Por: Voniac Derdritte
Capítulo 4
Una vez que hemos entendido lo que es la identidad y sus diferentes manifestaciones, dediquemos esta segunda parte del tema al estudio de sus diversas manifestaciones en nuestro día a día. Dicho de otra forma, ¿cómo influye nuestra identidad nuestro comportamiento? ¿Es posible que ella sea una de las fuerzas psico-sociales más poderosas, incluso, la más fuerte? Este tema es de extrema importancia, pues de su comprensión dependerá la correcta lectura del siguiente capítulo, que buscará responder a las preguntas: ¿Será que de la comprensión del fenómeno de la discriminación dependerá la paz o la guerra entre las naciones en los tiempos por venir? Y si es tan importante dicho tema, por ¿por qué no se estudia y discute públicamente?
Antes que nada, afirmemos que como científicos sociales no podemos darnos el lujo o la soberbia autoridad de juzgar emocionalmente los fenómenos naturales como “buenos” o “malos”, “justos” o “injustos”, “bellos” o “feos”, etc. Ésa no es nuestra labor. No somos poetas. Nuestro propósito es, antes que nada, observar y comprender cómo funciona el mundo natural, para poder después analizar fríamente a la naturaleza humana, y entender cómo ésta se manifiesta individual o socialmente. Posteriormente, una vez que se haya asimilado dicho conocimiento, hemos de juzgar las prácticas de los grupos humanos con base en el impacto mediblemente positivo o negativo que dichas conductas y acciones tengan sobre ellos mismos. Finalmente, nunca debemos olvidar que vivimos en un ecosistema natural disfrazado de sociedad “civilizada”, y que por lo tanto, sin importar cuánto nos esforcemos por promover y recrear sólo los comportamientos más productivos aprendidos, siempre, al hacerlo, otro grupo habrá de sufrir penurias como consecuencia. Así como en la naturaleza para que unos animales vivan otros deben morir, también en la sociedad humana, para que unos se desarrollen plenamente otros han de resultar afectados negativamente. No vivimos en una utopía ni en un cuento de hadas. El alumno inteligente habrá de mantener esa realidad siempre presente.
Desde que nacemos, se nos ha dicho ininterrumpidamente que la discriminación es algo malo, que no debemos rechazar o despreciar al prójimo, que debemos ser incluyentes, amigables con todos…y sin embargo, que NUNCA debemos hablar con extraños (sin especificarnos jamás qué es un “extraño”). ¿Incongruente? Sí, pero sólo cuando se analiza dicha contradicción superficialmente. Lo anterior es realmente un choque psicológico entre la ideología postmoderna de la gente, por un lado, y el instinto, por el otro. Vamos por partes. ¿Por qué debemos ser incluyentes y no hacer de lado a nadie? Al final, la respuesta automática, es decir la que proviene de la adoctrinación y no de la razón, y que surge siempre, tarde o temprano, es “porque todos somos personas, porque todos somos iguales, porque todos tenemos sentimientos y merecemos respeto”. Por otro lado, la indicación de nunca interactuar con extraños, emana del razonamiento natural de que ese extraño psicológicamente significa “lo desconocido”. Esa incertidumbre, concluyen nuestros padres, abre la puerta a la baja o alta probabilidad de que las intenciones de ese foráneo conlleven un peligro potencial para nosotros, los hijos, y por lo tanto, será mejor evitarlas. Dicho razonamiento, en el peor de los casos, herirá los sentimientos de ese extraño al hacerlo sentirse discriminado, pero paralelamente, asegurará nuestra seguridad. No hace falta mencionar que en un incontable número de especies del mundo natural podemos observar el mismo comportamiento de prevención y defensa de las crías ante la presencia de un ser desconocido.
