Por: Voniac Derdritte
Capítulo 6
Hasta el momento hemos estudiado lo que es el Sistema, la Cultura y la Identidad. Ahora, es momento de volver nuestra mirada hacia nuestra sociedad actual y poco a poco diseccionar los aspectos más importantes de ésta, de tal forma que con las herramientas ya adquiridas hasta ahora, podamos comenzar a comprender por qué nuestro mundo “está como está”. Estudiar el tejido social no es tarea fácil, y las palabras aquí escritas siempre habrán de ser tomadas como una introducción, como la puerta que guía a la Verdad, mas no la Verdad misma. Ésa, debe ser vivida, comprobada en su momento por cada uno de nosotros, vista con nuestros propios ojos. Lo más importante que puedo enseñarles a ustedes, mis alumnos, no es a aprender y repetir mis palabras, cuales simples borregos desalmados, sino a reflexionar como hombres y mujeres pensantes…como mentes libres. Yo sólo puedo enseñarles la puerta. Son ustedes los que deben abrirla…y recorrer el camino.
Cuando pensamos en la Edad Media, lo primero que nos viene a la mente son los castillos, los reyes, los caballeros, las armaduras, las espadas largas, las justas…pero también la suciedad, la peste, la hambruna, la superstición, la ignorancia generalizada, el fanatismo dogmático, los conflictos religiosos y la completa ausencia de la ciencia. Claro está que a lo largo de 1,000 años, aproximadamente, Europa vivió muy diferentes experiencias medievales, a veces más virtuosas, a veces menos, pero es un hecho histórico incontestable que durante un milenio, de forma panorámica y en una gran diversidad de sentidos, hubo un retroceso social y científico generalizado, sobre todo, si mantenemos en mente los logros y avances de la Época Clásica, sinónimo de Grecia y el Imperio Romano.
Se considera al Medioevo como la época histórica que comenzó con la caída de Roma y el consecuente colapso del Imperio Romano Occidental (476 D.C.) y terminó alrededor del siglo XVI. Durante este periodo, la iglesia, una institución internacionalista, logró elevarse por encima de duques, condes e incluso Reyes, concentrando en sus manos un enorme poder político e influencia geopolítica, en definitiva, entregándole así a una élite internacional “elegida” por Dios la capacidad de influir en el destino de las naciones, y en cada una de ellas, la autoridad de moldear la moral y cosmovisión de las personas, auto-otorgándose en la práctica, el derecho de juzgar a los hombres, santificarlos o condenarlos a su muerte, según su arbitrario parecer. En cuanto al conocimiento, éste, lejos de ser fomentado y abierto a las masas, fue vuelto exclusivo sólo para algunos, lo que sumado al dogmatismo religioso, impuesto a todos, dio como resultando un completo control de la mente de los pueblos, siempre ahogando a la disidencia y reprimiendo violentamente cualquier acto de rebelión.
El alumno inteligente comenzará a intuir una cierta similitud entre esta era y nuestra sociedad, y su intuición no habrá de errar, pues hoy en día, a pesar de toda la tecnología y los avances científicos de las disciplinas naturales, socialmente hablando, vivimos en una época terriblemente similar a lo que hasta hace poco se consideraba un periodo ya superado históricamente. Profundicemos un poco más para que quede claro, haciendo una comparación entre ambas eras en lo que respecta a elementos característicos de sus sociedades.
