de hermandad. Los grandes españoles fueron los paladines de la hermandad humana. Frente a los judíos, que se consideraban el pueblo elegido, frente a los pueblos nórdicos de Europa, que se juzgaban los predestinados para la salvación, San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al Cielo los hijos de la India, y no sólo los brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los parias intocables.
Ésta es una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el nuestro. Y como creo en la Humanidad, como abrigo la fe de que todo el género humano debe acabar por constituir una sola familia, estimo necesario que la Hispanidad crezca y florezca y persevere en su ser y en sus caracteres esenciales, porque sólo ella ha demostrado vocación para servir este ideal.”
6.- ARTE Y LITERATURA
La historia del Arte de España es especialmente rica y tiene sus primeras manifestaciones en el albor de los tiempos. Las cuevas de Altamira en Cantabria son consideradas como la Capilla Sixtina del arte rupestre universal, las esculturas iberas del Levante español (la Dama de Baza o la Dama de Elche), el arte romano disperso por toda la península, las iglesias medievales o el arte musulmán, el barroco, etc. han llegado hasta nuestros días en perfecto estado. Dice Ricardo de la Cierva:
“Asombra que el arte rupestre aparezca en Altamira no como un torpe balbuceo sino en la cumbre misma de la perfección. La maestría expresiva y tal vez simbólica en lo pictórico va a constituir una constante hispánica desde Altamira a los grandes maestros del Siglo de oro, a Francisco de Goya y los pintores geniales del siglo XX. Claudio Sánchez Albornoz se niega a aceptar sin más que lo español no aparezca como tal hasta el siglo VIII y rastrea con fuertes motivos de verosimilitud los rasgos configuradores de lo hispánico a partir de la Prehistoria y la Protohistoria. Creo que tiene toda la razón; lo hispánico es demasiado rico y complejo como para retrasar sus orígenes hasta un momento en que ya estaba vigente, en sus formas primerizas que luego fueron cuajando con los milenios, en la perfección expresiva de los bisontes de Altamira.”
Los artistas de España, genios que llenan las páginas de la historia del arte español, son conocidos y renombrados en todo el mundo: Velázquez, Goya o Dalí en pintura; Gaudí en arquitectura; Chillida en escultura; Cervantes, Calderón de la Barca y Lope de Vega en literatura; Manuel de Falla en música… Son nombres que se oyen en los círculos artísticos y culturales internacionales y han sido embajadores de la cultura española en el arte universal.
Pequeñas iglesias prerrománicas y románicas son buenos ejemplos del arte cristiano medieval español. La España del siglo XVI recibió la influencia del Renacimiento italiano, ya que muchos artistas españoles visitaron esta tierra para aprender y adquirir, de primera mano, las innovaciones estéticas y técnicas que allí estaban surgiendo. El Renacimiento español se caracteriza por la importancia que adquirió la temática religiosa, puesto que la Iglesia ejercía el principal mecenazgo de las artes. La pintura y la literatura florecerían especialmente durante el siglo XVII en el llamado Siglo de Oro en el que Sevilla, Madrid y Valladolid fueron activos centros artísticos que reunieron a artistas como El Greco, El Españoleto y Velázquez y a escritores como Cervantes o Quevedo.
La decadencia del Barroco llevó al Rococó y a continuación al Neoclasicismo, movimientos deudores de sus equivalentes franceses. El pintor más significativo del siglo XVIII español fue Goya. Autor de espléndidos retratos de la monarquía, posteriormente se centraría en temas políticos y sociales. Su uso como temática de la ocupación francesa de España para representar los horrores de la guerra fructificó en cuadros de gran emoción.
La contribución española la pintura del siglo XX puede resumirse en un intento de superar la competencia de la fotografía alejándose de la pintura figurativa con más o menos fortuna. El cubismo fue una reacción a los modos tradicionales de representación donde destacó Pablo Picasso. El surrealismo, surgido del radical movimiento iconoclasta del dadaísmo, buscaba explorar y expresar el subconsciente tanto en la pintura como en la literatura. Su gran maestro fue el español Salvador Dalí.
El arte español constituye uno de los mayores acervos culturales del mundo. Las primeras manifestaciones artísticas se remontan al paleolítico superior, destacando las pinturas rupestres de la cueva de Altamira y las del arco mediterráneo. La influencia de fenicios y griegos se manifestó en la orfebrería y la escultura.
Pintura Franco Cántabra: El primer arte de la humanidad aparece en la etapa de la Prehistoria durante el Paleolítico Superior (entre el 30000 y 8000 a. C.). Estas pinturas reciben el nombre de Franco-cantábricas, porque abarca sobre todo el sur de Francia y la cornisa cantábrica española. Pintura Levantina: Recibe este nombre por su ubicación en diferentes zonas del Levante español. Cronológicamente, se inicia en el Mesolítico (periodo intermedio de la Prehistoria entre el Paleolítico y el Neolítico), perdura en el Neolítico y se prolonga hasta la Edad de los Metales. Primeras construcciones. Monumentos megalíticos; edad de bronce medio y final en la península ibérica: Cultura de El Argar en el Sudeste de la Península: Almería y Murcia. Arquitectura megalítica en Baleares, cultura Talayótica: taulas, navetas y talayots. Algunas sociedades neolíticas desarrollaron a mediados del V milenio a.C. unas construcciones que empleaban grandes bloques de piedra llamados megalitos. La edificación de estos monumentos suponía la existencia de una organización social compleja, ya que exigía coordinación para el transporte y la colocación de estos grandes bloques.
El arte hispanorromano alcanzó su cenit en la época del Imperio (siglo I a.C.). De este período han quedado importantes vestigios como las murallas de Lugo, los teatros de Sagunto y Mérida, el acueducto de Segovia, Itálica en Sevilla o las numerosas muestras de este arte en Tarragona, entre otros. Arte que se desarrolla en la Península Ibérica desde el año 218 a.C. hasta el establecimiento definitivo de los visigodos en suelo hispánico en el año 476 d.C. El desarrollo fundamental del arte hispanorromano se produce en el ámbito de la arquitectura, el urbanismo y la ingeniería, creando numerosas ciudades de nueva planta, calzadas, puentes, acueductos, puertos y murallas. También construyen edificios de carácter público como los templos, teatros, anfiteatros y termas. La escultura tiene tres vías de desarrollo: influye y se mezcla con el arte prehistórico preexistente, se importa desde Roma y sirve de modelo para otras creaciones, o se realiza en los talleres hispánicos tanto por artistas griegos conocedores del arte clásico, como por artistas locales. Tiene especial importancia la escultura funeraria destinada a decorar sarcófagos, mausoleos y necrópolis, alcanzando su mayor originalidad y sus mejores logros en el género del retrato (siglo I a. C – siglo IV). También es rica su aportación en el arte del mosaico donde el repertorio de temas representados es de gran amplitud.