Una vez que ya hemos comenzado a entrar en materia, pero antes de profundizar y comenzar a unir el tema del capítulo anterior y con el de éste, resulta prudente definir qué es la discriminación. La palabra “discriminar”, según la Real Academia de la lengua Española, significa “seleccionar excluyendo” o bien, “dar trato desigual a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, etc.” Como podemos ver, tenemos dos significados, uno neutral, y el otro ideológico, pues mientras uno afirma lo que la palabra significa en todos y cada uno de los casos en los que ésta se pueda utilizar, es decir, hacer una selección y excluir mientras ésta se hace, el segundo resulta completa y deliberadamente impreciso al incluir el “etc.”, dando pie así a un sinfín de interpretaciones, connotaciones, y sobre todo, repercusiones legales y sociales. Dicho con otras palabras, si discriminar significa “seleccionar excluyendo”, y al mismo tiempo discriminar es algo malo, como todos nos lo dicen, entonces por pura lógica hemos de concluir que “seleccionar excluyendo” es por lo tanto, también algo malo. Y si además, paralelamente, tenemos en mente que el Estado y su monopolio de la fuerza existen para protegernos siempre del mal, tome éste la forma que sea, entonces tenemos la receta perfecta para un desastre, pues será el Estado (siempre al servicio de la Élite Internacional) el que decida lo que es discriminación y lo que no. Nunca deberíamos olvidar que es éste el mismo razonamiento y actuar el que ha provocado la aprobación de toda clase de leyes demenciales en el mundo con tal de “no discriminar a las personas” (para ejemplos de tales leyes y sus efectos en la sociedad, búsquese en internet los casos estadounidenses en los que han sido aprobadas normas para permitir a hombres disfrazados de mujeres ingresar a los baños femeninos, con el fin de que éstos, al identificarse a sí mismos como “mujeres”, no sufriesen de discriminación al no poder acceder previamente a dichos sanitarios).
Nosotros, como guardianes de la razón, no habremos de caer en las trampas ideológicas, producto de la subjetividad, ya descritas en el párrafo anterior, y en consecuencia con ello, habremos de utilizar el significado objetivo y neutral de la palabra para entender su manifestación real y auténtica en el mundo, que como comúnmente sucede con las fuerzas de la naturaleza, tiende a ser constructiva y destructiva a la vez.
El ser humano por naturaleza es un ser social, lo sabemos todos. Lo vemos, lo vivimos y lo confirmamos día a día, pero lo que nadie nos dice es por qué. Dos razones entre muchas. Por un lado, el ser humano es débil físicamente, en comparación con muchos animales, y por el otro, es muy inteligente, en comparación con los demás seres vivos del planeta. Ello significa que el hombre tiene dos estímulos fundamentales para crear lazos sociales, que no son otros que la necesidad de compensar su carencia de poder físico con la fuerza del grupo, y además, su intrínseca curiosidad e inclinación a comunicar ideas y sentimientos, independientemente de su complejidad o trivialidad. En términos simples: el ser humano sabe instintivamente que “la unión hace la fuerza”. Dicha unión, como sucede con muchos animales, no es pública, abierta a todos, sino tribal e identitaria. ¿Por qué? Porque contrario a lo que experimentamos hoy en nuestro entorno consumista, en la naturaleza la copiosidad de recursos es una rareza. En pocas ocasiones hay abundancia, y si la hay, no es para siempre. Ello provoca la competencia de grupos y la supremacía del más fuerte, pilares esenciales del mejoramiento de las especies y su adaptación al medio como persecución de su perfeccionamiento biológico en la Tierra. Habiendo tenido lugar dicho fenómeno desde los inicios de la vida en el planeta hasta nuestros días, nosotros, así como el resto de los seres vivos sociables, hemos evolucionado para ser grupalmente competitivos, y crear lazos con los miembros de nuestra propia tribu. Ello, dicho con palabras simples, significa que tendemos a formar grupos, “tribus”, cohesionadas por una identidad en común, que trabajan hacia un objetivo en común (trascedente o trivial). Luego entonces, si varios grupos humanos tienen un mismo objetivo pero éste es cuantitativamente limitado, habrá irremediablemente competencia entre ellos. Comencemos a aterrizar lo anterior, y lo aprendido hasta ahora, a nuestra vida común y corriente del siglo XXI para que quede más claro. Usaremos el ciclo vital de una persona cualquiera para comprender el tema de hoy.
