Por: Luis Reed Torres
CORTÉS Y LOS INDIOS ALIADOS DEMOLIERON UN PODER FINCADO EN TORRENTES DE SANGRE
* Los Aztecas Sólo Predominaron en la Tercera Parte de México
* Imposible Identificarlos con Todo lo que hoy es el País
* Sus Deidades Exigían Víctimas de Manera Implacable
* Variadas Formas de Sacrificar a Decenas de Miles
* Desollados, los Cuerpos Eran Aderezados… y Luego Devorados
Es común en México de mucho tiempo atrás identificar como Imperio Azteca prácticamente a todo el país, como si los mexicas hubieran extendido sus lares a la totalidad del territorio que luego se llamó Nueva España y como si no hubiesen existido otras culturas indígenas de suma importancia, es decir, mayas, zapotecas, mixtecas, etcétera (de hecho hasta cuando juega el representativo mexicano de futbol contra un rival extranjero los cronistas lo denominan «Selección Azteca»). En otras palabras, se toma a Cuauhtémoc como un virtual símbolo de la nacionalidad a pesar de que el predominio y la influencia aztecas no llegaron más allá de la tercera parte de lo que hoy conforma nuestro país. Por lo demás, fue sin duda la dureza del yugo mexica –que prevaleció apenas por espacio de un siglo– el factor fundamental que permitió a sólo medio millar de castellanos consumar exitosamente la conquista, toda vez que el caudillo militar encarnado por Hernán Cortés apreció con un golpe de vista las debilidades internas de los dominios de Moctezuma y logró la alianza de aproximadamente un cuarto de millón de indígenas enemigos de los aztecas, que contemplaron complacidos y aun participaron entusiastamente en la destrucción y el arrasamiento de un poder que los había subyugado de manera inmisericorde en todos los órdenes.
En tal orden de ideas, Cortés fue considerado por sus valiosos aliados un libertador más que un conquistador, y así resulta claro que de haber existido una verdadera unidad en aquellas culturas autóctonas –sobre todo en torno de los aztecas– las escasas huestes europeas hubieran sido aniquiladas tan pronto se adentraran en aquel vasto y desconocido territorio.
Individuo de carácter y de corazón y ánimo puestos en su lugar , Hernán Cortés se distinguía por su espíritu indomable y arrebatado y, al contrario de Cristóbal Colón, por ejemplo, no le movía una devorador ambición por los bienes materiales, sin perjuicio, claro está, de que supiese disfrutar los placeres de la vida. Profundamente devoto sin excesos de fanatismo, imprimió a la Conquista un sello eminentemente evangelizador como buen hombre de su tiempo.
Ahora bien, que se registraron abusos durante y después de la conquista española es innegable, pero es una atrocidad pretender compararlos con los métodos de expoliación de los aztecas y, sobre todo, con la entrega de doncellas a los mexicas y con el espeluznante tributo de sangre impuesto a los pueblos vecinos en aras de Huitzilopochtli. Llegados de lo que hoy son parte del sur de los Estados Unidos, los aztecas se refinaron con el contacto de los habitantes de Mesoamérica: totonacas, mayas, zapotecas, mixtecos y otros, sin perjuicio de que terminaran destruyendo y esclavizando a muchos de éstos.
Así, dentro de las variadas formas que acostumbraban los aztecas para sacrificar a su víctimas se pueden anotar, entre otras, las siguientes: el sacrificio gladiatorio, que consistía en hacer luchar a un prisionero virtualmente desarmado con cuatro o cinco guerreros aztecas hasta que, una vez vencido, se le arrancaba el corazón, se desollaba el cadáver y se le devoraba; la decapitación, vigente en determinadas fiestas; el asaetamiento; el lanzamiento de la víctima al fuego para que, una vez tostada, concluyera la ceremonia de manera acostumbrada; la inmolación de niños pequeños en honor de Tlaloc dejándolos morir de hambre; y la opresión del cuerpo del desventurado por medio de una red hasta que muriera (Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México, México, Editorial Porrúa, S.A., Sexta Edición, Tomo IV, 1995, p. 3,046).
Seis años antes del descubrimiento de América, esto es en 1486, el Gran Teocali de Tenochtitlan fue consagrado con torrentes de sangre. Gobernaba entonces Ahuízotl (padre de Cuauhtémoc), conocido por sus grandes conquistas que sólo menguaron con su muerte en 1503.
