Por: Gustavo Novaro García
El jueves por la noche nos sacudió una noticia bomba: el ex secretario de la Defensa Nacional durante el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018), Salvador Cienfuego Zepeda, había sido detenido en el aeropuerto de Los Ángeles, cuando viajaba con su familia, a solicitud de la agencia antinarcóticos estadounidense, conocida como DEA, por sus siglas en inglés.
Desde el primer momento surgieron dudas. El anuncio no provino de fuentes oficiales, si no que lo dio a conocer la ex corresponsal en México del The New York Times, Ginger Thompson, colaboradora ahora de la organización ProPublica. Posteriormente, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, en un tuit la validó, al informar que el hecho se lo había confirmado el embajador Christopher Landau. En su conferencia mañanera del viernes 16, Andrés López señaló que 15 días antes Landau le había transmitido que Cienfuegos estaba bajo investigación, aunque en México no había ninguna carpeta abierta en la cual estuviera involucrado el general de cuatro estrellas.
Los cargos, que se conocerían poco después, incluían conspiración para introducir drogas a Estados Unidos y lavado de dinero. Se mencionaba que Cienfuegos había usado su cargo para fortalecer a un grupo, escisión del cártel de Sinaloa, que encabezaba Juan Francisco Patrón Sánchez, conocido como el H2. Además, Cienfuego Zepeda sería juzgado en la misma corte de Nueva York, a donde fue trasladado, en donde se enjuicia al ex secretario de Seguridad Pública, de Felipe Calderón, Genaro García Luna, arrestado en Texas el año pasado.
Durante el gobierno peñanista, nunca surgieron rumores de corrupción por parte de Cienfuegos. Por el contrario, se le consideraba muy comprometido en la lucha contra el crimen organizado; en tanto, grupos de izquierda lo acusaron de encubrir una matanza de delincuentes acaecida en el poblado de Tlataya en el estado de México en el 2014, y la participación de soldados en Iguala, cuando desaparecieron los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa.
El daño a la reputación a las fuerzas armadas nacionales es el más grave en memoria reciente. En 1990 el entonces secretario de Marina de Carlos Salinas de Gortari, Mauricio Scheleske, renunció en medio de la sospecha, el primero en no concluir un gobierno desde Rodolfo Sánchez Taboada, muerto en el cargo en 1955, aunque oficialmente lo hizo por razones familiares.
A raíz del secuestro y asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena, el entonces procurador de Justicia de EU, William Barr advirtió que pediría la extradición de los ex secretarios de Defensa y Gobernación de Miguel de la Madrid, Juan Arévalo Gardoqui y Manuel Bartlett Díaz y del exprocurador Enrique Alvarez del Castillo, pero eso no ocurrió.
De mayor relevancia y un caso concreto, ocurrió cuando con el encarcelamiento en 1997, del general Jesús Gutiérrez Rebollo acusado de brindar protección al capo Amado Carrillo Fuentes. Gutiérrez Rebollo era entonces el zar antidrogas del país. Murió en el hospital central militar en diciembre de 2013.
Desde la rendición de Antonio López de Santa Anna tras la batalla de San Jacinto, en abril de 1836, ningún general mexicano de tan alto rango e importancia había sido capturado y humillado por los organismos militares o policiacos del vecino del norte.
Resulta muy raro que las cantidades por las que se acusa a Cienfuegos sean pequeñas en comparación al tráfico de drogas; que el H2 fuera abatido en Tepic por la Marina, y quien elevara su voz en contra del hecho fuera en esa oportunidad, Andrés López; y que el militar hubiera utilizado su teléfono personal para estar en contacto con el criminal. Además, alguien que sospechara de estar bajo la mira de la DEA no visitaría Estados Unidos o confiaría plenamente en su impunidad.
Por lo pronto, la imagen del ejército ha sido muy golpeada, quienes sirvieron bajo su mando estarán bajo sospecha y el gobierno mexicano se ve un testigo impotente frente a los actos de fuerza de nuestros vecinos. Estaremos atentos al desarrollo de los acontecimientos.