En una sociedad como la nuestra, tan avanzada tecnológicamente, pero tan inconsciente y ciega, tendemos a olvidar que nosotros no estamos por encima ni por debajo de la naturaleza, sino que SOMOS una expresión de la naturaleza, y que nuestro comportamiento es regulado por ésta y sus leyes, así como como sucede con toda especie que habita en nuestro planeta. La única diferencia, en muchos sentidos una mera ilusión, es nuestra siempre debatible capacidad de raciocinio y libre albedrío, pues aunque es cierto que nuestra inteligencia nos permite tergiversar nuestra naturaleza, no por ello significa que podamos disociarnos de nuestros instintos más arraigados, aquellos que nos han permitido sobrevivir por millones de años, como por ejemplo, el desarrollo de una identidad colectiva y nuestra siempre presente inclinación a organizarnos en grupos con una identidad en común.
Una característica de la naturaleza del ser humano es, al igual que en muchísimos animales, la de compararse con los demás para crearse una imagen positiva o negativa de sí mismo. Es decir, antes de que exista el “yo”, existe el “tú”. No es de genios afirmar que todos los seres vivos capaces de ver, tienen una visión en primera persona. Lo interesante, y mucho más difícil de concebir, son las consecuencias psicológicas de que esa visión nos dificulte vernos a nosotros mismos antes que a los demás. Cuando uno es un bebé, no tiene la capacidad cognitiva de razonar que él existe, o sea, no es capaz de concebir el “yo”, sino que simplemente reacciona a estímulos externos o fisiológicos. Es decir, provenientes de un “tú”. Si siente hambre, llora, mas no razona que tiene hambre hasta una edad mucho más avanzada. Dicho desde su perspectiva, produzco un llanto instintivamente para que un “tú” (mi madre) me alimente. Yo no existo, pero sí el hambre (un primer “tú”), y mi madre (un segundo “tú”). Por supuesto, un bebé de algunos meses no es capaz de razonar lo que he expuesto. Se podría argumentar que el bebé llora porque él decide que quiere llorar, pues siente hambre, pero ello no tiene sentido, porque eso significaría que él podría decidir también no lanzar ningún llanto estando hambriento, lo cual, es imposible, pues el autocontrol necesita fundamentalmente de la capacidad de raciocinio, y ésta, es inexistente sin el lenguaje, el cual adquirirá sólo hasta una edad más avanzada. En conclusión, el bebé siente estímulos, pero no sabe que él existe. El mundo está habitado sólo por “tús”. Conforme el infante va creciendo y adquiriendo el lenguaje, poco a poco su capacidad de razonar va aumentando, y en algún momento, dependiendo de su mayor o menor IQ, como una chispa de luz en medio de la obscuridad, el “yo” nace. Para ese momento, el bebé estará ya completamente habituado a identificar a todos los “tús” a su alrededor, es decir, “tú, mi madre”, “tú, mi padre”, tú, mi hermana”, “tú, X elemento conocido de mi entorno”, y sólo ante los “tú, desconocido” llorará instintivamente como mecanismo de alarma y estrés ante un potencial peligro. El llanto representa un llamado de urgencia a los “tús” conocidos, pues el bebé sabe que entre ellos, su familia, su tribu, su grupo, él está seguro.
Hagamos un paréntesis en este momento. Como podemos apreciar, ya en esta etapa tan temprana de su vida, a partir de los pocos meses de edad, el bebé ya hace una “selección excluyendo”, es decir, ya discrimina permanentemente. Llora con los desconocidos y no lo hace con los conocidos. ¿Significa ello que el bebé es un discriminador lleno de odio y prejuicio? Vamos, claro que no. Pensar eso sería una estupidez. Simplemente el bebé, al contrario de todos nosotros, no ha sido adoctrinado por décadas sin parar, y por lo tanto, expresa su naturaleza más instintiva de una forma explícita y desinhibida. Al ser desconocidos, el bebé llora, y nosotros, los desconocidos, ante su discriminación, no reaccionamos con indignación, sino que, respondiendo a otro instinto natural que se da recurrentemente en los animales y que también poseemos, ejercemos la tolerancia. Simplemente, no le damos importancia. No es más que una cría, pensamos, él no lo hace a propósito y no sabe lo que hace, concluimos. Lo mismo hacen los animales con sus jóvenes.