El arte paleocristiano se inició en el siglo III y le siguió, a partir del siglo V, el arte visigodo. De estos períodos han quedado importantes restos, como la necrópolis constantiniana de Centelles (Tarragona), la iglesia de San Juan de Baños (Palencia), los sarcófagos paleocristianos o la orfebrería visigoda. El arte en la península primer milenio: La Edad Media española se diferencia de la gran mayoría de los países europeos por un fenómeno histórico único: La Reconquista. La invasión de la península ibérica por los musulmanes en el año 711, produjo un cambio social, cultural y artístico respecto al anterior reino visigodo (mediados del siglo V hasta principios del siglo VIII). Surgió entonces una resistencia localizada en el territorio montañoso del norte peninsular, que a posteriori daría lugar a pequeños reinos y condados cristianos, que servirían de cobijo a la población huida procedente del sur. El arte hispanomusulmán se desarrolló desde el siglo VIII hasta el XV en varias etapas: del período califal destaca la mezquita de Córdoba; del período de los reinos de taifas perviven palacios bellamente decorados (Aljafería, Zaragoza); del arte almorávide se conserva la Giralda de Sevilla; y del período nazarí destaca la impresionante Alhambra de Granada.
En el norte de España se desarrollaron, durante estos siglos, diferentes manifestaciones artísticas, como el arte mozárabe (San Millán de la Cogolla, La Rioja), y el prerrománico asturiano (Santa María del Naranco, Oviedo) y catalán (iglesias de Terrassa). Bajo el título general de arte prerrománico englobamos a varios estilos artísticos separados en el tiempo pero que tienen características y soluciones que adelantan o anteceden al estilo románico.
A partir del siglo XI comienza a dominar en la España cristiana el arte románico, en el que tuvo una gran importancia la construcción de monasterios (Sant Pere de Rodes, San Martín de Frómista). El primer arte común de la Cristiandad europea adquirió en España una relevancia única y una personalidad muy marcada. La toma de conciencia de una espiritualidad cristiana colectiva, junto con el impulso a las peregrinaciones, favorecieron la expansión de las primeras formas artísticas comunes a toda Europa durante el Medievo. Entre el siglo X y el siglo XIII, y a través fundamentalmente del Camino de Santiago, penetraron en los reinos cristianos ibéricos las influencias de una nueva forma de trabajar en arquitectura, escultura y pintura, que aquí se enriquecería con la tradición ya existente, en particular gracias a la cercana presencia del arte musulmán andalusí.
A partir del siglo XIII, un nuevo estilo comienza a imponerse: el gótico, extendido por Europa gracias a la orden del Císter y que en España posee importantes ejemplos, como los monasterios de Poblet y Santes Creus (Cataluña), y las catedrales de León, Burgos y Toledo. La pintura y la escultura alcanzaron un gran auge durante el gótico, destacando la monumentalidad de las portadas y los retablos pintados al temple.
Paralelamente al románico y al gótico se desarrolló un estilo artístico peculiar de España, el mudéjar, fusión entre estilos cristianos y musulmanes y que tiene sus mejores ejemplos en Toledo y Teruel. A finales del siglo XV, comienza a dominar el arte renacentista, importado de Italia. En arquitectura destaca el Palacio de Carlos V (Granada) y el monasterio de El Escorial (Madrid), en escultura son fundamentales las obras de Alonso Berruguete y Juan de Juni, y por lo que respecta a la pintura son de destacar las obras de Juan de Juanes, Pedro Berruguete y, por encima de todos, la figura de El Greco. El barroco se desarrolló en España durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII. En arquitectura se acentuó lo ornamental (catedral de Murcia, palacio del Marqués de Dos Aguas de Valencia); en escultura proliferó la imaginería religiosa, destacando las obras de Gregorio Fernández y Juan de Mesa; y en pintura se asistió al mejor período de la historia del arte en España, destacando autores como Ribera, Zurbarán, Murillo y, sobre todo, el maestro Velázquez. A mediados del siglo XVIII comienza a imponerse el neoclasicismo, patente en la arquitectura del Museo del Prado, la vuelta a los cánones clásicos en escultura, y una pintura dominada por la figura de Goya. En las artes llamadas menores se alcanzó un enorme auge gracias a la protección real, manifiesta en las Reales Fábricas como la de tapices, fundada por Felipe V, y la de porcelana del Buen Retiro, creada por Carlos III. El romanticismo, ya en el siglo XIX, rompió con la estética neoclásica. De este período destaca el edificio de la Biblioteca Nacional y las pinturas de Mariano Fortuny o Pérez Villaamil. El modernismo triunfó especialmente en Cataluña, siendo su mayor representante Gaudí, autor de la Sagrada Familia y la Casa Milá, entre otras. El siglo XX ha estado influido por diversos estilos: el contacto con el ambiente parisino de principios de siglo, el aislamiento internacional tras la guerra civil y la apertura a nuevas tendencias a partir de la década de los cincuenta. La pintura española del siglo XX alcanzó grandes cotas de reconocimiento internacional, gracias a las figuras de Pablo Picasso, Joan Miró y Salvador Dalí.
En materia literaria España ha dado algunos de los mayores genios de la humanidad como Cervantes o Lope de Vega. Es, sin duda, uno de los ámbitos en los que las aportaciones a la civilización occidental y a la cultura universal son más innegables. Primero tenemos la narración oral de uno de los mitos más antiguos de Europa, como es el de Gárgoris y Habidis, luego las obras, ya escritas, en Latín por autores como Seneca, en hebreo o en árabe por nombres como Maimonides o Averroes, cumbres de sus respectivas culturas. Ya en lengua romance tenemos en el valenciano el primer siglo de oro de un idioma derivado del latín (antes que el italiano), con autores como Joanot Martorell y su famoso Tirant lo Blanch o Ausias March, o el gallego con las cantigas y autores como Rosalía de Castro. Pero sin duda es la lengua castellana, que acabaría imponiéndose en la península como lengua franca, convirtiéndose en el español, y exportándose a la América Hispana, donde alcanza mayor brillantez.
En la Edad Media tenemos ya joyas como el Cantar del Mio Cid entre los cantares de gesta, las Coplas a la Muerte de su Padre de Jorge Manrique o, más adelante, La Celestina de Fernando de Rojas. También es digno de destacar el trabajo de conservación cultural de Alfonso X el Sabio. En el Renacimiento tenemos autores tan destacados como el poeta Garcilaso de la Vega, los ascetas y místicos Fray Luis de León, Santa Teresa y San Juan de la Cruz y, por supuesto, a caballo ya con el barroco y el Siglo de Oro, Miguel de Cervantes y su obra magna El Quijote, cumbre de la literatura universal.
