Por: Luis Reed Torres
Revelan inaudita ligereza quienes hoy pregonan y alientan un radical cambio estructural en el corazón de la sociedad, como si realizar tal semejara mudarse de traje o de camisa y sin tomar en consideración la incalculable fuente de males y desgracias que esto acarrearía. Olvidan intencionada o inconscientemente estos fomentadores de la destrucción que una nación, una sociedad, es un ser orgánico, un cuerpo viviente o un tejido que en su origen pudo ser o no ser, y ser de tal o cual forma, pero que una vez que ha nacido, que se ha formado y desarrollado de acuerdo al concurso y la sucesión de mil circunstancias o de mil influencias, constituye una existencia como la de cada uno de nosotros. Su vida es, en consecuencia, obra de la naturaleza, del tiempo y de los acontecimientos y, por tanto, susceptible de experimentar correcciones y reformas, si bien no nos es dable atentar contra su propia existencia que es, al final de cuentas, por la que se efectúa esa operación.
Bajo el sofisma de inyectarle nutritiva savia a nuestra sociedad, en realidad se le está asesinando o se le pretende asesinar, puesto que es incontrovertible que si bien el hombre está en condiciones de modificar o de reformar, no lo está –o se halla impedido– de crear o de volver a crear, como aducen superficialmente los desenfrenados destructores de nuestro tiempo.
Sobre el particular, el insigne moralista francés Michel Eyquem de Montaigne decía en en siglo XVI que “tratar de refundir una masa tan grande como es la sociedad es lo que intentan hacer los que quieren curar la enfermedad matando, y los que desean más bien destruir que modificar”.
Palabras vigorosas y plenas de actualidad que podrían utilizar como saco a quienes les viniera…
Los discípulos del ahora llamado marxismo cultural –quienes son en realidad los que anhelan ese cambio– han pretendido implantar a la inversa, de manera rabiosa y a despecho de todo el género humano, una sociedad cambiante, fuera de la condición intrínseca del hombre y de la humanidad, contraria al instinto natural y a las prácticas universales, por más que se nos quiera recordar la antigua existencia de sociedades marxistas, impuestas en su tiempo bajo la opresión de las bayonetas por ser del todo contrarias a los derechos inherentes del ser humano.
Se pretende, pues, contra el sentido común y la naturaleza misma de las cosas, erigir una sociedad singularmente atea, radicalmente materialista y predominantemente hedonista que constituye una monstruosidad, venero de donde derivan, lógicamente, todas nuestras decadencias morales y sociales con la cauda de desgracias que acarrean.
Los llamados mass media, poderosas y devastadoras armas en gran parte en manos de infiltrados dinamitadores de la civilización occidental cristiana, machacan con sospechosa insistencia el carácter puramente civil y humano de la persona, como si fuera por sí misma la única causa y la única finalidad de su ser, y como si estuviese en condiciones de bastarse completamente a sí misma en todas sus necesidades sin el requerimiento o la presencia de auxilios espirituales en determinados momentos. En consecuencia, se desconoce así, arbitraria y unilateralmente, la esencia íntima del alma humana que constituye –o por lo menos debe constituir– el centro y motor de su actividad.
Este ateísmo, calculadora e inteligentemente dosificado y financiado, es obra de un grupúsculo conspirador que contempla en él una de sus más poderosas armas de conquista y de sometimiento, y que anhela, para ya, el dominio económico, político y social del mundo a partir del fomento exacerbado de aberraciones de todo tipo.
Lo lamentable es que la sociedad occidental esté cayendo inocentemente en esta bien urdida trampa y aun se plante con soberbia frente a quienes procuren enderezarla, por más que casi todas las costumbres actuales del mundo occidental caigan en el terreno de lo punible.
En otras palabras, vivimos la apoteosis del antropocentrismo…