Conforme el bebé vaya creciendo, hasta convertirse en un niño, irá creando y reafirmando su identidad individual y de grupo paralelamente. Comenzará a imitar los comportamientos de sus padres y hermanos, actuar como se lo indiquen éstos, por ejemplo, decir “gracias”, “por favor”, autocontrolar su propio comportamiento, etc. (Lo de decir “gracias” y “por favor” es particularmente interesante, pues la idea de “tener modales” es tan ajena a la naturaleza que el niño obedece no por la convicción de que agradecer sea lo apropiado, sino por miedo a la reacción correctora de sus padres, mucho más grandes y más fuertes que él. Decir “por favor”, es igualmente ajeno al mundo natural, y al final, hablando de la gente en general, nadie pide algo como un favor, sino para no comunicar una orden. ¿Por qué? Porque una orden implica jerarquía, la jerarquía implica poder, y si éste no es legítimo, generará resistencia y conflicto. Al no tener interés en un potencial conflicto, optamos por “pedir como favor” que se haga o se nos dé tal cosa.). Todo lo anterior, es decir, que el niño imite el comportamiento de sus padres y hermanos, es un comportamiento instintivo que le servirá al infante para adaptarse a su tribu y poco a poco volverse un miembro funcional dentro de ésta, siendo aceptado, acogido y protegido por ésta. Evidentemente, el niño no razona lo anterior, tampoco los padres. Simplemente son conductas naturales que se dan en todos los seres vivos sociales como homínidos, caninos, etc. Ser parte de un grupo significa elevar muchísimo las posibilidades de sobrevivir, sea en el mundo natural, o en la sociedad humana.
Cuando el niño llegue a la edad escolar, digamos alrededor de los 4 años, ya tendrá una personalidad diferenciable y una microcultura particular. Es decir, debido a sus genes y experiencias vividas, el infante tendrá tal o cual personalidad; debido a la cultura familiar de la que provenga y las conductas que de ella haya asimilado, actuará de una u otra forma y tendrá unos gustos u otros. Cada niño en esta etapa será similar, pero al mismo tiempo, claramente diferenciable. Por ejemplo, todos los niños sentirán miedo por su profesora si ésta grita o actúa de forma agresiva para mantener el orden dentro del grupo, pero entre ellos, los unos diferentes de los otros, formarán grupos y dentro de éstos se crearán jerarquías determinadas por sus diferentes personalidades, unas más dominantes, otras más sumisas. Cada infante buscará a aquellos otros que sean similares a sí mismo y a su microcultura (su familia), pues instintivamente sentirá que rodeado de ellos encontrará una seguridad similar a la que tiene con sus padres y hermanos. Por supuesto, en el proceso, habrá que “seleccionar excluyendo” a los que no son como uno, de tal forma que sólo aquellos similares y por lo tanto compatibles con uno formen parte de estas nuevas microtribus en formación. Evidentemente, lo anterior es un proceso de discriminación que hacemos todos. Al realizar dicha “selección excluyendo”, decidimos quiénes serán nuestros amigos y quiénes no. Cuando un niño dice “él no es mi amigo porque no me cae bien”, lo que quiere decir en lenguaje científico es “debido a que él cuenta con características (físicas y/o intelectuales y/o morales y/o espirituales y/o relativas a su personalidad) que encuentro opuestas e incompatibles con las mías, decido excluirlo de mi círculo social”. Es decir, lo discrimino por ser diferente a mí y a los míos. ¿Qué no es ése el segundo significado de la palabra “discriminar”? Sí, lo es. Y al mismo tiempo, ¿qué no es lo que TODOS hacemos cada vez que conocemos a alguien nuevo y no es compatible o similar a nosotros? Sí, también lo es. ¡¿Quiere decir que TODOS los que tenemos amigos (tribu propia conformada a través de la “selección excluyendo”), somos discriminadores llenos de odio y prejuicio?! Si usamos la ideología postmoderna llevada al extremo, por supuesto que sí. Si usamos la razón y el sentido común, evidentemente, NO.