El Siglo de Oro precisamente es el periodo literario más destacado de la historia, no solo en España, sino en todo el mundo. Las polémicas entre Luis de Góngora y Francisco de Quevedo; el talento prolífico de Lope de Vega, que junto con Tirso de Molina y Calderón de la Barca componen el triángulo más destacado del teatro en cualquier lengua, en directa competencia con Shakespeare en el ámbito anglosajón y Moliere en el francófono; obras con la profundidad y belleza de El Alcalde de Zalamea o La Vida es Sueño, conforman una etapa insuperable.
Después del Neoclasicismo en el que destacaron José Cadalso y Gaspar Melchor de Jovellanos, llegó el Romanticismo con algunos de los mejores poetas de la lírica universal como José Espronceda y Gustavo Adolfo Bécquer o dramaturgos como José Zorrilla a quien debemos la versión más popular de uno de los grandes mitos de la literatura como el Don Juan Tenorio. El Realismo nos trajo obras cumbre como los Episodios Nacionales de Galdós o la Regenta de Clarín. Otros escritores destacados fueron el valenciano Vicente Blasco Ibáñez y la gallega Emilia Pardo Bazán.
La Generación del 98 tuvo como máximos representantes a Miguel de Unamuno, Ramón del Valle-Inclán con el teatro del esperpento, Pío Baroja en narrativa, José Martínez Ruiz “Azorín”, Antonio Machado en poesía o Ramiro de Maeztu en ensayo. La generación del 27 tuvo a destacados poetas de entre los que sobresale Federico García Lorca.
También los países hispanoamericanos aportaron grandes escritores en lengua española como Rubén Darío, Neruda, García Márquez, Borges o Vargas Llosa.
7.- HISPANOFOBIA Y LEYENDA NEGRA
Emilia Pardo Bazán emplea por primera vez la expresión “Leyenda Negra” para referirse a la propaganda antiespañola el 18 de abril de 1899 en la sala Charras de París durante una conferencia:
“En el extranjero se saben de sobra nuestras desdichas, y aun no falta quien con mengua de la equidad las exagere; sirva de ejemplo el libro reciente de M. Yves Guyot, que podemos considerar como tipo de leyenda negra, reverso de la dorada. La leyenda negra española es un espantajo para uso de los que especialmente cultivan nuestra entera decadencia, y de los que buscan ejemplos convincentes en apoyo de determinada tesis política.
Nos acusa nuestra leyenda negra de haber estrujado a las colonias. Cualquiera que venga detrás las explotará el doble, sólo que con arte y maña.
Tengo derecho a afirmar que la contraleyenda española, la leyenda negra, divulgada por esa asquerosa prensa amarilla, mancha e ignominia de la civilización en Estados Unidos, es mil veces más embustera que la leyenda dorada. Esta, cuando menos, arraiga en la tradición y en la historia; la disculpan y fundamentan nuestras increíbles hazañas de otros tiempos; por el contrario, la leyenda negra falsea nuestro carácter, ignora nuestra psicología, y reemplaza nuestra historia contemporánea con una novela, género Ponson du Terrail, con minas y contraminas, que no merece ni los honores del análisis.”
Poco después, es el valenciano Vicente Blasco Ibáñez quien utiliza la expresión en el mismo sentido en una conferencia en Buenos Aires en 1909:
“Quiero hablaros de la leyenda negra de España, surgida como una consecuencia de opiniones falsas vertidas en varios siglos de propaganda antipatriótica, […] Entremos ahora en el terreno de la conferencia, que, como antes lo he dicho, lleva por título ‘La leyenda negra de España’, título un poco vago, que parece pudiera referirse a todo aquello que en nuestro pasado se refiere a la intolerancia habida en materia religiosa.”
Julián Juderías y Loyot en su obra fundamental “La leyenda negra y la verdad histórica” es el primero en analizar y rebatir en profundidad la Leyenda Negra, apuntada por estos ilustres escritores, pero que ahora llegaba a los libros de historia. En ella Juderías da la primera definición completa de la Leyenda negra que, con el tiempo, se ha convertido en una referencia clásica para la historiografía no deformada por la propaganda antiespañola:
“…el ambiente creado por los relatos fantásticos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado sobre España fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad, y, finalmente, la afirmación contenida en libros al parecer respetables y verídicos y muchas veces reproducida, comentada y ampliada en la Prensa extranjera, de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas.”
“Si España, literariamente hablando, es un país de manolas y toreros, de holgazanes y de mujeres con la navaja en la liga, históricamente es un país de frailes y de inquisidores, de verdugos y de asesinos, de reyes sanguinarios y de tenaces perseguidores de la libertad y del progreso en todos sus órdenes.” Juderías resume así la percepción común de nuestro país, dentro y fuera de sus fronteras. En 1913, había sido premiado por la prestigiosa y difundida revista La Ilustración Española y Americana, por este libro. Puede decirse que con su publicación se abre un nuevo campo en los estudios históricos. Como dice Elvira Roca, Juderías: “Seguramente es el primero en darse cuenta de que las propagandas antiimperiales existen, y de que se fabrican imágenes arquetípicas negativas con el fin de perjudicar a las naciones a las que se teme”.
Juderías se propone combatir esta visión tópica, cuyo punto de partida se pierde varios siglos atrás: sitúa su origen en el doble y ambicioso objetivo hispánico del siglo XVI: la supremacía europea y la conquista de América. Su crítica a la leyenda negra se centra fundamentalmente en dos aspectos. Por un lado en los excesos y falsedades que comporta (por ejemplo en lo referente a la paradigmática Inquisición), y por otro en la constatación de que las mismas crueldades, intolerancias y tiranías que se quieren asociar a España están presentes en los demás países europeos, y con frecuencia en un grado superior. Juderías hace una defensa apasionada de la cultura y la obra de España tanto en Europa como en América. El autor desarrolla en su obra su creencia de que España está siendo injustamente atacada, mediante mentiras propagandísticas, desde hace varios siglos, tanto desde el resto de Europa, como incluso desde la misma España.
Juderías como hombre de su siglo rechaza la Inquisición, pero deja claro que los ataques contra España basados en ella son unos infundios, pues la Inquisición no representa nada extraordinario dentro de aquella época, ni más ni menos cruel que otras instituciones de Alemania, Inglaterra, Francia o Suiza. Deja claro en varias ocasiones durante el libro, que en ningún momento defiende a la Inquisición, a la que considera como un tribunal cruel y despiadado, pero que a pesar de ello no realizó los abusos de la que se le acusa y que fue «un instrumento en mano de los Reyes para mantener en la Península una cohesión espiritual que faltó por completo en los demás países, [lo cual] impidió que España fuese teatro de guerras de religión que hubieran causado un número de víctimas infinitamente superior al que atribuya a la represión inquisitorial más exagerada de sus detractores.»