«La fiesta duró cuatro días –escribe sobre el particular Francisco Javier Clavijero, célebre historiador y jesuita veracruzano del siglo XVIII –, y en ellos se sacrificaron, en el atrio mayor del templo, todos los prisioneros hechos en los cuatro años anteriores. No están de acuerdo los autores acerca del número de las víctimas. Torquemada dice que fueron setenta y dos mil trescientos cuarenta y cuatro; otros afirman que fueron sesenta y cuatro mil sesenta. Para hacer con mayor aparato tan horrible matanza, se dispusieron aquellos infelices en dos filas, cada una de milla y media de largo, que empezaban en las calles de Tacuba y de Iztapalapa y venían a terminar en el mismo templo, en donde se les daba muerte a medida que iban llegando. Acabada la fiesta, hizo regalos el rey a todos los convidados, lo que debió ocasionar un gasto inmenso. Sucedió todo esto el año de 1486.
«El mismo año, Mozauhqui, señor de Xalatlauhco, a imitación de su rey, a quien era muy aficionado, dedicó otro gran templo que había edificado poco antes y sacrificó también un gran número de prisioneros. ¡Tales eran los estragos que hacía la barbarie y cruel superstición de aquellos pueblos!»
(Clavijero, Francisco Javier, Historia Antigua de México y de su Conquista, México, Imprenta de Lara, Calle de la Palma número 4, 1844, Tomo I, 285 p., p. 121).
¡Y Andrés Manuel López Obrador reclama que se haya establecido la fe católica en México y que se hayan edificado iglesias sobre las construcciones mexicas donde se escenificaban tan sangrientos ritos!
Independientemente del mayor o menor número de víctimas que diversos cronistas consignan en relación a estos y otros hechos por el estilo, es indudable que el sacrificio humano masivo en las tierras del Anáhuac –ciertamente no inventado por los aztecas–, así como la práctica de la antropofagia, fueron factores decisivos que coadyuvaron al desplome final de la metrópoli mexica en virtud del elevado número de enemigos que se había acarreado y que sólo esperaban una oportunidad para sacudirse semejante tiranía.
En un brillante estudio sobre el tema, realizado en el Departamento de Etnología y Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia –institución oficial a la que por cierto nadie en su sano juicio podría tildar de conservadora, hipócrita, doble cara o fifí– el investigador Yolotl González Torres asevera lo que sigue: «Gran parte de los pueblos que sacrificaron seres humanos lo hicieron únicamente durante los momentos de crisis graves o con una periodicidad regular, pero muy amplia, y las víctimas en general eran muy pocas. Fueron solamente los mexicas y algunos otros pueblos mesoamericanos, como los tlaxcaltecas y los huexotzincas los que sacrificaron hombres en cantidades tan grandes y con tanta frecuencia».
Y agrega González Torres: «Después de rápidas campañas guerreras, los pueblos del valle de México fueron derrotados, y sus tierras, con sus respectivos labradores, repartidas a los principales guerreros mexicas. Cuando se iniciaron las guerras de conquista contra pueblos más alejados, no hubo necesidad de fuerza de trabajo en el valle de México, puesto que ésta estaba saturada por otras formas de explotación, como la renta-tributo, por lo que no fue necesario conservar a los cautivos como esclavos, y sus vidas se capitalizaron políticamente sacrificándolos a los dioses. A los ojos de los pueblos subyugados, esto reforzaba el poder de los mexicas y al mismo tiempo era una medida que terminaba haciendo de la milicia la profesión más codiciada, cuyos miembros contaban con los mayores privilegios; el valor en la guerra se traducía en la captura de enemigos que pudieran ser sacrificados y ofrendados como tributo». (González Torres, Yolotl, El Sacrificio Humano Entre los Mexicas, México, Fondo de Cultura Económica e Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1985, 329 p., pp. 301-303).
Desollados como carneros una vez sacrificados, los cuerpos eran aderezados con chile y tomate y luego devorados ávidamente por sus victimarios. Dice González Torres que «… a pesar de que hubo canibalismo ritual en muchas partes y épocas del mundo, en general también correspondía a sociedades menos evolucionadas, y la cantidad de seres humanos inmolados y comidos nunca fue tan grande como la del altiplano de México» (Ibidem, p.284).
Y en otro lugar enfatiza: «El enemigo muerto era para adquirir energía o mana, y quizá también por el gusto mismo del sabor de la carne… Al volverse despótico el Estado, con capacidad y fuerza suficientes para manejar grandes ejércitos, sometió a otros pueblos, a los cuales impuso fuertes tributos entre los que estaban la aportación de víctimas humanas para las grandes celebraciones que se efectuaban en Tenochtitlan y que tenían como objeto reforzar su poder» (Loc. Cit., pp. 305-306).
En conclusión, numerosos templos fueron lugares donde se escenificaron festines de sangre toda vez que las deidades aztecas requerían víctimas de manera insaciable. Esta es la verdad de los hechos. Lo demás es demagogia tendiente a hacer del indigenismo un arma política en contra del resto de la sociedad.
(Continuará)