Comencemos con el paralelismo entre las catedrales y las universidades. En el caso de las primeras, éstas eran consideradas la “casa de Dios”, y por lo tanto, debían ser majestuosas e imponentes, mientras más, mejor. Sus puertas estaban abiertas al pueblo en general y dentro de ellas se encontraba a los intermediarios entre lo divino y lo mundano, entre el Señor y los hombres: los sacerdotes que las habitaban. Éstos, desde sus púlpitos, comunicaban a las masas la “Verdad”, y desde ahí, las guiaban moralmente discerniendo por ellas el “bien” del “mal”, acercando así a los fieles a la “salvación”, alejándolos del “pecado”, éstos últimos nunca pudiendo contradecir al eclesiástico, mucho menos demostrarle sus errores. A cierta edad, los fieles recibían el catecismo, memorizándolo hasta alcanzar la satisfacción del responsable de impartirlo. Interesante es que éstos, durante esta fase formativa, hacían suya la doctrina de la iglesia, es decir, eran adoctrinados. De no ser un buen creyente, un buen cristiano, en el mejor de los casos se viviría como un paria entre los pares, o en el exilio, y en el peor de los mismos, al pobre infeliz que tuviese la osadía de dudar, de cuestionar, de pensar por sí mismo, le esperaría el fuego de la muerte. Hoy en día, ¿no sucede lo mismo con la educación superior, especialmente en las facultades de ciencias sociales? Las universidades, siempre en búsqueda de admitir a la mayor cantidad de alumnos, son consideradas las casas del dios Conocimiento; sus diseños arquitectónicos, muchas veces son de enormes proporciones; en ellas, se encuentran los profesores, quienes son dueños de la “Verdad”, quienes desde su escritorio o de pie, pero siempre delante de la clase, “iluminan” a los ignorantes discípulos, éstos siempre debiendo escuchar atentos, y a pesar de que a veces se les permita participar, es el docente el que tiene la última palabra, el control y la auténtica “verdad” (aunque desafortunadamente, en realidad, lo que ellos enseñen sean frecuentemente meros dogmas sociales, falacias filosóficas, falsedades económicas, y falsificaciones históricas aceptadas sin reflexión previa alguna, aprendidas su vez por ellos mismos de jóvenes y re-enseñadas a sus propios alumnos, resultando no en la iluminación de éstos, sino en el adoctrinamiento marxista de sus impresionables mentes, para que el día de mañana, sean éstos los que a su vez perpetúen dichas mentiras y medias verdades en la sociedad, repitiendo el ciclo). Si un pupilo, osa contradecir a un profesor, éste sufrirá las miradas de incredulidad y prejuicio de sus pares, mientras que el tutor intelectual, en el mejor de los casos, lo escuchará atentamente sólo para concederle la ilusión de libertad de expresión, y a continuación proseguir con su clase. En el peor de los escenarios, el docente pasará a aplastar al discípulo, humillándolo o ridiculizándolo ante sus compañeros, siempre desacreditándolo a él y a sus argumentos. Al final, sea como fuere, habrá un examen o una prueba donde el alumno deberá memorizar y decir o redactar lo que el profesor espera, o de lo contrario, el pupilo habrá de ser sancionado académicamente, no aprobando la materia, con los perjuicios que esto conlleva. Ante lo anterior, el discípulo no tendrá más alternativa que someterse. De continuar la conducta anterior, y por obra de la suerte sobrevivir a la presión de los pares y de los profesores durante esta etapa estudiantil, el ahora adulto que continúe públicamente contradiciendo las verdades académicas, recibirá en el mejor de los casos la condena y el rechazo social, con las consecuencias laborales y financieras previsibles, y en el peor de los mismos, la prisión, la violencia física “ajena” a las autoridades, la amenaza a sus familiares, y finalmente, la muerte “accidental”. Ejemplo incuestionable de esto en Occidente es el caso de los historiadores revisionistas quienes son encarcelados por defender posturas a veces diametralmente opuestas a las de la Historia oficial, o los “accidentes” y “suicidios” que sufren los disidentes gubernamentales (y sus familias) que exponen los vínculos entre las autoridades nacionales y la Élite Internacional. Hoy en día, como hace 1,500 años, el que “cree” en la “Verdad”, recibe la salvación, antes anímica, hoy laboral-económica, y el que no se somete, es condenado, antes al incinerante fuego purificador…hoy al gélido cautiverio penitenciario.
Durante la Edad Media, la figura del sacerdote no era sólo la de adoctrinar a las masas de forma colectiva, sino también de manera individual, mediante el rito de la confesión, en el cual el “pecador” narraba sus “pecados” al sacerdote, quien después orientaba moralmente al “impío” y posteriormente le imponía una penitencia para redimir sus “faltas”. En el siglo XXI, este fenómeno se ha perfeccionado mediante los medios masivos de comunicación (televisión, radio, internet, revistas, etc.) que ofrecen espacios comunicativos para que la gente comparta sus problemas y acuda al concejo u orientación de “expertos”, quienes dotados de una autoridad automática, recomiendan, sugieren y opinan con completa legitimidad, constantemente influyendo en la conducta y mentalidad de las masas. Al final, la gente es “libre” de obedecer o no las sugerencias, pero, de tener un problema, ¿quién no seguiría el consejo de un experto en el tema? Por otro lado, la influencia que los comentaristas de la televisión tienen, es equiparable a la autoridad de la que antes gozaban los clérigos, pero igualmente que en el ejemplo anterior, ésta es mucho más sutil y subliminal, más refinada y especializada, más difícil de detectar. Tomemos como caso práctico los noticieros. Las diferentes expresiones faciales y maneras de narrar las noticias (dependiendo de si éstas son positivas o negativas) que utilizan los reconocidos periodistas, aunadas a la música de ambientación durante los reportajes presentados, más su particular edición, además de los comentarios “espontáneos” de los anfitriones al finalizar éstos, están dirigidos a que el espectador pueda distinguir las noticias “buenas” de las “malas” (¿según quién?) y para que al apagar la televisión, éste se quede con una idea de lo que es positivo o negativo, benéfico o peligroso, alarmante o tranquilizante, etc. Uno no tiene que ir a la iglesia ya para que el sacerdote le ayude a distinguir lo bueno de lo malo, ahora el “sacerdote” mediático acude a la casa del confundido, para orientarlo y darle la correcta visión del mundo.