El autor tampoco cree que la Inquisición tuviese un papel importante en el desenvolvimiento intelectual español, puesto que coincide con el Siglo de Oro de la cultura española, ni que representara una barrera intelectual con el resto de Europa, puesto que la traducción de obras españolas se realizó incluso en países como Suecia o Rusia, mencionando además a muchos intelectuales españoles que estudiaron o enseñaron en universidades del resto de Europa.
Podemos concluir que España siempre ganó todas las batallas menos la de la propaganda. Ante su superioridad ética, los enemigos de España tuvieron que urdir una leyenda negra que ocultase la grandeza moral de la actuación española, al servicio de Occidente y la Cristiandad, como hemos visto, en contraste con el oportunismo mediocre de otros. Pío Moa lo explica de este modo:
«Sorprende cómo una nación con tales desventajas logró sostener durante un siglo y medio una lucha de frente y por la espalda, por así decir, infligiendo a sus enemigos más reveses que los sufridos de ellos, y marcar los límites a la expansión turca, francesa y protestante, desarrollando al mismo tiempo una brillante cultura. Pero así ocurrió, según todo indica. En cambio perdió desde muy pronto la batalla de la propaganda política, que en sus formas modernas nació entonces, y nació en gran medida como propaganda antiespañola, consolidada en la llamada ‘Leyenda negra’, (…). A su vez, aunque España nunca fabricó una propaganda similar contra sus adversarios, la experiencia de aquel siglo y medio motivó en ella un cierto desprecio y resentimiento hacia el norte de los Pirineos.
En los siglos XIX y XX la ‘Leyenda negra’ caló también en España, y de modo muy pronunciado tras la crisis moral del 98 y la pérdida de las últimas colonias en América y el Pacífico. El rencor por la decadencia, atribuida al catolicismo, unido a las prédicas de la masonería y el liberalismo jacobino, hicieron de la Iglesia, en la mentalidad de las nuevas fuerzas revolucionarias y republicanas, el obstáculo principal a la modernización del país. Había que romper con la historia de España, y particularmente con su componente religioso.»
Esa leyenda negra, que se prolonga luego a la actuación española en América y se extiende en época contemporánea a las versiones maniqueas y tendenciosamente inverosímiles sobre la guerra civil y el franquismo, junto a una leyenda rosa sobre la segunda República, bastante difícil de conciliar con la realidad, es el principal sustento del antiespañolismo actual, lo que incluye desde los prejuicios antiespañoles de muchos países europeos al indigenismo que calumnia a los conquistadores en América o al separatismo de las regiones periféricas dentro de la propia España.
Resulta una tragedia nacional, que la leyenda negra fuera asumida por importantes sectores de la propia España, particularmente en ámbitos ideológicos izquierdistas, para convertirse en la premisa argumental básica de los nacionalismos periféricos, que tanto daño están haciendo en el actual panorama político.
La «Leyenda Negra» tiene su inicio en unas acusaciones personales contra Felipe II como asesino de su hijo don Carlos, de su esposa Isabel de Valois y del secretario Escobedo. Resulta curioso que el mundo Anglosajón fuera el depositario de esta leyenda, teniendo ellos a Enrique VIII, especialista en decapitar consortes (mandó ejecutar a varias de sus esposas por no darle un hijo varón). Ya que no se ha encontrado evidencia alguna que justifique estas acusaciones, deben tomarse como simplemente falsas. La supervivencia de la leyenda sobre don Carlos se debe a la popularidad de la Ópera de Verdi.
La primera manifestación de hispanofobia en Italia surgió vinculada al desarrollo del humanismo, lo que dio a la leyenda negra un lustre intelectual del que todavía goza. Más tarde, la hispanofobia se convirtió en el eje central del nacionalismo luterano y de otras tendencias centrífugas que se manifestaron en los Países Bajos e Inglaterra.
Otra parte de la «Leyenda negra» tiene que ver con la actuación del Duque de Alba en los Países Bajos, que si bien fue dura, no se diferenció mucho de la de cualquier ejército victorioso de la época. Más cínica resulta la acusación de ejecutar protestantes frente a las matanzas francesas. Además está la persecución contra los católicos en Inglaterra y otros países. Después de 1572 en los Países Bajos murieron más oponentes religiosos a manos de los calvinistas rebeldes que en todo el reinado de Felipe II bajo la Inquisición. La Inquisición es precisamente otro de los argumentos de la Leyenda Negra, completado en el presunto fanatismo religioso. Ya hemos puesto la forma en que Juderías lo rebatía.
En el contexto de la lucha contra el Imperio Otomano, que España cargaba sobre sus hombros y respecto al que la herejía protestante suponía una traición despreciable, la tensión originada por falsos conversos judaizantes, por la Quinta Columna morisca, añorante de Al-Ándalus, esperanzada por el poderío turco, presta a apoyar incursiones magrebíes y que se rebeló en Granada en 1568, y, finalmente, por la traición protestante, hubiesen justificado una inquisición española más dura que en otros países. Sin embargo no fue así, siendo la inglesa mucho más sangrienta. Como dice Pío Moa, «Si bien la Inquisición española no parece haber sido más cruel que las inquisiciones protestantes. Vale la pena recordar que la primera ocasionó unas mil ejecuciones, probablemente menos, en sus tres siglos de existencia, mientras que sólo el rey Enrique VIII hizo ejecutar triple número de católicos en Inglaterra, por entonces bastante menos poblada que España.»
La Leyenda Negra es, además, una manifestación de racismo antiespañol y, por extensión, antihispano. Elvira Roca lo expresa muy bien en su éxito editorial “Imperiofobia y Leyenda Negra”:
“Si hubiera reflejado un prejuicio antisemita o contra los negros, hace tiempo que constituiría delito, pero la hispanofobia pertenece a una clase de racismo que, por su nacimiento vinculado a un imperio, vive bajo el camuflaje de la verdad y arropado por el prestigio de la respetabilidad intelectual. (…) la imperiofobia es una clase de prejuicio racista hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo, pero mucho mejor disimulado, porque va acompañado de un cortejo intelectual que maquilla su verdadera naturaleza justifica su pretensión de verdad.”
Otro de los logros del trabajo de Elvira Roca es conectar la Leyenda negra con el presente y constatar cómo los prejuicios antiespañoles perjudican el desarrollo de España y la Hispanidad en el presente, limitando la presencia internacional de España y de la América hispanoparlante o dando alas al separatismo periférico de determinadas regiones españolas. También en lo relativo a la financiación, por ejemplo, en la última crisis de deuda:
“No hay por lo tanto más remedio que colaborar activa y lealmente para que ese monstruo de Frankenstein que es la Unión perdure y funcione bien. Pero esto hay que hacerlo sin papanatismos y sin perder el norte de los propios intereses. La Unión Europea debe servir para crear un espacio de convivencia donde puedan habitar en paz, prosperidad y solidaridad pueblos muy diversos, y no para que unos prosperen a costa de otros logrando por medios poco éticos y poco visibles una hegemonía que por otros procedimientos no lograron. Cuando llegó la crisis de 2007 nos convertimos en PIGS, esto es, directamente en cerdos, o en GIPSY, que es algo más pintoresco. Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobre coste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia.”
