Por: Mnemea de Olimpia
La juventud es un periodo crucial en la vida de un ser humano. Lo sabemos todos, aunque ya de adultos tendamos a olvidarlo. Quizás sea porque hoy en día, en un mundo como el nuestro, cada vez más caótico y peligroso, con todo nuestro amor cometamos el error de sobreproteger a nuestros hijos. No es para menos: drogas, alcohol, pornografía, degeneración sexual, secuestros, robos y terrorismo. Ante una sociedad en plena decadencia, buscamos alejar a nuestros seres más queridos y vulnerables de los peligros que los acechan desde las sombras, pero al hacerlo de forma excesiva, no nos percatamos de que obstaculizamos el desarrollo de su personalidad y de su carácter.
El niño está acostumbrado desde siempre a que sus padres resuelvan todos sus problemas y satisfagan todas sus necesidades. Sin embargo, conforme éste va creciendo y madurando, es conveniente que el niño tenga un rol más participativo en la familia, de tal forma que su personalidad se vaya formando con un sentido de responsabilidad y deber, aunque a nuestros ojos, aquello que él haga, sea una trivialidad, como lo es, por ejemplo, acomodar la mesa o ayudar a recoger los platos. Por supuesto, su sentido de la responsabilidad también deberá ser remunerado de alguna forma, de tal manera que él crezca sabiendo que todo esfuerzo portará consigo su recompensa. De no fomentar lo anterior, sucederá que él crezca con un sentir inconsciente de “merecerlo todo por el simple hecho de existir”, lo cual, una vez llegada la adolescencia jugará en su contra, pues como sabemos, a lo largo de la vida nos enfrentamos permanentemente a obligaciones que no siempre serán de nuestro agrado, sea en la escuela, primero, y después en el trabajo.
Hoy más que nunca vivimos en una sociedad que constantemente nos dice “eres especial”, “eres único e irrepetible”, “porque tú lo vales”, etc., pero la triste verdad es que hoy más que nunca, la mayoría de nosotros nos hemos vuelto desechables para el Sistema. “Consumidores”, nos llaman nuestros amos internacionales. Nuestros hijos no escapan de esta perturbadora realidad.
Ellos han crecido escuchando que son “lo máximo”, y por lo tanto, muchos de ellos han desarrollado una personalidad egocentrista, emocionalmente dependiente de la aceptación de los demás, siempre deseosa de recibir la atención y los elogios del mundo, y de no hacerlo, verse en riesgo de caer en profundas depresiones, e incluso llegar al suicidio. Es cierto que el Sistema ha fomentado en ellos la inmadurez de “vivir cada día como si fuera el último”, pero también es una incómoda verdad que los padres somos igualmente culpables. Nuestra sobreprotección hacia ellos ha creado una generación de debiluchos físicos y mentales, una generación de “adultos-niño”, como los define el extraordinario psicólogo Jordan Peterson. Por fuera son hombres y mujeres crecidos, pero por dentro, siguen siendo niños y niñas mimados que viven su vida pensando que todo gira alrededor de ellos, pero quienes una vez entrados al mundo laboral, se percatan de que no sólo no son “especiales” y “únicos”, como pensaban, sino que ahora deberán competir contra decenas de candidatos que buscan el mismo puesto que ellos, y de que día a día deberán luchar por el pan que habrán de comer, como lo hizo y continua haciendo nuestra generación. Eso, por decir lo menos, los expone a una trágica realidad: a pesar de su elevada preparación académica, psicológicamente los jóvenes “millennials” no están preparados para la vida, y por lo tanto, sus posibilidades de éxito en la misma serán precarias.
Ante el enorme problema anterior, es nuestra obligación como futuras madres tradicionales el fomentar la disciplina en nuestros hijos, la responsabilidad, el sentido de propósito y el valor del sacrificio y del deber en pro de algo mayor que ellos mismos, sea ello el bienestar de su propia familia, o una causa trascendental como la nuestra, que no es otra que la defensa de la Verdad y los valores de Occidente. De hacerlo, no sólo les daremos las herramientas intelectuales necesarias para alcanzar sus sueños, sino también las anímicas, aquellas que serán las que forjen su fuerza de voluntad, y ésta, la que realmente los lleve al éxito y a lo más importante: a dejar su huella en este mundo.