Por: Luis Reed Torres
–V–
Luego de haber referido en anteriores entregas cómo las riquezas del subsuelo nos pertenecieron originalmente a partir de las Ordenanzas de Minería de 1783 y cómo se fue perdiendo paulatinamente la soberanía sobre las mismas, además de narrar los primeros hallazgos petrolíferos y los iniciales intentos de lograr que la producción del llamado oro negro dejara alguna riqueza al país –decapitado propósito del Presidente Madero–, continúo aquí esta serie que abarca desde las citadas Ordenanzas del rey Carlos III hasta la expropiación de 1938.
A su turno, don Venustiano Carranza mostró particular empeño en que la nación recuperara el dominio directo sobre los combustibles minerales, y el 8 de octubre de 1914 creó la Inspección del Petróleo y su reglamento para fijar los trabajos de exploración y explotación de carburos de hidrógeno. Y en enero del siguiente año decretó la suspensión de la explotación petrolera en la República en tanto se determinaba jurídicamente si el petróleo inexplorado pertenecía también a quienes ejercieran el dominio de la superficie, esto es las empresas. Lo cierto es que el gobierno de Carranza consideraba socarronamente que los códigos de minas anteriores sólo otorgaban una concesión de preferencia al concesionado y no materia de comercio el petróleo almacenado en el subsuelo. Adicionalmente, el 15 de noviembre de 1915 se determinó que las compañías petroleras se inscribieran en la Secretaría de Fomento y atendieran una serie de interrogantes legales que facilitaran su control. Es decir lo mismo que poco antes había pretendido Madero. En realidad se estaba preparando una legislación que recuperara para México sus riquezas perdidas del subsuelo.
(Durante la lucha contra Huerta en 1913, Cándido Aguilar –futuro yerno de Carranza– había amenazado con incendiar los pozos petroleros cuando, después de atacar el puerto de Tuxpan y tomar la plaza de Tamiahua, una escuadra estadunidense al mando del almirante Fletcher pretendió desembarcar en la región, eminentemente petrolera, dizque para proteger la vida y los intereses de sus connacionales allí establecidos. Fletcher dio marcha atrás ante la inusitada firmeza de Aguilar)
Y por fin esto se plasmó en la nueva Constitución de 5 de febrero de 1917, cuyo conocido artículo 27 será menester reproducir aquí por su extraordinaria trascendencia histórica que revertía, para bien de la nación, toda la legislación vigente a partir de 1884, y por el que se retornaba al espíritu y a la letra de las antiguas Ordenanzas Reales: «Corresponde a la nación el dominio directo de todos los minerales o sustancias que en vetas, mantos, masas o yacimientos, constituyan depósitos cuya naturaleza sea distinta de los componentes de los terrenos, tales como los minerales de los que se extraigan metales o metaloides, utilizados en la industria; los yacimientos de piedras preciosas; de sal gema y las salinas formadas directamente por las aguas marinas; los productos derivados de la descomposición de las rocas cuando su explotación necesite trabajos subterráneos; los fosfatos susceptibles de ser utilizados como fertilizantes; los combustibles minerales sólidos; el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos».
Item más: el propio artículo 27 estableció que el dominio de la nación es inalienable e imprescriptible y que sólo podían hacerse concesiones por el Gobierno Federal a los particulares, a sociedades constituidas conforme a las leyes mexicanas siempre que se conformaran trabajos regulares de exploración y que se cumplieran los demás requisitos prevenidos por las leyes.
Apoyado en la naciente Constitución, Carranza decretó el 13 de abril el impuesto especial del timbre, conocido con el nombre de «impuesto de producción», lo que permitió al régimen allegarse fondos para encarar los problemas económicos más urgentes. Y por un Decreto Reglamentario de 19 de febrero de 1918 que ordenaba la manifestación de los terrenos petroleros –reglamentado el 8 de agosto–, se permitió la explotación del subsuelo únicamente por medio de títulos de denuncia otorgados por la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, así como se dispuso la obligación de pagar al gobierno una regalía del cinco por ciento de la producción bruta y la de no interrumpir los trabajos sin causa justificada por más de dos meses continuos.
Naturalmente, todos los anteriores documentos provocaron enorme contrariedad en el seno de las compañías petroleras, pues como en ninguna parte se implicaba el respeto o la confirmación de derechos adquiridos de acuerdo con leyes anteriores, se suscitó una áspera controversia en cuanto a la retroactividad. Así, el gobierno mexicano pretendió que la nacionalización del subsuelo fuera absoluta y que incluyera la de aquellos terrenos contratados con fines de explotación antes de la vigencia de la Constitución; las empresas, por su parte, aducían que sólo deberían incluirse en la nacionalización, a lo sumo, los terrenos contratados para ese propósito después del primero de mayo de 2017, día en que entró en vigor la Constitución.
