Por: Luis Reed Torres
–I–
A 82 años de la expropiación petrolera –18 de marzo de 1938–, considero útil e ilustrativo repasar aquí, así sea de manera sucinta, los pormenores de lo ocurrido entre 1783 y 1938 en lo que se refiere a la tenaz lucha por preservar para la nación el llamado oro negro, incluidas las posturas que sobre el particular mantuvieron los diversos regímenes mexicanos desde mediados del siglo XIX hasta los gobiernos revolucionarios de Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. Así pues, las siguientes entregas estarán dedicadas a este importante tema que en esta época cobra renovada vigencia. En tal tesitura ojalá el lector amable siga el hilo conductor tanto de todo lo que aquí se expone hoy como de lo contenido en posteriores textos a fin de coadyuvar a normar o redondear su criterio sobre tan crucial aspecto de nuestra existencia como nación.
Veamos:
La puntual referencia histórica demuestra sin lugar a dudas que la premisa fundamental en esta materia fue desde siempre que la propiedad del petróleo existente en México perteneció y pertenece a la nación de acuerdo con un principio tradicional que arranca de las leyes del virreinato aun cuando entonces el petróleo no se hubiera descubierto a plenitud, pues las Ordenanzas Reales Sobre la Minería en la Nueva España, expedidas en Aranjuez por Carlos III el 22 de mayo de 1783, hacen especial mención de los «bitúmenes o jugos de la tierra», o sea el petróleo y sus derivados. Estos quedaron bajo el mismo régimen jurídico que los metales y demás productos de la minería en general.
En efecto, de acuerdo con el texto de las citadas Ordenanzas, en el título quinto, artículo 1°, se advierte que las minas «son propias de mi Real Corona», si bien el soberano podía entregarlas a sus vasallos bajo determinadas condiciones, pero «sin separarlas de mi Real Patrimonio» (art. 2°). Esta cesión se hacía bajo dos condiciones: primera, que el beneficiado contribuyera «a mi Real Hacienda con la parte de metales señalada» y, segunda, que cumpliera con las disposiciones de las Ordenanzas, «de tal suerte que se entiendan perdidas siempre que se falte al cumplimiento de aquéllas en que así se previniere» y, en semejante tesitura, podían ser adjudicadas a cualquier otro particular que por ese motivo las denunciare (art. 3°).
Todas las sustancias minerales que se encuentran en el subsuelo estaban regidas por las disposiciones anteriores, tal y como se desprende de la enumeración que se hacía en las mismas Ordenanzas, que en el título sexto, art. 22, rezaban:
«Asimismo concedo que se puedan descubrir, solicitar, registrar y denunciar en la forma referida no sólo las minas de oro y plata sino también las de piedras preciosas, cobre, plomo, estaño, azogue, antimonio, piedra calaminar, bismuto, salgema y cualesquiera otros fósiles, ya sean metales perfectos o medios minerales, bitúmenes y jugos de la tierra, dándose para su logro, beneficio y laborío en los casos ocurrentes, las providencias que correspondan» (Peña, Manuel de la, El Dominio Directo del Soberano en las Minas de México y Génesis de la Legislación Petrolera Mexicana, México, Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, 1928, 293 p., pp. 43 y 47-48).
Tras la consumación de la independencia, los derechos pertenecientes a la Corona Española y al virreinato de la Nueva España pasaron a la nación mexicana de acuerdo con el Tratado de Paz firmado entre México y España el 22 de diciembre de 1836, por el cual la segunda reconoció oficialmente la independencia del primero.
Los citados derechos de la nación sobre el subsuelo fueron preservados por los diversos gobiernos del México independiente y se dio el caso que gobiernos antagónicos como los de Juárez y Maximiliano coincidieran puntualmente en este renglón, incluso en lo que se refiere a combustibles minerales inexplotados, como fue el que ocupó al régimen republicano.
Así, con fecha 22 de agosto de 1863, Ramón I. Arcaraz, funcionario juarista del Ministerio de Justicia, Fomento e Instrucción Pública –cuyo titular a la sazón era don Jesús Terán–, hizo pública una declaración de don Benito en que, como respuesta al ciudadano Francisco Ferrel en relación a la denuncia que había hecho de una mina de carbón de piedra, asentaba «que los criaderos de carbón fósil se encuentran en el mismo caso de las minas, sobre las cuales la nación tiene el dominio directo; pero tanto de unos como de otros cede el dominio útil a los ciudadanos, dándoseles en propiedad con arreglo a lo que disponen las Ordenanzas de Minería; que en tal virtud los criaderos de carbón están sujetos a los mismos trámites que éstas establecen para el denuncio. adjudicación y posesión de las minas» (Ibidem, p. 63).
Como se aprecia con nitidez, las Ordenanzas de Minería de 1783 se hallaban vigentes y Juárez consideraba que, según las mismas, el carbón fósil continuaba bajo el dominio directo de la nación, en oposición a la transitoria creencia de que ciertas leyes de 1793 sobre carbón mineral habían regido en México, lo que era inexacto, pues no sólo no se aplicaron en la Nueva España, sino ni siquiera fueron promulgadas.
En suma, las Ordenanzas Reales –que fueron respetadas por los distintos gobiernos mexicanos a raíz de la independencia y a las que Juárez hace referencia en el párrafo transcrito– consagran la separación de la propiedad entre la superficie y los minerales que en su subsuelo yacen, y colocan el dominio de los minerales como atributo de la Corona, cuya soberanía sobre los mismos siempre se consideró imprescriptible.
Por esta misma época, Maximiliano expidió un decreto sobre minería en el mismo tenor (6 de julio de 1865), que incluía conceptos específicos sobre la explotación de petróleo y betún, y cuyo artículo 1° establecía lo siguiente: «Nadie puede explotar minas de sal, fuente o pozo de agua salada, carbón de piedra, betún, petróleo, alumbre, kaolín y piedras preciosas, sin haber obtenido antes la concesión expresa y formal de las autoridades competentes y con la aprobación del Ministerio de Fomento». Adicionalmente, en el artículo 2° el Emperador dejaba ver su preocupación por el bienestar de los operarios de las minas: «Es de obligación de los explotadores de una mina de carbón o betún llevar sus obras con solidez y procurar una buena ventilación, para lo que se exigirá que cada mina tenga por lo menos dos bocas o comunicaciones con el exterior a diferentes niveles. También es obligatorio el uso en estas minas de las lámparas de seguridad, para preservarlas del incendio de los gases. En cada mina habrá por lo menos un aparato de aire comprimido para poder penetrar en las labores sofocadas o que contienen aire impropio para la respiración». Por último, el artículo 21 señalaba que «serán castigadas con multas, a juicio del Ministerio de Fomento», las contravenciones a las determinaciones citadas (Loc. Cit., pp. 65 y 68).
Triunfante la República en 1867, el gobierno de Juárez dio a conocer tres años después el primer Código Civil, el cual respetaba los principios sancionados por las Ordenanzas de Minería. Idéntico espíritu campeó en el segundo, publicado el 31 de marzo de 1884 –en las postrimerías del gobierno del general Manuel González–, que a la letra indicaba: «El denuncio, la adjudicación, el laboreo y todo lo concerniente minas se rige por la ordenanza especial de minería y demás leyes relativas».
Pero pronto iba a cambiar esta tradicional legislación y esto acarrearía una serie de graves perjuicios para México.
(Continuará)