Por Luis Reed Torres
–IX–
Con dificultosos saltos sobre brasas ardientes para hacer valer su política de recuperación de la riqueza petrolera mexicana –tal y como se vio en la entrega anterior–, el Presidente Plutarco Elías Calles declaró que la disputa con Estados Unidos podría ser sometida a arbitraje internacional en La Haya, y adicionalmente extrajo un inesperado as de la manga: decidió utilizar unos documentos secretos que se habían obtenido en la embajada estadunidense y que consistían en mensajes cruzados entre el embajador Sheffield y el secretario de Estado, Kellogg, en el sentido de provocar algún acto de México que justificara la intervención armada, o bien apadrinar de plano una revolución contra el gobierno callista. Si se proseguía la bárbara presión (Calles envió copias de esa documentación a la Casa Blanca), México haría internacionalmente públicas las aviesas intenciones contra nuestro país y exhibiría mundialmente la catadura moral que animaba a la Casa Blanca, ocupada en ese momento por Calvin Coolidge (1927).
«La medida surtió efecto –dice Luis G. Zorrilla, del Servicio Exterior Mexicano–, pues Coolidge declaró a la prensa el 25 de abril que los Estados Unidos aceptaban la reforma agraria mexicana siempre que se cubriera indemnización, siendo en general sus demás declaraciones conciliatorias. Sheffield fue llamado el 22 de septiembre y el día 30 del mismo mes los dos Presidentes conversaron por teléfono al inaugurarse la comunicación directa entre las dos capitales. El nuevo embajador escogido para México fue el abogado Dwight Morrow. Los documentos en cuestión fueron declarados fraudulentos, aunque en realidad unos eran auténticos con adiciones…» (Zorrilla, Luis G., Historia de las Relaciones Entre México y los Estados Unidos de América, 1800-1958, México, Editorial Porrúa, S.A., Tercera Edición, 1995, Tomo II, 601 p., pp. 408-409).
Por su parte, Lorenzo Meyer asevera lo que sigue al referirse a este punto:
«El ofrecimiento mexicano de arbitrar las diferencias tuvo lugar cuando el período del Presidente Coolidge llegaba a su fin y, sobre todo, dio pie a que varios legisladores demócratas estadunidenses –particularmente los senadores William E. Borah y Robert M. La Follete– se opusieran al uso de la fuerza contra México.
«Para el Departamento de Estado –agrega– quedó claro entonces que la utilidad de Sheffield y de su enfoque frente a la situación mexicana estaban agotados. El Presidente Coolidge decidió entonces poner en marcha un proyecto alternativo: la negociación, pero para ello necesitaba a un nuevo embajador en México» (Meyer, Lorenzo, James R. Sheffield (1924-1927), en Suárez Argüello, Ana Rosa: coordinadora, En el Nombre del Destino Manifiesto: Guía de Ministros y Embajadores de Estados Unidos en México, 1825-1993, México, Instituto Mora y Secretaría de Relaciones Exteriores, 1998, 380 p., pp. 246-247).
Y todo quedó listo para recibir a Morrow…
Arribado a México a fines de octubre de 1927, Dwight Whitney Morrow no perdió tiempo y de inmediato se dispuso a cumplir cabalmente su misión, que no consistía sino en la preservación de los intereses estadunidenses, aunque con un estilo personal de características muy peculiares.
Abogado de profesión, de posición económica individual absolutamente desahogada y asociado de antaño con la alta finanza a través de la poderosa firma J.P. Morgan, Morrow no parecía a priori el individuo más a propósito para tratar espinosos asuntos con el gobierno mexicano en un momento tan difícil. A juzgar por sus antecedentes de íntima amistad con Coolidge y de las credenciales de banquero que lo revestían y arropaban, se pensó inicialmente que sería un émulo de su antecesor Sheffield. Tanto así que se llegó a decir que después de Morrow llegarían los marines.
Pero la sorpresa fue completa…
Mucho más inclinado a lo práctico que a la pérdida interminable de tiempo en discusiones teóricas; mezcla del seductor intelectual que aúna a elegantes y aun exquisitos modales un poderoso puño de acero para hacer prevalecer los puntos de vista de su país, aunque delicadamente disimulado en guante de seda; entusiasta estudioso del idioma español, conocedor de nuestra historia y amante del paisaje mexicano al que elogiaba cálidamente; fino psicólogo de hombres y de masas y naturalmente intuitivo para captar situaciones; sutilmente amistoso y certero en el uso de la lisonja; enemigo de la prepotencia y de la soberbia y considerado a sí mismo como inmejorable conciliador y mediador, Dwight Whitney Morrow se entrevistó tres veces en quince días con el Presidente Calles y el entendimiento fue tan completo que súbitamente las tensiones diplomáticas descendieron de manera ostensible.
Para diciembre de 1927, Morrow ya había gestionado la visita a México del famoso escritor y humanista Will Rogers y del coronel Charles Lindbergh, en la cúspide de su fama tras cruzar en solitario el Atlántico, quien voló a México sin escalas desde Washington en su legendario avión The Spirit of Saint Louis.
«El pueblo no se percató –escribió más tarde Josephus Daniels, embajador de la Casa Blanca con los Presidentes Abelardo Rodríguez, Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho– de que Morrow había proyectado la visita de Will Rogers y de Charles Lindbergh para satisfacer el atractivo que tiene para los mexicanos el espíritu de fiesta y para congraciarse con el pueblo y sus líderes. Esto logró más que todas las notas formales y el protocolo que haya concebido la diplomacia de la vieja escuela. Y cuando el romance se agregó a la aventura, Morrow brillaba con el reflejo de esa gloria, como también lo hizo en la diplomacia de astucia» (Daniels, Josephus, Diplomático en Mangas de Camisa, México, Talleres Gráficos de la Nación, derechos registrados por Salvador Duhart M. y The University of North Carolina Press, 1949, 623 p., p. 338. El romance al que se refiere Daniels es que el que protagonizaron Charles Lindbergh y Anne Morrow, hija del embajador, al conocerse en México, y que culminó en matrimonio).