Si la Leyenda Negra constituye los cimientos de la argumentación antiespañola, el complejo de interioridad colectivo que, desgraciadamente, se sufre en España, es el primer piso. Precisamente la vergüenza por esa gloriosa historia, dando validez a los tópicos más absurdos y repugnantes, es el sentimiento que más alimentan los nacionalistas más antiespañoles, que aparecen así como alternativa a esa herencia histórica. Quien abraza el separatismo, pretende independizarse no sólo de los lazos administrativos centrales, sino de la misma historia de España. Si nos fijamos bien, veremos que la historia de España no tiene nada que envidiar a la de ningún país de nuestro entorno, más bien al contrario. Es, no sólo la más gloriosa, sino la que tiene una dimensión ética más acentuada.
Esto no quiere decir, lógicamente, que la historia de España sea perfecta. La de ningún pueblo lo es. No pretendemos lanzar una leyenda rosa sobre la actuación española en el mundo, ni alentar versiones acríticas y maniqueas, donde los españoles sean siempre los buenos y los extranjeros los malos. No es el patrioterismo chabacano e irracional lo que queremos defender (el mismo patrioterismo chabacano e irracional que está detrás de la Leyenda Negra). Sólo queremos reconducir las cosas a sus justos términos. Debemos estar orgullosos de la historia de la madre Patria, que es también nuestra historia, de sus aciertos y de sus errores, también de sus errores, porque todo junto es lo que nos hacer hoy ser como somos. Intentar independizarnos de nuestra historia es intentar romper nuestras raíces y eso equivale a amputar nuestro futuro. Eso es especialmente absurdo cuando esa historia, aun reconociendo sus sombras, es la que presenta unas luces más brillantes de cuantas naciones componen la comunidad universal.
Otra de las causas de este complejo es el pesimismo y la falta de fe en las propias capacidades de los españoles generadas por tantos siglos de decadencia. Desde la derrota de la Armada Invencible hasta la Guerra Civil, pasando por el desastre del 98, la pendiente histórica en que España estuvo inmersa, fue realmente desalentadora para cualquiera. Era cierto, además, que en aquella coyuntura no se podía vivir de glorias históricas pasadas, sino que había que pensar en la modernización y mirar al futuro. Esto, sin embargo, no justifica la dimisión de la españolidad que supone aceptar este complejo de inferioridad tan infundado como detestable.
Ya en el siglo XIX esa baja autoestima nacional empezaba a manifestarse, y un escritor tan genial (y poco sospechoso de conservadurismo) como Larra lo criticaba en su artículo: «En este país», del que reproducimos algunos fragmentos:
«Este fiel representante de una gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país, fue no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas.
(…)
Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día con él; y yo que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina como un anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente.
Don Periquito es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. (…)
El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él.
– ¡Cosas de España! -me repitió.
– Sí, porque en otras partes colocan a los necios -dije yo para mí.
Llevóme en seguida a una librería, después de haberme confesado que había publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librero respondió:
– Ni uno.
– ¿Lo ve usted, Fígaro? -me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir. En España nada se vende; vegetamos en la ignorancia. En París hubiera vendido diez ediciones.
– Ciertamente -le contesté yo-, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones.
En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre.
(…)
Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:
– ¡Qué basura! En este país no hay policía. (Higiene)
En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo.
Metió el pie torpemente en un charco.
– ¡No hay limpieza en España! -exclamaba. En el extranjero no hay lodo.
(…)
¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!
(…)
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España! , contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado por los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo».
Una cosa es el sentido de profunda autoexigencia y autocrítica del que nos debemos vanagloriar y otra es el desánimo y el complejo de inferioridad que no llevan a ningún sitio. La frase de Ortega y Gasset: «España es el problema y Europa la solución» y que podemos considerar la versión intelectual del «Don Periquito» del artículo de Larra antes mencionado, resume un poco esta cuestión. El, por lo demás, genial filósofo, se muestra aquí poco afortunado. Presenta una visión utópica del continente europeo, que responde más a buenos deseos que a un análisis serio. Cierto que España estaba en su época, necesitada de modernización y de cosmopolitismo, y que el espejo de una Europa más desarrollada y próspera podía ser útil, pero de ahí a esa hipérbole medía un abismo. Con buen criterio Unamuno sostenía que más que europeizar España, lo que había que hacer era españolizar Europa. Probablemente habrían venido bien ambas cosas. Es deseo de todo buen patriota que su patria aporte valores al mundo, pero para ello antes debe creer en sí misma.
Frente al enfoque del patriotismo de otras naciones que les ha llevado a la autocomplacencia, a justificar sus errores, a falsear la historia y, en última instancia, al egoísmo colectivo, los españoles y en general, todos los hispanos, todos los caballeros de la Hispanidad de sus diferentes patrias, podemos decir con orgullo que nuestro patriotismo es autocrítico. Nuestra historia en tan gloriosa que no necesitamos falsearla. Nuestra decadencia fue tan profunda que no podemos disimularla. Tenemos tantas victorias y tantas derrotas en el recuerdo que entendemos mejor que nadie que el patriotismo bien entendido no excusa los fracasos, sino que aprende de ellos, no se deja hundir por los errores sino que saca fuerzas para corregirlos en la racional convicción de que España vale la pena, de que podemos ayudar a construir un futuro mejor para las nuevas generaciones si no renunciamos a seguir existiendo como pueblo.
Como dice H de Montherlant: «España es una de las naciones más odiadas de Europa porque es diferente y porque es noble, dos rasgos que sólo se le perdonarían si tuviera poder, y no lo tiene.»
8.- POLEMICA SOBRE EL NACIMIENTO DE ESPAÑA
En la España moderna es recalcitrante el debate histórico sobre el momento de su nacimiento como patria o como nación. La historiografía clásica solía fijar este momento en la unión de los reinos de Castilla y Aragón propiciado por el matrimonio de los Reyes Católicos, pero una corriente moderna afín a las tesis izquierdistas y nacionalistas pretende retrasar la formación de España hasta fechas muy recientes, incluso negar que exista en cierto modo, atribuyendo la categoría de nación a algunas de sus regiones (curiosamente aquellas con movimientos secesionistas operativos en la actualidad, aunque no sean las que mayor justificación histórica podrían aducir) y dejando a la nación española un papel residual o identificándolo con Castilla.
