Por: Mnemea de Olimpia
La mujer, desde su creación, es y siempre ha sido el tesoro más grande de una sociedad, no meramente por su belleza, o su intuición, o su alegría, sino debido a una cualidad exclusiva de ella: su capacidad de crear vida. En una comunidad humana, puede haber prosperidad económica, seguridad, salud y estabilidad política, pero si no hay mujeres, y lo más importante, niños, ésta, irremediablemente, está condenada al fracaso y por ende, a la extinción. No hay que ser un genio para darse cuenta de ello. Por lo tanto, si alguien quisiera conquistar el mundo sin guerra ¿cuál sería su estrategia? ¿cuál sería el camino más fácil y menos violento, aunque éste tomase más tiempo? La respuesta sería la erradicación del futuro, es decir, la voluntaria esterilización de la mujer. ¿Cuál sería el arma preferida para este fin? El feminismo. ¿Y qué es el feminismo? Averigüémoslo.
Oficialmente, el feminismo es un movimiento reivindicatorio de la mujer que tiene como meta alcanzar la igualdad de derechos entre ésta y el hombre. Sin embargo, como sucede siempre con todo lo creado por el oficialismo, lo anterior ocurre sólo en la teoría. En la praxis, el feminismo, ha sido un arma silenciosa de destrucción cultural que en sus orígenes, es decir, en el siglo XIX, hizo notar con razón que los hombres y mujeres gozaban de derechos diferentes, pero en lugar de estudiar y explicar con precisión las razones histórico-biológicas para ello, optó por emplear deliberadamente la cosmovisión marxista de una supuesta lucha de “clases”, en este caso, de sexos, según la cual, una de éstas, los hombres, oprimía organizada y dolosamente a las mujeres, con el fin de mantenerlas a su servicio perpetuamente. Es por ello que en nombre de la igualdad y de la libertad, según las feministas antiguas, las mujeres de todo el Mundo Occidental debían de levantarse y luchar activamente hasta conseguir los mismos derechos que los varones. Por supuesto, si bien la razón sofista para su lucha era -y es- que ambos sexos son humanos, y por lo tanto iguales, nunca tuvieron bien a explicar para qué querían la igualdad con los hombres, lo cual tuvo como consecuencia que la igualdad se volviese un fin, en lugar de lo que ella, o su opuesto, la desigualdad, realmente son: un medio, o con otras palabras, una herramienta social. Fue así que con el pasar de dos siglos, las mujeres poco a poco obtuvieron más y más derechos sociales y jurídicos, hasta llegar al siglo XX, durante el cual obtuvieron el derecho de votar, así como el de quitarles la vida a sus hijos en gestación. Al mismo tiempo, sobre todo en la segunda mitad de dicho siglo, el feminismo radical se expandió por todo Occidente, llegando incluso a la locura de celebrar y promover la homosexualidad y la pedofilia, como lo hicieron sus notabilísimas exponentes, Simone de Beauvoir y Shulamith Firestone, y orientando la rabia y el desprecio irracional de sus cientos de miles de seguidoras contra la natural virilidad masculina, provocando en los hombres un rechazo cada vez mayor de su propia masculinidad, tornándolos débiles y sensibles, y como consecuencia, empoderando aún más al feminismo radicalizado, convirtiendo así a las sociedades occidentales en poblaciones femeninas, y alejándolas de su pasado fundamentado en valores como el coraje, la gloria y la trascendencia. Irónicamente, mientras más y más derechos obtuvo la mujer en su lucha por la emancipación, y como consecuencia, menos necesidad tuvo del sexo proveedor, más dependiente del Sistema se volvió ella. El resultado conseguido distaría mucho del que se le había prometido a la mujer durante dos siglos de constante lucha, pues no habría de ser su tan anhelada “liberación femenina” con lo que ella sería coronada, sino con su voluntaria esclavitud. Con el paso de las décadas, la mujer promedio cambió al esposo por el jefe, y al patriarca por el gobierno protector; a los hijos por las mascotas, y a la tranquilidad del hogar por el estresante y traicionero ambiente laboral. Hoy en día, a principios del siglo XXI, cientos de millones de mujeres occidentales se encuentran solas, entregadas a la promiscuidad, sin hijos, condenadas al trabajo vitalicio, y a envejecer acompañadas únicamente por su estéril amargura. La mujer ha renunciado al hombre, y en el proceso, se ha perdido a sí misma. Como es de esperarse, las tasas de fertilidad se han venido abajo por todo Occidente, y con ello, muchas culturas han quedado marcadas ya con el sello de la futura extinción. Aquella minoría religiosa que alguna vez ideó la conquista de Occidente, hoy, sin guerras ni hambrunas, casi ha logrado su objetivo.
En México, cabeza histórica de Latinoamérica, un fenómeno similar se ha ido arraigando desde hace al menos tres o cuatro décadas. Sin embargo, podríamos decir con un suspiro de esperanza que nos encontramos culturalmente a una generación demográfica de aquellas sociedades extranjeras al borde del colapso. Ello nos da la oportunidad de frenar al feminismo marxista y de detener el derrumbe de nuestra patria, y lo más importante, de nuestras propias familias, pues si dichas políticas radicales y degeneradas defendidas por la izquierda virulenta en México se hiciesen con el dominio cultural, no hay ninguna razón para pensar que en unos años no sufriríamos el mismo destino que Europa. No debemos permitir que la izquierda mexicana triunfe y deforme la realidad: la familia es la fuente de la vida de una nación, y la unión amorosa y sexual entre un hombre y una mujer, el sentir más extraordinario y natural que puede ser experimentado, tanto así, que de éste surgen nuestros hijos, y con ellos, la vida misma.