Hoy como hace mil quinientos años, existen dogmas incuestionables e incuestionados. Antes, se obligaba a la gente, por las buenas o las malas, a reconocer a Cristo como el Hijo de Dios, muerto y posteriormente resucitado al tercer día; a la Virgen María como su inmaculada madre, y al Espíritu Santo como una personalidad trinitaria del Señor, padre celeste de Jesús. Aquél que dudaba de alguno de los anteriores preceptos, cometía herejía, y como ya lo explicamos, el Sistema lo aplastaba, pero antes, el hereje era socialmente excluido, aislado y condenado al rechazo de todos. Hoy en día, si una persona comparte con sus iguales que los gobiernos son irredimiblemente corruptos y que están coludidos con fuerzas globalistas cuya meta es imponer un gobierno mundial; que la industria farmacéutica está más interesada en ganar dinero que en salvar vidas; que el sistema educativo está diseñado para adoctrinar y no para despertar mentes; que las razas humanas existen y que cada una de ella tiene fortalezas y debilidades exclusivas; que los sexos son construcciones biológicas, no sociales, y que sus conductas, ambiciones y roles naturales son diferentes pero armónicamente complementarios; que la Historia es escrita siempre por los vencedores; que la igualdad, la tolerancia y el amor incondicional no son otra cosa que virtudes envenenadas, SIN LUGAR A DUDAS, el pobre infeliz, o heroico guardián de la diosa de la Verdad y de la Ciencia, según se vea, será desterrado por sus propios pares y será excluido de cualquier contacto con su medio social, hasta que éste, humillado y abatido, ruegue por su perdón y presente ante ellos, las masas de nuevos creyentes adoctrinados, una pública y sincera muestra de arrepentimiento, justo como durante el Medioevo.
Pero, ¿qué sucede si una persona no logra ser adoctrinada? ¿Qué ocurre cuando alguien, a pesar de todos los esfuerzos del Sistema, se aferra a la cordura, y no sólo ello, sino que resiste al exilio, a la condena, y sobrevive? Entonces, de ese infierno de décadas de duración, ha de surgir un hombre que dedicará su vida a la misión personal de destruir al Sistema que lo ha sometido durante tantos lustros. ¿Y qué sucede cuando muchos hombres (y mujeres) como el anterior se encuentran y organizan? Sucede entonces que hoy, como hace quinientos años, de la opresión del dogmatismo religioso, emanado ahora del Marxismo Cultural, y del repudio de los dogmatizados, ha de crearse una casta de hombres (y mujeres) libres tan brillantes de intelecto y espíritu, tan determinados y decididos, que su mera existencia en este mundo habrá de profetizar lo que ya ha ocurrido antes y que volverá a suceder: un Renacimiento.
La Historia, como la Naturaleza, está viva. Nace, muere, y vuelve a renacer. No es lineal, no es finita. Ella es la eterna epopeya de la Verdad contra la Mentira, del Bien contra el Mal, de la Luz contra la Obscuridad, de la Inteligencia contra la Estupidez.
La Providencia nos ha elegido a nosotros, a ti, a mí, a la Resistencia, para caminar en la obscuridad con velas de conocimiento, evadiendo al monstruo que acecha en las tinieblas, y susurrar al oído de aquellos que están dispuestos a escuchar, que si bien es cierto que vivimos en una Segunda Edad Media, y que hay un terror que pretende devorarnos, también lo es, que nosotros somos los portadores de luz en esta era, que no estamos solos, que cada vez somos más…y que el futuro nos pertenece.
Por el momento es suficiente. La próxima vez comenzaremos a destruir los dogmas religiosos de este Segundo Medioevo, de tal forma que el alumno comience a ver la realidad, no con los ojos que este mundo le ha impuesto, sino con los suyos, los propios…los que jamás ha usado.
“Camino entre las sombras de un mundo en lujosas ruinas, rodeado de ignorantes cadáveres que ríen y bailan, pero consciente de que mi pasar por la Historia deja un camino de luz que habrá de ser seguido por mejores hombres que yo, pues yo mismo sigo las huellas de los dioses y héroes de los que provengo: mis ancestros.”
Voniac Derdritte