Que estas modernas tesis son políticamente interesadas al servicio de los nacionalismos periféricos y del antiespañolismo, que ya hemos estudiado en relación a la Leyenda Negra es evidente. España existe como conciencia de vecindad y carácter propio desde los celtiberos y, según algunos, incluso desde Altamira, como unidad política desde la Hispania romana y como unidad política independiente desde el Reino Visigodo. Los Reyes Católicos son los primeros en superar la sociedad feudal basada en las relaciones de vasallaje y crear un estado moderno. España es, pues la nación más antigua de Europa y el primer estado moderno del mundo.
Como dice Rodríguez Casado:
“Por eso, porque existen algunas razones de unidad, pronto aparecen ciertas características psicológicas permanentes, enunciadas desde los tiempos más primitivos y mantenidas en el transcurso de los años, como el apasionado amor a la independencia o esa sobriedad, esa resistencia corporal y espiritual que sostuvo a los españoles en las guerras celtibéricas, en las aventuras marítimas, en la empresa americana, en las heroicas acciones de los guerrilleros y en tantas otras ocasiones en que fue preciso gritar: ‘No importa’.”
San Isidoro de Sevilla eleva a España a la categoría de Primera Nación de Occidente en su libro «Historia Gothorum»: “Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la Nación Goda. Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre… Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciares, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros… Y por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó y, aunque el mismo poder romano, primero vencedor, te haya poseído, sin embargo, al fin, la floreciente Nación de los Godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad del imperio.”
Esa idea de una única entidad «hispana» procedente de la Hispania romana y, sobre todo, del Reino Visigodo, pervivió en la mitología e imaginario de los escasos núcleos donde la invasión árabe no consiguió penetrar al comienzo de la reconquista. Pocos años después de la batalla de Guadalete, en el 711, nada quedaba del Reino Visigodo, salvo pequeños reductos liderados por nobles norteños. A partir de este punto, la denominación de España se entendía como los reinos cristianos de la península. Por ejemplo, en tiempos del rey Mauregato de Asturias fue compuesto el himno «O Dei Verbum» en el que se califica al apóstol Santiago, patrón de la España cristiana, como «dorada cabeza refulgente de “Ispaniae”».
Las tesis negacionistas de la existencia de la nación española o que retrasan su nacimiento hasta momentos recientes aducen que los Reyes Católicos no fundan ninguna nación, ni tan siquiera un Estado ya que los distintos reinos siguen teniendo sus propias normas y derechos, su propia fiscalidad y su propia moneda, aunque sí tienen ya instituciones comunes como la propia Corona o la Inquisición. Esta teoría fija el nacimiento de España en la unificación legislativa borbónica. Negar que la nación española existiera antes de los Borbones porque Castilla y Aragón tenían diferentes leyes, es como negar que exista USA ahora, porque los estados de Tejas y Oregón las tengan, o como decir que España desapareció con las autonomías porque las asambleas de las CCAA tienen funciones legislativas. El estado moderno se define como la persona jurídica dotada de poder soberano y titular de relaciones en el orden internacional. Parece obvio que la España de los Reyes Católicos cumplía esta definición. Isabel y Fernando tenían claro que, con su matrimonio, estaban forjando una unidad, por mucho que mantuvieran las instituciones de sus reinos separados. España era una sola voz en el orden internacional y pronto fue la voz más poderosa de todas, lo que trajo un Nuevo Mundo y protegió al viejo de la aniquilación otomana.
A nivel político nace la monarquía autoritaria en la que los monarcas dejan de ser un noble más, como un primus inter pares para convertirse en soberanos. Esto representa un cambio de mentalidad política fundamental, pues el poder deja de fundamentarse en unas relaciones de lealtad personal de origen feudal para sostenerse en un ideal patriótico y religioso. Fernando el Católico es el creador del concepto de “razón de estado” y con él, del primer estado moderno de la historia, configurando a España como la nación-estado más antigua de Europa. España no es el feudo de un señor ni será después, como las naciones protestantes de incipiente capitalismo, un negocio. España es una misión.
Otra teoría fija el nacimiento de España, como el de todas las naciones modernas, en la reacción anti-napoleónica. Pensamos más bien que la guerra de la independencia no es la causa, sino el resultado de la existencia de la Nación Española. No es que se cree una identidad nacional como resultado de la guerra contra Napoleón, sino que esa guerra es una prueba de que esa identidad nacional ya existía antes, por eso se veía en Pepe Botella a un tirano, pelele de una potencia extranjera cuyo gobierno era incompatible con la libertad, al ser incompatible con la independencia de la patria. El pueblo percibía que el castellano, el aragonés o el navarro eran compatriotas (como el catalán o el vasco), mientras que el francés era extranjero. Si esa percepción no hubiera sido previa a Napoleón, no se hubieran producido levantamientos contra él. La conciencia de españolidad no se crea luchando contra Napoleón, sino que es la causa de que se luche contra Napoleón, preexistiendo al conflicto. En todo caso, si las naciones modernas se crean con la lucha anti-napoleónica (salvó la propia Francia que tendría su origen en la revolución francesa) y, por tanto, la Nación Española no podía existir antes de esa fecha, tampoco podían existir, por el mismo motivo, ninguna de las fantasmagóricas naciones regionales que los separatistas se inventan. Curiosamente, los mismos que muestran un celo dogmático en la defensa de esta teoría para sustentar la inexistencia de la Nación Española antes de esa fecha, no suelen tener inconveniente en aceptar naciones o proto-naciones periféricas de raigambre medieval sustentándolas en instituciones arcaicas cuyo sentido falsean. Incurren claramente en una contradicción sonrojante. Como dice el historiador Fernando Paz:
“En términos políticos, la nación no existe hasta que el vocablo adquiere un sentido político, claro; y eso sucede a fines del siglo XVIII y, en el caso español, durante la Guerra de Independencia, a comienzos del XIX. Por tanto, el mismo Perogrullo podría firmar que no puede haber nación política antes de esa época, en que se argumentará que no existe más que una unidad de mercado, o una cierta homogeneidad cultural o una parcial conciencia común, nunca una nación. Así que todo debate al respecto es estéril.
Pero aunque la nación política, producto inaugural de la edad contemporánea (Goethe aseguraba que la nación había nacido en Valmy, al son de los acordes de La Marsellesa) no pueda ser anterior, la nación histórica sí lo es. Y de España puede asegurarse que lo ha sido –nación histórica- muchos siglos antes de ser nación política.
¿Alguien cree que de no haber existido España podría haber emergido la nación a partir de 1808? ¿Puede, acaso, crearse una nación sobre la nada?”
Las innovaciones administrativas de los Borbones no crean España, ni la reacción anti-napoleónica tampoco. España ya estaba ahí. Los españoles ya compartíamos un destino de gloria o decadencia cuando nos sacudimos el yugo francés de un manotazo.