Como sabemos, pues todos hemos sido niños, el infante crecerá, convirtiéndose en un joven, y conforme su personalidad se desarrollé, “seleccionará excluyendo” (o sea discriminará), a aquellos que conformarán sus amistades en cada época y ambiente social de su vida (dejando de lado a los que no sean como él, no escuchen la misma música que él, no usen la misma ropa que él, no frecuenten los mismos lugares que él, no tengan las mismas ideas, ambiciones y expectativas de vida que él), siendo sus amigos más íntimos y duraderos los más similares a él, en definitiva, una extensión de su propia familia y tribu original. Es probable que haya personas que quieran hacer amistad con él, pero que por lo anterior no sean compatibles y no pasen de ser meros conocidos, simples compañeros de clase. ¿Debería él hacer amistad sincera con absolutamente todos para no herir sus sentimientos, para no discriminarlos, al no confiarles sus más íntimos secretos como lo haría con sus auténticos amigos? Evidentemente, no. ¿Qué sucedería si obligásemos al joven a convivir con quien él no quiere, y no sólo eso, con quien él rechaza, incluso repudia, por ser diametralmente opuesto e incompatible? Seguramente se intentaría la convivencia, por las razones obvias que ya conocemos ésta no funcionaría, y cada joven desistiría regresando a su propia casa y tribu de amigos. Habría paz. ¿Qué sucedería si se les obligase a permanentemente convivir, las 24 horas del día, con un número de recursos vitales limitados, no suficientes para ambos, sólo para uno? ¡¿Qué sucedería?! Eso, lo estudiaremos la siguiente ocasión, pero el alumno deberá mantener dicha pregunta en su mente, y agradecer al poder de la discriminación la próxima vez que conozca a alguien de personalidad opuesta y educadamente decida no entablar conversación.
Dos momentos fundamentales ocurrirán en la vida de este joven: la ruptura con su propia familia y la elección de pareja reproductora. En un desarrollo normal, cuando el joven llegue a la adolescencia y a la adultez (de los 15 a los 30 años aproximadamente) y sus convicciones sean lo suficientemente sólidas y estén completamente interiorizadas, se podrá dar que haya choques y un distanciamiento con su propia familia, lo cual, es completamente normal. (Podríamos entenderlo como el momento en el que los leones jóvenes comienzan a chocar con el macho alfa de la manada debido a su búsqueda de poder y reconocimiento.). El joven, buscará una tribu propia compuesta, como siempre, por pares que tengan una personalidad similar y/o compatible con la de él, y en donde a su vez, él tenga una jerarquía específica, un rol consciente o inconscientemente determinado por las dinámicas de su grupo. Si este fenómeno se da en una sociedad sana, resultará benéfico tanto para el joven como para la familia, pues el joven desarrollará su carácter y competencias interpersonales aún más, y la familia, tendrá menos responsabilidades que atender, menos choques con el joven inquieto y más recursos para invertir en los miembros más pequeños de la misma, etc. Si este fenómeno se da en una sociedad enferma (como la nuestra) este periodo frecuentemente significará un punto de quiebre del joven con la familia, al separarse éste de los suyos, pues el adolescente buscará su identidad y tribu propias en la forma de modas y amigos banales, ahogándose así en la decadencia que lo rodea. Al no contar ya con la orientación de sus padres o rechazarla él mismo, el joven decadente terminará influenciado por aquellos a su lado, su nueva tribu de descerebrados, provocando en el proceso incontables tristezas y problemas a su familia, su tribu original. Esto lo vemos seguido en nuestra sociedad, donde los jóvenes adoctrinados por el Sistema rompen relaciones con sus familias y para terminar siendo un débil rebaño de viciosos, promiscuos y manipulables consumistas. En este último caso, es el joven enfermizo el que discriminará a los sanos que lo rodeen, alejándose de ellos, pues al igual que en los casos anteriores, éstos individuos serán completamente diferentes de él en mente, cuerpo, espíritu y actuar. Opuestos, incompatibles por naturaleza. Lo mismo sucederá con un joven sano, quien se aislará de los decadentes, sea por instinto o decisión. Si es por instinto, será porque su cerebro despierto lo prevendrá del peligro potencial a su alrededor, y si es por decisión propia, será porque el joven está ya despierto y sabe diferenciar la luz de la obscuridad. ¿Debería la gente sana convivir con la gente decadente para no discriminarlos? Evidentemente, no.