En consecuencia, Carranza fue duramente combatido tanto por los gobiernos de Londres y Washington como por las compañías petroleras establecidas en México –lo que lo orilló a un acercamiento con Alemania durante la Primera Guerra Mundial– y se vio precisado a suspender importantes decretos, pues es claro que muchas veces no basta poseer el derecho para ejercerlo y sólo con la fuerza es que se hace respetar.
Financiado por las subsidiarias de la Standard Oil Company of New Jersey y de la Royal Dutch Shell, el cacique Manuel Peláez se levantó en armas contra el gobierno y, por lo demás, otras dificultades interiores y exteriores de don Venustiano condujeron finalmente a su desplome del poder y a su asesinato. El rescate real del subsuelo, aun con la legislación vigente que ya lo comprendía, se vería aplazado por varios años más.
Con el general Alvaro Obregón en el poder a partir del primero de diciembre de 1920, tanto el secretario de Estado estadunidense, Charles Evans Hughes, como el propio Presidente Warren A. Harding, se mostraron especialmente decididos a paralizar cualquier acción de México que se refiriese a la recuperación del subsuelo a partir de las Ordenanzas de 1783, recién exhumadas por los constituyentes e incluidas en la Carta Magna de 1917. Esto que disgustaba profundamente tanto al Secretario de Estado como al Presidente iba en aumento, tanto más cuanto que ambos políticos eran concesionarios de la Standard Oil, con fuertes intereses en México.
En esas condiciones, la Casa Blanca se negó rotundamente a reconocer al nuevo régimen mexicano. Oigamos al distinguido internacionalista Isidro Fabela:
«El 27 de mayo de 1921 declaró que se abstenía de reconocer al actual gobierno mexicano y de reanudar con él sus relaciones diplomáticas regulares mientras no cuente con las garantías que en su concepto son necesarias para la seguridad de los derechos legalmente adquiridos por los ciudadanos norteamericanos en México, antes de la Constitución de 1917″ (La Política Internacional del Presidente Cárdenas, en Problemas Agrícolas e Industriales de México, México, 1955, Vol. VII, número 4, p. 54, citado por Alonso González, Francisco, Historia y Petróleo. México: el Problema del Petróleo, Madrid, Editorial Ayuso, 1972, 322 p., p. 111. Énfasis de Luis Reed Torres).
Con ese as bajo la manga, pasado un tiempo el gobierno del Presidente Harding presionó al de Obregón a fin de que renunciara formalmente a las pretensiones mexicanas en materia petrolera. A cambio, la Casa Blanca otorgaría su reconocimiento diplomático al régimen obregonista, elemento indispensable para la supremacía y supervivencia política de don Alvaro, quien ya enfrentaba un creciente descontento, entre otras cosas, por su afán de heredarle la Presidencia al general Plutarco Elías Calles.
Entonces el Presidente Obregón maniobró para que tanto la Suprema Corte de Justicia como el Congreso de la Unión efectuaran una amañada interpretación del artículo 27 constitucional, según la cual la soberanía nacional sobre el subsuelo quedaba mutilada para no perjudicar a las empresas petroleras extranjeras. El 27, una de cuyas cláusulas declaraba propiedad de la nación los mantos petroleros del subsuelo, no tendría efecto retroactivo…
«Los principios de nuestra Constitución –anota Alonso González– el propio Presidente se encargó posteriormente de volverlos nugatorios. Los hechos son evidentes: la conducta del general Obregón así lo confirma. Nuestro gobierno se encontraba en una difícil situación: el Alvaro Obregón guerrero y columna sólida de la lucha armada reclamaba el reconocimiento de Washington ya no con el derecho de una elección democrática, sino como una obsesión que inevitablemente lo condujo a severo juicio de la historia» (Alonso González, Op. Cit., p. 115).
De otro lado –también con miras a obtener el reconocimiento de la Casa Blanca–, el Presidente Obregón accedió a renunciar al Derecho Internacional y a pagar todos los daños que hubiesen sufrido los residentes estadunidenses en la época de la Revolución; todo esto a pesar de que semejante condescendencia resultaba particularmente grave, pues el Derecho Internacional en modo alguno obligaba a cubrir daños por esa causa, según se había visto cuando los mismo Estados Unidos rechazaban sucesivamente reclamaciones de Austria, Inglaterra y España por los daños padecidos en la Guerra de Secesión. Adicionalmente, la propia Casa Blanca había reconocido ese derecho a Bolivia, Nicaragua y Brasil. La premisa universalmente observada y respetada asentaba que «los extranjeros se hallaban en las mismas condiciones que los ciudadanos del lugar y, por lo mismo, estaban como ellos expuestos a los incidentes de la guerra». Daños de esa misma índole eran comparables a los terremotos y ciclones.
Así pues, sólo México iba a renunciar a su soberanía con el objeto de que Obregón fuera reconocido por la Casa Blanca.
(Continuará)