Por: Luis Reed Torres
NO SOMOS INDIOS NI ESPAÑOLES, SINO SIMPLE Y LLANAMENTE MEXICANOS
*Unos y Otros Aportaron Virtudes y Legaron Defectos
*México fue Crisol Donde se Fundieron dos Razas
*Es Menester Justipreciar los Hechos de Aquel Episodio
*Polémicas Bizantinas que a Nada Conducen
*La Dicotomía Héroe-Villano, Fatal Trampa Para el Estudioso
A quinientos veintisiete años del descubrimiento de América y a casi quinientos de la caída de Tenochtitlán resulta de primordial importancia el afianzamiento de la conciencia de nacionalidad entre nosotros, tanto más cuanto que a pesar del larguísimo tiempo transcurrido, aún se escuchan voces discordantes –que luego se convierten en verdadero torrente de palabrería altisonante, como es el caso de Andrés Manuel López Obrador–, ora en pro de la conquista, convertida así en apologética epopeya sin mácula ninguna, ora en pro de los conquistados, tornados de esa manera en inocentes víctimas de una acción brutal y considerados virtualmente, por ende, punto menos que albas e inocentes palomas.
Se llega así a una interminable polémica que deriva en enfrentamientos francamente bizantinos que no solamente no conducen a actitudes positivas, sino que, de hecho, nos alejan irremediablemente del punto de equilibrio a que toda madurez aspiraría y a la que, por lo visto, López Obrador jamás arribará.
Lo que hoy es nuestra nación, México, no lo constituye solamente el audaz soldado español que se aventuró por estos dilatados territorios armado de la cruz y de la espada –-a los que el propio AMLO se refiere tan despectiva y condenatoriamente–, aunque mucho de él subsista; tampoco lo es el aguerrido combatiente indio de hondas, arco y flechas, aunque mucho de él perdure. Somos, a querer o no, la síntesis de ambos.
Enaltecer exclusivamente a Hernán Cortés y a sus huestes en detrimento de sus dignos adversarios es cortar de tajo la mitad de nuestra nacionalidad; ensalzar desproporcionadamente a Cuauhtémoc y a los suyos en franco desdén y desprecio de los no menos valerosos europeos, equivale igualmente a cercenar bárbaramente la mitad del porcentaje de nuestro ser nacional.
México, como lo conocemos ahora, es la conjunción, el amalgamamiento de ambas sangres, con las virtudes y los defectos inherentes a las mismas. Del español heredamos la lengua, la religión, el gusto por la vida, el llamado ocio andaluz, la «chispa», la fanfarronería manifestada en ocasiones y mil etcéteras más; del indio recibimos la serena reflexión, la taciturna meditación, el gusto exquisito por el arte en sus manifestaciones más diversas, en veces lo adusto del gesto, el fatalismo inesperado e igualmente mil etcéteras más.
Por lo demás, ni españoles conquistadores ni indios conquistados eran en modo alguno santos. En efecto, los castellanos cometieron varias veces innegables abusos que en no pocas oportunidades fueron censurados por frailes evangelizadores y castigados por autoridades; pero la Conquista resultó, dígase lo que se diga en contrario, extraordinariamente benigna en cuanto tal en comparación con las incursiones anglosajonas en otras partes del mundo. En esa tesitura, de ninguna manera se debe hablar de genocidio como hoy algunas voces lo reclaman en cuentas que harían palidecer de envidia al mismísimo Gran Capitán (de este punto en especial trataré en posterior entrega).
Y en cuanto a la Inquisición, estudios profundos como el de William Maltby (La Leyenda Negra en Inglaterra. Desarrollo del Sentimiento Antihispánico 1558-1660), anglosajón para más señas, nos ilustran, entre otras muchas fuentes, sobre lo que en realidad fue todo aquello. Cabe hacer notar aquí, adicionalmente, dos puntos de suyo importantes: el Siglo de Oro de la literatura española vivió sus mejores y más galanos momentos, con toda la variadísima gama de riqueza expresiva que le caracterizó, precisamente en el tiempo del auge de la Inquisición, acusada de coartar el pensamiento; y, segundo, los indios se hallaban fuera de la jurisdicción de ese tribunal, de manera que –¡quién lo dijera!– los españoles tenían en todo caso que temer más de aquél que los propios conquistados.
Por cuanto toca a los aztecas, habían desarrollado una jamás desmentida serie de adelantos de todo orden que maravillaron a los mismos conquistadores, y el propio Bernal Díaz del Castillo, el cronista por antonomasia de la Conquista, así lo manifiesta. También cuando se refiere a la traza de la Gran Tenochtitlan. Todo es cierto. Pero también lo es que los aztecas se habían convertido, mucho tiempo antes de la irrupción europea, en crueles conquistadores y tiranos de un sinnúmero de pueblos diversos que los consideraban un verdadero azote. Las Guerras Floridas proporcionaron, asimismo, miles de prisioneros que fueron ofrendados a Huitzilopochtli, que demandaba sangre un día sí y otro también. La nobleza azteca, igualmente, constituía la casta dorada en relación a sus súbditos. Y así, difícilmente se puede censurar la acción de un grupo –en este caso el español– y soslayar la del adversario –en este caso el azteca–.
En síntesis, la visión maniquea de buenos y malos, la dicotomía héroe-villano, que tanto daño ha causado en la enseñanza de la historia de México con la consiguiente orfandad de bases y fundamentos que nos permitan consolidar de una vez por todas la identidad nacional, debe cesar en definitiva so pena de continuar navegando sobre aguas procelosas que más temprano que tarde nos harán naufragar irremisiblemente.
México es el crisol donde se fundieron dos razas para dar nacimiento a una nueva nacionalidad que heredó virtudes y defectos de ambas. El día que se arribe a esta amplia y precisa concepción, en la plenitud de la cultura del pueblo mexicano, dejaremos de autodenigrarnos, de autoflagelarnos y de sentirnos ofendidos cuando nos ocupemos de indios y españoles.