Por: Luis Reed Torres
–XIII–
Sobre la actitud sumisa de último momento que las empresas adoptaron al enterarse de la decisión irrevocable del gobierno mexicano de recuperar nuestra riqueza petrolera –aspecto que traté en la entrega anterior–, un importante estudio señala con atingencia lo que sigue: «La demostración numérica de la capacidad económica de la industria estaba perfectamente demostrada, y si las empresas esperaron hasta última hora para ceder es porque nunca creyeron que habrían de verse en la necesidad de ceder, porque tenían demasiada confianza en su poderío económico para doblegar a un país económicamente débil como México; les faltó visión política, no capacidad económica para cumplir el laudo; es decir, les sobró orgullo y les faltó penetración» (Bach, F., y De la Peña, M., México y su Petróleo, México, Editorial México Nuevo, 1938, 78 p., p. 58).
Y aunque se ha publicado cientos de veces en las más diversas fuentes, nunca será ocioso reproducir en su parte conducente el Decreto de Expropiación Petrolera:
«Artículo 1°.- Se declaran expropiados por causa de utilidad pública y a favor de la nación, la maquinaria, instalaciones, edificios, oleoductos, refinerías, tanques de almacenamiento, vías de comunicación, carrostanque, estaciones de distribución, embarcaciones y todos los demás bienes muebles e inmuebles de propiedad de: la Compañía Mexicana de Petróleo ‘El Águila’, S.A., Compañía Naviera de San Cristóbal, S.A., Compañía Naviera San Ricardo, S.A., Huasteca Petroleum Company, Sinclair Pierce Oil Company, Mexican Sinclair Petroleum Corporation, Standford y Compañía Sucesores S. en C., Penn Mex Fuel Company, Richmond Petroleum Company of Mexico, Compañía Petrolera El Agwi, S.A., Compañía de Gas y Combustible Imperio, Consolidated Oil Company of Mexico, Compañía Mexicana de Vapores San Antonio, S.A., Sabalo Transportation Company, Clarita, S.A., y Cacalicao, S.A., en cuanto sean necesarios a juicio de la Secretaría de Economía Nacional para el descubrimiento, captación, conducción, almacenamiento, refinación y distribución de los productos de la industria petrolera.
«Artículo 2°.- La Secretaría de Economía Nacional, con intervención de la Secretaría de Hacienda como administradora de los bienes de la nación, procederá a la inmediata ocupación de los bienes materia de expropiación y a tramitar el expediente respectivo.
«Artículo 3°.- La Secretaría de Hacienda pagará la indemnización correspondiente a las compañías expropiadas de conformidad con lo que disponen los artículos 27 de la Constitución y 10 y 20 de la Ley de Expropiación, en efectivo y en un plazo que no excederá de 10 años. Los fondos para hacer el pago los tomará la propia Secretaría de Hacienda del tanto por ciento que se determinará posteriormente de la producción del petróleo y sus derivados, que provengan de los bienes expropiados y cuyo producto será depositado, mientras se siguen los trámites legales, en la Tesorería de la Federación» (Diario Oficial, 19 de marzo de 1938).
Ahora bien, como ha quedado claro en lo reseñado hasta aquí en las entregas anteriores, la expropiación, más que directamente provocada para reivindicar los derechos sobre el subsuelo, sirvió para resolver un conflicto laboral y para hacer cumplir la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Así, las compañías pensaron que entre los bienes expropiados no se hallaba el petróleo del subsuelo que, según alegaban desde hacía muchos años, les correspondía de conformidad con la legislación vigente antes de 1917. Las concesiones que se habían confirmado de las otras compañías y de particulares no afectados por el decreto del 18 de marzo permanecieron vigentes y provenían de derechos adquiridos antes de la promulgación de la Constitución. Quedaba, pues, una laguna que había que llenar, y precisamente eso hizo Lázaro Cárdenas en su Informe del 1 de septiembre al Congreso de la Unión.
«La expropiación de los intereses que representan las compañías petroleras –aseveró el Presidente ese día– no pueden dar origen al pago de ninguna compensación o indemnización por el petróleo ni por los demás carburos de hidrógeno que haya en el subsuelo, puesto que pertenecen al dominio directo de la nación conforme al párrafo IV del artículo 27 constitucional, y siempre han pertenecido según nuestra tradición jurídica. Tampoco puede originar un derecho de compensación o indemnización por cuanto a los perjuicios que aleguen los concesionarios, es decir por la privación de las ganancias que hubieren podido obtener al seguir en el disfrute de las concesiones, porque al otorgarse éstas la única causa tenida en cuenta por la nación fue la que hubiera una inversión de los concesionarios que hiciera posible la explotación de la riqueza petrolera, que siempre ha sido considerada como de utilidad pública. Las concesiones se otorgan por un largo plazo justamente para que los concesionarios puedan recuperar sus inversiones, y el importe de éstas es lo único que el Estado se encuentra obligado a garantizar. Por lo tanto, como la rebeldía que asumieron las compañías petroleras las invalidó para seguir haciendo uso de sus concesiones y mantener la explotación para proseguir recuperando sus inversiones, el Estado debe reconocer que esta invalidación general de las concesiones sólo causa a los concesionarios un daño equivalente a la parte de las inversiones debidamente justificadas, que no haya sido aún recuperada por ellos, daño por el cual se les ha de compensar.
«Y para evitar en lo posible que México se pueda ver en el futuro con problemas provocados por intereses particulares extraños a las necesidades interiores del país –remató Cárdenas ante el Congreso–, se pondrá a consideración de Vuestra Soberanía que no vuelvan a darse concesiones del subsuelo en lo que se refiere a petróleo y que sea el Estado el que tenga el control absoluto de la explotación petrolífera» (Informe Presidencial del 1 de septiembre de 1938. Énfasis de Luis Reed Torres).