Lo primero que tendríamos que dilucidar para aclarar la cuestión es el propio concepto de nación, vinculado al de patria. La ciencia política estudia a la nación a través del nacionalismo moderno post-revolucionario, lo cual no es un método válido para quienes quieran tener una perspectiva más completa. Las teorías nacionalistas básicamente se agrupan en dos: las basadas en la voluntad de los nacionales de seguir juntos, es decir, de constituir una nación en esos términos, con lo que la nación pasaría a ser un referéndum continuo, una consulta cotidiana; y las basadas en una serie de características culturales, lingüísticas, religiosas o raciales comunes.
Ninguna de las dos nos parece válida. En regiones con movimientos nacionalistas periféricos (disgregadores) importantes, pero con sectores “unionistas” también amplios como Quebec, Irlanda del Norte o, en España, Cataluña y las provincias Vascas, tendríamos naciones que aparecen o desaparecen a golpe de encuesta según la distribución separatistas-unionistas cambiase del 49-51% al 51-49 de día en día, si aplicaremos la primera teoría. Además las sub-regiones de mayoría diferente a la general podrían re-independizarse a su vez. Así en Euskalerria, la fantasía vasco-navarra de los separatistas peneuvistas y etarras, Vizcaya y Guipúzcoa podrían, tal vez, sumar mayoría separatista en un momento dado, pero difícilmente en Alaba o Navarra. Incluso dentro de Navarra el resultado sería diferente en el Norte o en el Sur ¿Tendríamos que ir calle por calle, incluso, individuo por individuo diciendo este pueblo es español y su vecino no, o esta casa pertenece a la nación vasca y la de enfrente a la española? ¿Tendría un padre nacionalista que utilizar el pasaporte para acceder a la habitación de su hijo españolista?
Eso sin contar agresiones al sentido común como la mayoría pro-británica en Gibraltar sustentada en los beneficios del contrabando ¿Existe la nación gibraltareña porque sus espabilados habitantes prefieren ser colonia rica de dueños mansos a hombres libres artífices de su destino?
Tampoco la segunda teoría resulta satisfactoria. En España tenemos dos ejemplos de nacionalismo, uno lingüístico, el catalán y otro racista, el vasco. Cuando un andaluz o un senegalés aprenden catalán ya son catalanes. Si un nacido allí no lo habla no lo es. Su imperialismo sobre el Reino de Valencia o las Islas Baleares se sustenta en la errónea creencia de que el valenciano y el mallorquín son dialectos del catalán. Aunque lo fueran (que no lo son) ello justificaría tanto hablar “dels països catalans” como suponer a Portugal una nueva “Galicia del sur” por las semejanzas entre el portugués y el gallego. Es obvio que en una misma nación se pueden hablar varios idiomas y que un mismo idioma se puede hablar en varias naciones. Y lo mismo con las razas (pese a las pintorescas pretensiones nacionalistas sobre el RH vasco), las religiones, etc. Es obvio que las naciones se forjan sobre una cierta homogeneidad cultural, étnica y lingüística y, sobre todo, sobre una unidad de creencias, facilitada a España por el Catolicismo, pero estos ingredientes no funcionan de una forma mecánica, sino que facilitan la formación de una nación o de un sentimiento de patria, cuando se asume un destino común.
La definición de nación o de patria habría que buscarla, por tanto, más en esa asunción de destino en común, que en las características que lo facilitan. Un grupo de individuos, clases sociales y territorios constituye una nación, pertenecen a la misma patria, cuando representan un mismo papel en el escenario de la historia universal. Cuando son percibidos como tal desde el exterior. Basar el concepto de nación en su aportación histórica como pueblo es más enriquecedor que basarlo en una voluntad cambiante e inestable o en una serie de características interpretadas de un modo arbitrario. Ni que decir tiene que todas las aportaciones que los castellanos, valencianos, catalanes, gallegos, canarios o vascos han realizado a la historia universal, las han realizados como españoles acompañados de compatriotas de otras regiones de España. Almogávares valencianos, aragoneses y catalanes defendieron Constantinopla; burgueses valencianos financiaron el descubrimiento que organizó Castilla, pero donde navegaron marinos gallegos y vascos; teólogos castellanos, pero también navarros y vascos, alumbraron Trento, que luego defendieron santos de toda la península. Todos los pueblos de España encontraron unidos su destino, todos ellos participaron en empresas comunes de un modo decisivo en la historia universal.
Desde el punto de vista jurídico el constituyente español tuvo que decidir en 1978 si España iba a ser formalmente un estado plurinacional o una nación – estado. Finalmente se optó por una situación intermedia, el estado autonómico que define a España como “nación de nacionalidades”. Si se busca nación y nacionalidad en un diccionario se verá que son términos sinónimos. En la terminología constitucional, sin embargo, la nacionalidad aparece definida como una región cualificada o como una “cuasi-nación” cuando se dice que:
“La Constitución se fundamente en la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común en indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” art. 2º CE.
Los distintos Estatutos de Autonomía (las normas máximas de los gobiernos regionales, constituidos en España como “Comunidades Autónomas”) pueden definir sus respectivos territorios como nacionalidades o como regiones, pero no como naciones, so pena de inconstitucionalidad, ni en el articulado ni en el preámbulo. Es sólo una de las múltiples causas de inconstitucionalidad del último Estatuto catalán (el famoso “Estatut”, objeto de numerosas polémicas políticas en los últimos años) y del Plan Ibarreche vasco.
España fue la primera en asumir un destino histórico en lugar de limitarse a sobrevivir. Asumió cargar sobre sus hombros la vanguardia en defensa de Occidente y la cristiandad en Granada, en Lepanto, en América y en territorios suficientes como para que en España nunca se pusiera el Sol. Por eso España es la nación más antigua de Europa.
Regresamos a Fernando Paz:
“El nacimiento del Estado en Europa es un proceso lento, que comienza a cocerse en el ecuador del segundo Medievo y se culmina en algún momento de la época moderna. En España, el Estado se forja como consecuencia del fortalecimiento de la corona y de su victoria sobre las pretensiones nobiliarias de independencia, algo que sucedió de forma muy visible durante el reinado de Isabel y Fernando, al disponer a la nobleza al servicio de la corona –con las correspondientes contraprestaciones recopiladas en las leyes de Toro-.
Una segunda característica en la construcción del Estado es el proceso de homogeneización de la sociedad impulsado por la corona, algo que sus católicas majestades emprenden con plena conciencia. La creación de la Inquisición obedece a ese propósito: el ansia de unidad es real, y por eso, existiendo las dificultades de índole institucional que existen –siglos de diferencias entre unos reinos y otros- lo que hacen es recrear una institución olvidada que puede realizar esa función. Y esa institución es la Inquisición, porque no existe instrumento más adecuado a fines del siglo XV que el que proporciona la religión.