Así las cosas y aunque parezca increíble, Morrow consiguió en hora y media de conversación con Calles lo que Sheffield se vio impedido de obtener en dos largos años de agria relación diplomática con don Plutarco. Y aunque se desconoce con exactitud el contenido preciso de las pláticas, es de suponer que el embajador combinó astucia, encanto y fuerza para lograr sus propósitos. En otras palabras, le hizo notar al Presidente la inconveniencia de continuar chocando un día sí y otro también en el marco de un peligroso juego que, al final y fatalmente, perdería México frente a su poderoso vecino, pues el caso es que ambos llegaron a un acuerdo para poner fin al conflicto a través de un cambio radical en la legislación mexicana.
En tal tesitura, el 17 de noviembre de 1927 la Suprema Corte de Justicia de la Nación dictó sentencia favorable en el caso de la Mexican Petroleum Company of California que, como las otras compañías, había objetado la cancelación de los permisos de perforación y se había rehusado a cambiar sus derechos perpetuos por concesiones de cincuenta años. Esta sentencia declaró inconstitucionales los artículos 14 y 15 de la Ley del Petróleo de 1925 y virtualmente siguió los principios asentados en 1921 –época de Obregón–, cuando la Texas Oil Company había recibido una resolución a su favor luego de ampararse ante la corte mexicana.
El esplendoroso triunfo de Morrow consistió, naturalmente, en lograr la modificación de la Ley del Petróleo, de modo que los derechos adquiridos por las empresas antes de 1917 fueron reconocidos de manera absoluta, con supresión del límite de cincuenta años. Y aunque Morrow cedió en lo referente a la premisa de los «actos positivos» –que comprometía a los extranjeros a demostrar que se habían dedicado a la búsqueda de combustible en los campos antes de la Constitución de 1917—, ésta quedó planteada de tal manera que prácticamente se incluían todos los terrenos adquiridos por las empresas estadunidenses antes de 1917. El embajador, hombre práctico ante todo, concedió también que los títulos de propiedad fueran cambiados por concesiones, lo que carecía en realidad de importancia, ya que era puramente formal. Por lo que toca al asunto de la reforma agraria que afectaba las propiedades estadunidenses, tampoco se vio Morrow en grandes aprietos, toda vez que Calles se mostró por esos días menos interesado en destruir el latifundio.
Al ocuparse de estos acontecimientos que significaron un viraje de ciento ochenta grados en la postura asumida hasta entonces por Calles, el historiador Lorenzo Meyer asienta que tras platicar con Morrow, «y sin mayores problemas», el Presidente «convenció al Poder Judicial de la conveniencia de declarar inconstitucionales –por retroactivas– varias partes de la ley de 1925. Tampoco le costó trabajo al Presidente de convencer al Congreso de que aprobara una nueva ley que, siguiendo los principios expuestos por las cortes, confirmara a perpetuidad los derechos adquiridos por los petroleros antes de febrero de 1917, aunque sólo si éstos podían demostrar claramente que los tenían y los habían empezado a ejercer antes de esa fecha. La nueva legislación entró en vigor el 3 de enero de 1928. Para las empresas petroleras estadunidenses y angloholandesas, el que la ley exigiese el examen de los títulos para confirmarlos fue un trago amargo, pero que Washington consideró aceptable, pues se trataba de un requisito meramente simbólico e indispensable para que Calles no fuera acusado de doblegarse ante la presión de Estados Unidos» (Meyer, Lorenzo, Dwight W. Morrow (1927-1930), en Suárez Argüello, Ana Rosa: coordinadora, En el Nombre del Destino Manifiesto, Op. Cit., p. 250. Énfasis de Luis Reed Torres).
En el mismo tenor, Meyer agrega lo siguiente en otro lugar:
«En realidad, el embajador no se empeñó en lograr que la posición jurídica de Washington en relación con temas controvertidos fuese reconocida oficialmente por México; lo que le importaba era el resultado práctico. De modo sistemático, Morrow buscó que la acción mexicana fuera en los hechos, aunque no necesariamente en la forma compatible con el interés económico o político de Estados Unidos; y, para lograrlo, procuró que el gobierno mexicano apareciera actuando por propia voluntad y no como resultado de la presión externa (…) El embajador prefirió en todo momento la zanahoria al garrote. Siempre le gustó poner el acento en los beneficios mutuos, y dejó en el trasfondo, como mero sobreentendido, el costo que Estados Unidos podría hacer pagar a México si sus respectivos intereses nacionales volvieran a chocar» (Ibidem, p. 251. Énfasis de LRT).
Y más adelante, Meyer remata así sus conceptos:
«El cambio que entonces tuvo lugar en la relación de México con su vecino del norte no se debió, desde luego, sólo al nuevo enfoque que Morrow dio a la relación diplomática; tan o más importante fue el viraje del Presidente Calles y de los callistas (…) Fue el cambio de actitud de Calles, su pérdida de entusiasmo por la reforma agraria, por ejemplo, lo que permitió a Morrow lograr algunos éxitos en la constante lucha de la embajada estadunidense por impedir expropiaciones agrarias que afectaran intereses de sus conciudadanos» (Loc. Cit., p.253).