De estas últimas líneas se desprendió la adición constitucional que reforzó las definiciones estatales en la materia:
«Tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos o minerales radioactivos, no se otorgarán concesiones ni contrato, ni subsistirán los que, en su caso, se hayan otorgado, y la nación llevará a cabo la explotación de esos productos en los términos que señale la Ley Reglamentaria respectiva… « (Carreño Carlón, José, Retórica del Auge y del Desplome, en El Auge Petrolero: De la Euforia al Desencanto, México, UNAM, (Facultad de Economía), 1987, 303 p., p. 67).
Por otra parte, una vez conocido el Decreto de Expropiación, en tanto que la prensa inglesa y estadunidense llenaron de improperios a México y a los mexicanos y recomendaron un escarmiento ejemplar para que nadie más en ninguna parte del mundo osara atentar contra las propiedades extranjeras, nuestro país vivió días de júbilo popular como no se había visto desde la consumación de la independencia en 1821. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales entregaron todo tipo de pertenencias –desde valiosas joyas y ropa fina hasta gallinas y marranos–, en un conmovedor esfuerzo por contribuir al pago de las indemnizaciones por los bienes expropiados. El 23 de marzo, en el Zócalo capitalino, una multitud de decenas de miles de ciudadanos expresó su beneplácito por la decisión expropiatoria y escuchó entusiasmada un mensaje presidencial.
De vuelta a la reacción internacional, la de la Casa Blanca no fue particularmente áspera como podría haberse esperado, aunque desde luego no dejó de protestar por lo ocurrido. El embajador estadunidense en ese tiempo era Josephus Daniels, acreditado en México desde la época del Presidente Abelardo Rodríguez, y quien se mostró en todo momento simpatizante de Cárdenas, así como Dwight Morrow había hecho lo propio con Calles. Daniels había sido Secretario de Marina y tuvo de Subsecretario a Franklin Delano Roosevelt, ahora Presidente de Estados Unidos. Con tal carácter, Daniels ordenó el bombardeo y desembarco yanqui en Veracruz en 1914, para derrocar a Victoriano Huerta. Y cuando casi veinte años más tarde fue designado por Roosevelt como su representante en nuestro país y alguien insinuó que posiblemente fuera vetado por el gobierno mexicano, Roosevelt repuso: «Si los mexicanos no pueden tratar con Daniels, tampoco podrán tratar conmigo» (Daniels, Josephus, Diplomático en Mangas de Camisa, México, Talleres Gráficos de la Nación, derechos registrados por Salvador Duhart M., The University of North Carolina Press, 1949, 623 p., p. 7).
Desde luego, Daniels recibió el beneplácito del gobierno mexicano…
Por lo demás, el embajador estadunidense estaba más interesado en una estrecha alianza de Estados Unidos con México y el resto de Iberoamérica frente a las potencias del Eje, que en la defensa a ultranza de los intereses de las compañías expropiadas. Además, el total de la inversión petrolera en México era inglés en más del 60 por ciento y, en todo caso, si nuestro país requería en determinado momento asesoría técnica y financiera después de la expropiación, Estados Unidos podría intervenir para vender a los ingleses el petróleo que éstos habían perdido en México, o bien que nuestro país surtiera el energético a Washington al precio que fijara éste. De hecho, la Standard Oil, por ejemplo, resultó mucho menos afectada de lo que parecía, pues justo antes de la expropiación había colocado a buen precio una gran parte de sus acciones en manos de particulares yanquis y luego obtuvo jugosos ingresos con a baja cotización internacional impuesta al petróleo mexicano.
En otras palabras, los trusts petroleros podían amortiguar o protegerse de la expropiación directa de los campos de México, con todas las inconveniencias que esto representaba, si en cambio fijaban posteriormente el precio del energético.
En el mismo orden de ideas, el investigador Lorenzo Meyer dice que la recién formulada política de «Buena Vecindad» que pregonaba Roosevelt, tenía como propósito «aislar a la región de las influencias europeas». Agrega que el hecho de que México «hubiera podido superar tan rápido y tan a fondo las tensiones con Wahington, provocadas por las políticas sociales y nacionalistas del Presidente Cárdenas, fue, en buena medida, obra del embajador Daniels» (Meyer, Lorenzo, Josephus Daniels, 1933-1942, en Suárez Argüello, Ana Rosa: coordinadora, En el Nombre del Destino Manifiesto. Guía de Ministros y Embajadores de Estados Unidos en México, 1825-1993, México, Instituto Mora y Secretaría de Relaciones Exteriores, 1998, 380 p., p. 263).
Más adelante, Meyer asienta lo que sigue, también en referencia a Daniels:
«Su visión de lo que convenía a Estados Unidos en relación con el desarrollo económico, social y político en México –apoyar el cambio a pesar de que afectara negativamente a ciertos intereses de los inversionistas estadunidenses–, se basaba en la experiencia de Daniels como viejo militante del Partido Demócrata y colaborador cercano, en el segundo decenio del siglo, del Presidente Woodrow Wilson y su política reformista…» (Ibidem, p. 264).
Finalmente, agrega que Daniels «minimizó el daño que el nacionalismo revolucionario del Presidente Cárdenas hizo a la relación con Estados Unidos y, cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, la colaboración entre los dos países vecinos tuvo una intensidad no experimentada nunca antes» (Loc. Cit., p. 265).
(Concluirá en la próxima entrega)