Es absurdo pretender que la unidad se efectúa una vez que se produce la unificación institucional; es mucho más cierto que esta se realiza debido a que ya existe una conciencia del ser español. Que lo institucional y esa conciencia no son una misma cosa queda patente en la defensa que de Cataluña hacen los austracistas los cuales, mientras pelean por España, se oponen a las pretensiones felipistas de la unificación legislativa e institucional.
No hará falta, supongo, recordar que dicha unificación había sido planteada ya en 1626 por el conde-duque De Olivares a través de la Unión de Armas, aunque no se culminase debido a las resistencias encontradas.
(…)
Y España existe como realidad política –como nación histórica, si se quiere, y está bien quererlo así- desde el siglo VI; sí es la entidad política más antigua de Europa, aunque quizá admita el cotejo con la Francia que aún se denominaba Galia.
España surge por defecto, como las demás naciones de Europa, a la caída de Roma, sucediera tal cosa como sucediera. La desaparición de la arquitectura imperial obliga a emerger a aquellas unidades administrativas romanas, hasta entonces subalternas, como entidades con personalidad política propia.
Será el reinado de Leovigildo el que revele un propósito decidido de alcanzar la unidad. La derogación de la prohibición de los matrimonios mixtos entre visigodos e hispanorromanos, y la pretensión de expulsar a bizantinos y suevos para unificar territorialmente la península, refleja la existencia de ese anhelo de unidad. Resistiéndose a abandonar la fe arriana, habrá de ser su hijo Recaredo el que entienda que la unidad pasa necesariamente por la unificación religiosa, verdadera razón de ser del reino y vínculo esencial de la comunidad hispana, primero, e hispanovisigótica, más tarde.
Cuando en 589, en el III Concilio de Toledo, Recaredo proclama la catolicidad del reino, se culminará ese propósito unificador. En el reino visigodo de fines del siglo VI, la existencia de España será un hecho.
Por eso, cuando en la edad media comience a hablarse de España como una comunidad histórica, religiosa y cultural, se hará referencia al reino visigodo como verdadero fundador de España. La división de reinos no limitaba ese sentimiento hispano, sino que incluso lo potenció. De ahí los ‘Reges vel príncipes Hispaniae’, que son, en palabras del cronista Muntaner, del siglo XIII, ‘una sola carne y una sangre’.”
CONCLUSIONES
El juicio desfavorable a las capacidades de los españoles que se tiene en muchos sectores, incluso en la propia España, y la minusvaloración que se realiza de sus aportaciones a la Civilización Occidental se basa en un análisis histórico muy deformado por la Leyenda Negra, de fechas muy recientes, de la revolución industrial en adelante. Si la historia de la humanidad fuera la vida de una persona, la revolución industrial hubiese ocurrido hace sólo una semana, de modo que este periodo no es significativo y, aun en este, existen notables excepciones a esa pretensión. En España, con su clima benigno que invita a la exuberancia, su «sub-raza mediterránea» menos dotada para la abstracción y su fanatismo religioso liberticida, según sus detractores, surgió la primera civilización de Europa, la de los Tartesos. En España se fundó la primera ciudad de Europa, Gadir (Cádiz), mucho antes que Roma o Atenas. De España provenían los emperadores romanos de una de sus dinastías más exitosas y en España nació su filósofo más destacado (Séneca).
Con su catolicismo irredento, a partir de cierto punto central de su historia, culpable del retraso según los propagandistas protestantes, España es el único territorio del mundo que habiéndose islamizado retornó al orden cristiano. De España partieron las carabelas que descubrieron un nuevo mundo, arrancándole un continente al mar y a la barbarie bajo el signo de la cruz, lo que completó el mapa del mundo, dio paso a la universalización de la historia, creó la Hispanidad como fuerza cultural global, única capaz de rivalizar con la anglosajona en nuestros días, cambió la imago mundi, sirvió de catalizador para la revolución científica y elevó el conocimiento de la humanidad exponencialmente, además de garantizar el predominio de Europa sobre la historia de la humanidad durante los siguientes siglos. El Imperio Español ha sido el más grande conocido por la historia en todo el mundo, en cuyos territorios nunca se ponía el sol. Los debates sobre los justos títulos de justicia son el mayor hito del derecho europeo desde la recepción del derecho romano, y la escuela de Salamanca y la segunda escolástica española, la escuela de filosofía más destacada en occidente durante varios siglos.
Incluso en tiempos recientes y a pesar de nuestra decadencia política, existen españoles con aportaciones notables a la ciencia o a la inventiva tecnológica, como por ejemplo De la Cierva con la invención del autogiro o los descubrimientos médicos de Severo Ochoa, entre otros muchos. Todo eso sin contar las aportaciones en arte y literatura, habitualmente más reconocidas. El régimen de Franco, además de ser el primer vencedor del bolchevismo en los campos de batalla, ha sido, sin duda, la experiencia política más exitosa del siglo XX en Europa, responsable de un desarrollo económico y social sin precedentes, que fue conocido, incluso entre sus detractores, como el «milagro español». Parece que no está mal, para una “sub-raza” incapaz de la abstracción, distraída por un clima benigno, que predispone para la exuberancia y fanatizada por el papismo de Roma, como pretenden sus detractores.
Coincidimos con Fernando Paz en que podemos cifrar el nacimiento de España como nación histórica o, simplemente, como patria, en la conversión de Recaredo en 589, en el III Concilio de Toledo, cuando abandona la herejía arriana y proclama la catolicidad del reino. En ese momento existe España, con una mixtura étnica y un bagaje cultural y espiritual que la definen hasta nuestros días. Con la reconquista más que un nacimiento, lo que se produce es un renacimiento, después del paréntesis musulmán. Pero para que en 589 naciera España hizo falta un desarrollo feliz que culminara en esa fecha, un largo proceso que se inicia con la llegada a la península de los pueblos celtiberos o, siguiendo a Claudio Sánchez Albornoz y a Ricardo de la Cierva, aun antes, desde que los primeros sapiens arcaicos salieron de África y pintaron bisontes en Altamira.
Igual que decíamos en un trabajo anterior que los hispanoamericanos actuales no podían negar ni a su padre español ni a su madre indígena, el pueblo español presente no puede negar a su padre visigodo ni a su madre hispanorromana, ni esta, a su vez, al padre romano ni a la madre celtibera, ni ella a sus ancestros fenicios, griegos, cartagineses y, por supuesto, iberos y celtas. Todos estos pueblos con su carga de sabiduría ancestral y sus arquetipos heroicos, que encuentran en el cristianismo su realización definitiva, con su fiero afán de independencia, su espíritu de lucha incansable, su acentuado sentido del honor, su indisciplina que sólo se domestica cuando pone sus esfuerzos al servicio de un ideal noble y grande, conforman la patria capaz de forjar un Imperio en cuyos territorios no se ponía el sol, la patria eterna y fecunda que supo ser, en sus mejores horas, el brazo de Dios en el mundo.
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