El segundo momento que mencionábamos, será el de elegir una pareja reproductora, para lo cual, el joven sano tendrá que discriminar a muchos candidatos, de tal forma que sólo la persona más compatible, aquella que garantice la preservación de sus genes, la herencia de su personalidad, valores e ideas a sus hijos, sea aquélla finalmente elegida para tal colosal misión de vida. En el caso de un joven decadente, al carecer ya de todo instinto de autoconservación, tenderá a dejarse influenciar por su medio para elegir pareja. Si su medio le indica, mediante propaganda visual, consejo de otros amigos descerebrados o mera presión social, que deberá escoger a una pareja con X o Y característica, sea ésta de tipo económica, racial, religiosa, de personalidad, sexual, o la que sea, el joven decadente accederá, en el futuro no sólo fallando como padre en la educación de sus hijos, en el caso de tenerlos, sino garantizando su propio fracaso como pareja, pues al no obedecer el proceso natural de selección reproductora, que no es otro que reproducirse con el individuo que más compatiblemente similar a uno sea, el resultado será la tan frecuente y predecible separación de los padres, traumatizando a los hijos en el proceso, y perpetuando así la demencia de la ya de por sí moribunda sociedad en la que vivimos. En este último caso, el individuo enfermo también habrá de discriminar a todo aquél que no sea decadente como él. Finalmente, ya sabiendo lo anterior, debemos preguntar nuevamente: ¿es inherentemente mala la discriminación? ¿Deberíamos reproducirnos con el primero que tuviésemos en frente? ¿Deberíamos ser incluyentes y elegir como pareja a aquél con quien no tenemos nada en común para que éste no se viese discriminado y consecuentemente herido sentimentalmente? Al ser el tema de elección de pareja, que cada quien, según su capacidad intelectual, responda libremente, y sea dado lo que desea.
Para concluir el ciclo de vida de nuestro bebé, ahora adulto y padre, afirmemos que el resto de su vida la discriminación tendrá un lugar de invaluable importancia en la toma de decisiones, pues de dicha “selección excluyendo”, él determinará en qué barrio vivir, en qué empresa trabajar, a qué escuela enviar a sus hijos, qué libros leer, qué nuevos colegas aceptar, qué amigos de sus hijos aceptar y acoger en su hogar, etc. ¿Significa ello que dicho hombre, ahora padre de familia, será un hombre malo y perverso por ser discriminador? ¿Será el un padre malévolo por desear y buscar que sus hijos se parezcan a él, tengan principios similares a los de él y una visión de la vida similar a él? Evidentemente, no. Simplemente, es un padre, una madre, que sigue su instinto natural.
Como conclusión a esta segunda parte, afirmemos que la discriminación es un fenómeno natural que practicamos todos los seres vivos, consciente o inconscientemente, que se da de forma microscópica, como cuando un óvulo selecciona excluyendo a uno u otro espermatozoide para elegir al más compatible, al mejor candidato, o de forma macroscópica, como sucede entre individuos y grupos humanos. ¿Cuál es entonces el propósito natural de la discriminación en el plano individual? La preservación genética de uno mismo, de la personalidad propia, de los gustos propios, de las ideas propias, en definitiva la PRESERVACIÓN DE LA IDENTIDAD propia. ¿Y en una escala social? El perfeccionamiento psicobiológicosocial de nosotros mismos, la evasión del conflicto, la preservación de la cultura y tradiciones propias, y en definitiva, de lo que somos nosotros mismos: la historia.
Por el momento es suficiente. Hasta ahora hemos estudiado lo que es la identidad y el fenómeno de la discriminación de nuestros pares. La próxima vez, estudiaremos el fenómeno de la discriminación en el contexto internacional y social de nuestros días, dando un vistazo a lo que ideologías como el multiculturalismo están provocando en Europa y otras regiones del mundo.
“Y entonces, mi esposa, mi hijo y yo nos tomamos de las manos, y fue cuando supe que la Historia, la inmortalidad y la permanencia no hacen alusión al tiempo, sino a la sangre. Somos uno, somos lo mismo, y de permanecer fieles a lo que somos, seremos eternos.”
Voniac Derdritte